– Lo de siempre.
– Lo de siempre, ya me lo temía yo.
El padre se echó hacia atrás en la silla con bastante incertidumbre. Estaba peor de lo que Jacobo había presentido.
– ¿Y por qué yo no me rebelo? -preguntó tragándose algo que podía haber sido un hipo.
– No sé de qué estás hablando.
– ¿A ti te parece justo?
– No.
– Entonces, ¿cómo es que no sabes de qué estoy hablando?
Se ladeó sobre la silla con el mismo esfuerzo que si estuviera arrastrando un peso en la cintura y gritó:
– Fitu, arrímame otro.
– Luego te lo llevo -le contestó el gordo de los grandes bigotes desde detrás de la barra.
– Éste ya no quiere servirme. Pero íbamos a una cosa. ¿Por qué yo no me rebelo?
Jacobo no dijo nada. Vio la cara de Fitu mirándoles con pena, no sólo a su padre, a él también. Pero era una pena sin remedio, como si todo lo que habían hecho, como si el haber llegado hasta ahí, no sirviera de nada. Su padre llevaba doce años de marinero y él había crecido grande y fuerte, y a la mañana siguiente empezaría el COU. ¿Fitu no podía ver eso? ¿No podía entender que un marinero se emborrachase y que quisiera hablar con su hijo?
– ¿Por qué no se rebela un hombre? Ésa es la pregunta. ¿Tú qué dirías?
– Porque no tiene a nadie con quien rebelarse, porque está solo.
– Cielos, sí. Magnífica razón, estupenda razón. Aunque, desgraciadamente, no la única. Aparte del con quién, está el con qué. ¿Con qué me rebelo yo? ¿Qué le tengo yo que enseñar a nadie? Es como el enamorarse, Jaco. No se trata de con quién, se trata de con qué. Y yo no tengo nada -a su padre empezaron a temblarle los labios-. Te tengo a ti, pero pido al cielo que tú no seas mío. Que sólo sea tu padre, pero que no seas nada de mí.
El viejo empezó a sollozar de una forma constante, con el silencio anterior, sin moverse.
– Yo no tengo nada. ¿No te das cuenta de que entonces no puedo hacer nada?
Sus ojos y los de Fitu se cruzaron mientras el dueño del bar secaba un vaso. Jacobo creyó que todos se habían callado y que el sollozo y las palabras de su padre planeaban como el humo sobre los demás, y que salían a la calle y que las escuchaban todos los que pasaban por allí. Vio como los labios de Fitu se movían para decir en sordina: tranquilo. Tranquilo.
Estuvo mucho tiempo viendo empapado el plástico viejo y quemado de la cara de su padre. En algún momento dijo:
– Espérame aquí. No te muevas de aquí.
Y escuchó la voz de Fitu por detrás, que le decía:
– Quédate tranquilo. Te esperará aquí.
Fue corriendo hasta la casa de Roncal. Corriendo para algo más que para ir deprisa. Llamó a la puerta llenándola de golpes, y la cara de Roncal se asomó con aquel gesto suyo, de cogote pelado, de ojos grandes y negros, de saber qué estaba pasando.
– Tu padre siente la debilidad y sólo habla de eso. No dice nada, no está diciéndote nada a ti. Tú no tienes que escucharle, ni él tampoco se escucha a sí mismo. Siente que no tiene fuerzas, y eso es todo. Suele decirse, en una tempestad, que si escuchas los cantos de las sirenas acabarás tirándote al agua. Entonces es cuando te ahogas. Está mal, así que sólo hablará de eso. No hay que creerle.
Roncal le había obligado a sentarse en la cocina. Y luego había encendido un puro.
– Tu padre tiene más cosas que muchos que he conocido y que están orgullosos de tenerlo todo. Hay que saber escuchar, Jaco. O acabarás oyendo cualquier cosa.
Jacobo sentía frío y sentía más frío al pensar que tendría que ir a recoger a su padre. Le hubiera gustado quedarse con Roncal.
– Me gustaría acompañarte mañana al Instituto -dijo el cocinero.
Jacobo no dijo nada.
– ¿Vas a llevar los zapatos?
– ¿Los que me regalaste tú?
– Ésos.
– Pensaba llevar las zapatillas.
– Mañana no vayas con zapatillas, aunque haga calor. Prométemelo.
– Te lo prometo.
Y Jacobo sintió el calor que dan las promesas cuando se tiene a quien hacerlas.
Hacía resol. Jacobo llevaba los mocasines de color negro que le había prometido a Roncal. Y se puso calcetines blancos para acompañarlos. También llevaba a Roncal. El cocinero le llegaba por la nariz, pero desplazaba un volumen de aire muy superior. Atravesaron los doscientos metros oscuros del Pasaje de Peña y salieron al otro resol, al que rebotaba en los escaparates y en los miradores de la ciudad vieja.
Roncal no decía nada, y Jacobo, tampoco. Era como si los dos supieran que necesitaban la atención de sus cuatro ojos en un país inexplorado. O como si se acompañaran al médico el día en que a uno de ellos iban a darle el resultado de los análisis. Roncal marchaba bastante serio, sin mirar a ninguna parte, un poco marcial. Jacobo miraba a cualquier sitio y estaba nervioso. En realidad, se había puesto nervioso al salir del Pasaje de Peña, la última gran frontera de su zona de acción.
Conocía de sobra la ciudad vieja. No era eso. Conocía muy bien a su gente, había ido cientos de veces a sus cines y a sus bares. Santander no era tan grande como para no conocerla hasta el agotamiento tras diecisiete años de vida. No era eso. Era la sensación de estar atravesando más fronteras que las del Pasaje de Peña. Hasta ahora, había vivido en un mundo reducido y controlado. Y a partir de ahora tendría que vivir con algo que aún no conocía.
Subieron por un lateral del Ayuntamiento y luego cogieron la calle del Coliseum. El Santa Clara estaba poco después del cine, en una de las calles en cuesta. Al doblar la última esquina, vieron la verja, la escalinata de piedra y corros de estudiantes que parecían reírse sin grandes motivos y que esperaban que se abrieran las puertas.
El Santa Clara era el edificio que más podía parecerse a una catedral inglesa en todo Santander. Tenía un pórtico monumental con las puertas claveteadas de hierro, arcos ojivales, vidrieras y una presencia aplastante sobre el barrio de calles antiguas y de casas quemadas por la humedad y por el tiempo. Jacobo pensó que detrás de aquella fachada se podía celebrar un concilio o reunir un parlamento. Lo que le parecía difícil es que alguien se pusiera a dar clase de la misma manera en que daban clase en el Barrio Pesquero, entre bloques prefabricados y ventanas de aluminio.
Miró a Roncal y vio una cara de Roncal nueva. El cocinero miraba a lo alto de la fachada con los ojos muy redondos y una expresión sin gesto. Seguramente estaba pensando algo sobre los dibujos y las figuras que asomaban en el alero. Era como si le hubieran lavado las marcas de su rostro curtido y le estuviesen poniendo una máscara limpia. Roncal acabó por darse cuenta de que Jacobo le observaba y le devolvió la mirada rápidamente, con una sonrisa franca y no del todo verdadera, enseñando dientes pequeñitos de ratón que Jacobo no recordaba haber visto nunca al completo.
Se detuvieron en la escalinata, entre los grupos que seguían a la espera. Jacobo sintió que le miraban por todos lados. Y Roncal no le estaba dando ninguna tranquilidad.
– Todavía no es la hora -dijo por decir algo y sacar a Roncal de su ensimismamiento.
– No te preocupes -dijo el otro, que ahora estaba dedicado a contemplar su alrededor.
Había gente diferente, diferente entre sí. Los había con su blazer, camisa a rayas y corbata, y chicas que los acompañaban con un chaquetón impermeable y pañuelos de colores metidos en un jersey de caja, con las orejas perforadas por dos perlas sobre una hoja de oro. Los había con pantalones llenos de tijeretazos, pelo afro y un plumas de estación de esquí. Los había melancólicos con el pelo largo, raya al medio y un chaquetón magnífico de piel vuelta. Y después estaban los que simplemente iban limpios, sin ninguna idea en especial, vestidos como los habían mandado de casa.
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