El vestíbulo de la estación del Ferry estaba vacío. Jacobo no llegó a entrar. Se dio la vuelta y enfiló por el muelle en dirección a Puerto Chico. A pesar de que era lunes, había gente tirando el sedal a los chapalucos. La mar estaba de acero, plana como una balsa de aceite, y las montañas del otro lado de la bahía soltaban un reluz metálico. Dos remolcadores cargaban con un petrolero hacia el muelle.
A Fidel y a Nano se los encontró en la taquilla de las lanchas que cruzaban la bahía a Somo y a Pedreña. Estaban hablando con la de la ventanilla. Jacobo les tocó por detrás.
– ¿Os vais de viaje? -dijo en tono burlón.
– ¿Has visto la marea? Después del Puntal los mejillones estarán cocidos -dijo Fidel.
Fidel tenía la mitad de la cara quemada por una olla de agua hirviendo que le cayó encima cuando era pequeño. Nunca sonreía, porque la mitad de sus labios no seguía la idea. Era más alto que Jacobo y parecía ya un hombre de piel completamente oscura.
– Pero si está subiendo -dijo Jacobo.
– Eso es lo que nos parece -contestó Nano.
Nano tenía la misma edad que ellos, pero no había crecido desde los doce. Trataba de suplir la falta de estatura con una rabia que a veces resultaba peligrosa. A todos los enanos les pasa lo mismo, solía decir Fidel abrazándole con todo su cariño y con toda su fuerza, porque el otro empezaba a soltar golpes cuando lo escuchaba.
– Puede que sea mejor dejarlo -terminó Fidel-. ¿Y qué hacemos?
– Podemos ir a tomar vermut y percebes al Dominó -dijo Nano.
– Estás bueno. Eso sólo podíamos hacerlo de niños, cuando a los gilipollas del ferrocarril les hacía gracia ver cómo nos emborrachábamos -dijo Fidel.
– Sí, ya estamos un poco mayorcitos -coincidió Jacobo.
– Pero era divertido y ahora lo sería más -continuó Nano.
Los otros no le siguieron la corriente. Empezaron a caminar por el muelle hacia el Club Marítimo, echando una ojeada de vez en cuando a las cestas de los que pescaban.
– Podemos ir al almacén de aceitunas -se le ocurrió a Nano.
– Eso también valía de crío. Pero a éste, ¿qué le pasa? -dijo Fidel mirando a Jacobo-. ¿Es que quiere volver a la infancia?
– Nos lo pasábamos bien -contestó Nano retrasándose un poco y haciendo como que miraba algo en el fondo del agua.
Apenas había velas en la bahía. Tres catamaranes del mismo color, una especie de naranja con la matrícula en signos dorados, estaban fondeados al lado de los pilotes del Club Marítimo. Torcieron en Puerto Chico.
– Vamos a mirar un rato la Gran Cagada.
La Gran Cagada era un barco de recreo de treinta metros de eslora, en forma de hoja y totalmente moderno, que nunca había podido salir a la mar porque le faltaba calado. Según contaban, los dueños lo habían encargado en Barcelona, siguiendo las modas de allí y sin tener en cuenta que el Mediterráneo no es el Cantábrico. Así que el barco se les caía a la menor de cambio. Ahora llevaba dos años anclado y los propietarios habían desistido de intentarlo más veces. Y, lógicamente, nadie había querido comprárselo.
– Podrían venderlo en Cataluña -dijo Fidel.
– A lo mejor allí tampoco flota -contestó Jacobo, fijándose en el delfín de acero que remontaba el hocico del barco, y que le parecía mucho más fascinante que la inutilidad del barco.
– ¿Tú crees que alguien puede comprar un barco tan caro sin preocuparse un poco por lo que está haciendo?
– Supongo que el barco no les importaba mucho.
– Ni el dinero tampoco. Lo lógico es que la gente que tiene mucho dinero no piense nunca en él.
– Cuando se es así, puede que tampoco se piense en nada -dijo Jacobo, que sí pensaba en el delfín.
Nano los alcanzó al final de la conversación. Se hizo un sitio entre los dos y dijo:
– Pues a mí me gustaría tirar cosas. Si fuera rico me pasaría el día tirando cosas.
– ¿Para que las cogieran otros? -preguntó Fidel
– No, sólo me gustaría tirarlas. Y, por si acaso alguien me las agarraba, las destrozaría primero.
Volvieron al Club Marítimo y se sentaron en el dique, con los pies colgando sobre los catamaranes.
– Mañana vas al Santa Clara, ¿verdad? -preguntó Nano a Jacobo.
– Sí.
Se quedaron en silencio mientras veían subir la escalinata del Club a dos muchachas de su edad. Las dos llevaban una coleta rubia y cazadoras de ante.
– Las hacen a pares -dijo Fidel-. ¿Tú te quedarías con una, Nano?
– No. No sé qué quieren -respondió el bajito un poco confundido.
– ¿Y tú, Jaco?
– Me pasa lo mismo que a Nano.
– Lo digo porque las pijas no tienen ojos. Si te fijas, nunca están mirando nada. Van de acá para allá. Yo nunca las he visto paradas en un sitio -había continuado Nano.
– Tú no puedes entrar en los sitios en los que ellas se paran -dijo Fidel.
– Me da igual. Siguen sin mirar nada.
Los tres volvieron la vista hacia el horizonte de montañas metálicas, que parecían flotar sobre la bahía brillante.
– Ayer no os vi -empezó a decir Jacobo.
– Ayer no estábamos para nada -respondió Nano.
Jacobo les miró. La parte quemada de la cara de Fidel estaba apretada, con su mitad de labio torcida hacia abajo.
– ¿Pasa algo?
– El armador les dijo a nuestros viejos que por lo menos hasta marzo no nos puede coger -contestó Fidel-. Y aquí hemos estado esperando y haciendo el BUP para matar el tiempo. Lo peor es que ahora sacarse la cartilla de navegación es un peligro. Te tragas dos años en la marina de su Majestad. Ni puta idea de qué hacer. Y en la Lonja no hay sitio desde que se inventó. Además, lo lógico es que ahí se queden con los marineros que ya no pueden navegar.
– Y si todavía fuera marzo… Pero esto tiene mal viso. Lo de la Comunidad Europea es un lío para la pesca y cada día dicen una cosa -intervino Nano.
– A mí lo que me jode es lo del BUP. Tres años de mala conciencia y tocando el techo con las orejas de burro, maldita sea.
– Deberíamos haber hecho Formación Profesional -dijo Nano.
– ¿Es que hay rama de merlucero? -contestó Fidel bastante crispado-. Lo que hay ahí sirve para los de la ciudad y para nadie más.
– Podéis seguir estudiando -dijo Jacobo.
Los otros se le quedaron mirando un poco sorprendidos.
– Sabes que no vamos a ir por ese camino. A lo mejor no valemos, o a lo mejor lo único que nos interesa es lo que va por debajo o por encima del agua -dijo Fidel.
– ¿Y tú por qué quieres estudiar? -preguntó Nano, de pronto.
– Yo no quiero estudiar -contestó Jacobo observando la quilla afilada de los catamaranes-. Sólo es una promesa.
Jacobo se dijo a sí mismo que no había hecho esa promesa a nadie, pero que le hubiera gustado hacerla. Tal vez no ésa en concreto, pero sí algún tipo de promesa. Empezaba a tener una vaga idea de por qué a la gente le gustaban las promesas. Y de por qué a él le había gustado decirlo.
Cuando volvió a la buhardilla, a las siete y pico de la tarde, pensando todavía en la promesa, su padre no estaba en la cama. Lo encontró en el bar de Fitu, que estaba debajo de casa, ya un poco pasado de rosca. Había estado jugando al dominó y dándole al Carlos III.
– Vete a casa de Roncal, a por la parte -fue lo primero que le dijo.
– Y luego, ¿dónde te busco?
– Espera, no te vayas todavía.
Su padre tenía las manos temblorosas alrededor de la copa y los ojos aguados.
– ¿Sabes cómo se hacen las partes de una captura?
– Sí -dijo Jacobo-. Acuérdate de que yo llevo las cuentas en casa.
– Entérate bien -siguió diciendo el padre, de todas maneras-. Un décimo para combustible, un décimo para amortización del barco, un décimo para el patrón, cinco décimos para el armador y dos décimos para los marineros y para la Seguridad Social. ¿Qué te parece?
Читать дальше