Javier Sierra
La cena secreta
A Eva, que ha iluminado el camino de este navegante, ofreciéndole siempre su santuario.
En la Edad Media y el Renacimiento, Europa aún conservaba intacta su capacidad para entender símbolos e iconos ancestrales. Sus gentes sabían cuándo y cómo interpretar un capitel, un rasgo en un cuadro o una señal en el camino, pese a que sólo una minoría de ellos había aprendido a leer y escribir.
Con la llegada del racionalismo, aquella capacidad de interpretación se perdió, y con ella buena parte de la riqueza que nos legaron nuestros antepasados.
Este libro recoge muchos de esos símbolos tal y como fueron concebidos. Pero también intenta devolvernos nuestra capacidad para comprenderlos y beneficiarnos de su infinito saber.
No recuerdo acertijo más enrevesado y peligroso que el que me tocó resolver aquel Año Nuevo de 1497, mientras los Estados pontificios observaban cómo el ducado de Ludovico el Moro se estremecía de dolor.
El mundo era entonces un lugar hostil, cambiante, un infierno de arenas movedizas en el que quince siglos de cultura y fe amenazaban con derrumbarse bajo la avalancha de nuevas ideas importadas de Oriente. De la noche a la mañana, la Grecia de Platón, el Egipto de Cleopatra o las extravagancias de la China explorada por Marco Polo merecían más aplausos que nuestra propia historia bíblica.
Aquéllos fueron días convulsos para la cristiandad. Teníamos un Papa simoníaco -un diablo español coronado bajo el nombre de Alejandro VI que había comprado con descaro su tiara en el último cónclave-, unos príncipes subyugados por la belleza de lo pagano y una marea de turcos armados hasta los dientes a la espera de una buena oportunidad para invadir el Mediterráneo occidental y convertirnos a todos al islam. Bien podía decirse que jamás nuestra fe había estado tan indefensa en sus casi mil quinientos años de historia.
Y allí se encontraba este siervo de Dios que os escribe. Apurando un siglo de cambios, una época en la que el mundo ensanchaba a diario sus fronteras y nos exigía un esfuerzo de adaptación sin precedentes. Era como si cada día que pasaba, la Tierra se hiciera más y más grande, forzándonos a una actualización permanente de nuestros conocimientos geográficos. Los clérigos ya intuíamos que no íbamos a dar abasto para predicar a un mundo poblado por millones de almas que jamás habían oído hablar de Cristo, y los más escépticos vaticinábamos un periodo de caos inminente, que traería la llegada a Europa de una nueva horda de paganos.
Pese a todo, fueron años excitantes. Años que contemplo con cierta nostalgia en mi vejez, desde este exilio que devora poco a poco mi salud y mis recuerdos. Las manos ya casi no me responden, la vista me flaquea, el cegador sol del sur de Egipto turba mi mente y sólo en las horas que preceden al alba soy capaz de ordenar mis pensamientos y reflexionar sobre la clase de destino que me ha traído hasta aquí. Un destino al que ni Platón, ni Alejandro VI, ni los paganos son ajenos.
Pero no adelantaré acontecimientos.
Baste decir que ahora, al fin, estoy solo. De los secretarios que un día tuve no queda ya ninguno, y hoy apenas Abdul, un joven que no habla mi idioma y que me cree un santón excéntrico que ha venido a morir a su tierra, atiende mis necesidades más elementales. Malvivo aislado en esta antigua tumba excavada en la roca, rodeado de polvo y arena, amenazado por los escorpiones y casi impedido de las dos piernas. Cada día, el fiel Abdul sube hasta este cubículo una torta ázima y lo que buenamente sobra en su casa. El es como el cuervo que durante sesenta años llevó en su pico media onza de pan a Pablo el Ermitaño, que murió con más de cien años en estas mismas tierras. Abdul, a diferencia de aquel pájaro de buen agüero, sonríe cuando me lo entrega, sin saber bien qué más hacer. Es suficiente. Para alguien que ha pecado tanto como yo, toda contemplación se convierte en un premio inesperado del Creador.
Pero además de soledad, también la lástima ha terminado por corroer mi alma. Me apena que Abdul nunca sepa qué me trajo a su aldea. No sabría explicárselo por señas. Tampoco podrá leer jamás estas líneas, y aun en el remoto caso de que las encuentre tras mi muerte y las venda a algún camellero, dudo que sirvan para algo más que para avivar una hoguera en las frías noches del desierto. Nadie aquí entiende el latín ni lengua romance alguna. Y cada vez que Abdul me encuentra frente a estos pliegos se encoge de hombros, atónito, a sabiendas de estar perdiéndose algo importante.
Esa idea me mortifica día a día. La certeza íntima de que ningún cristiano llegará jamás a leer estas páginas atolondra mi lucidez y llena mis ojos de lágrimas. Cuando termine de redactarlas, pediré que las entierren junto a mis despojos, esperando que el Ángel de la Muerte se acuerde de recogerlas y llevarlas ante el Padre Eterno cuando se celebre el juicio por mi alma. Triste es la historia: los secretos más grandes son los que nunca emergen a la luz.
¿Lo conseguirá el mío?
Lo dudo.
Aquí, en las cuevas que llaman de Yabal al-Tarif, a pocos pasos de este gran Nilo que bendice con sus aguas un desierto inhóspito y vacío, sólo ruego a Dios que me dé el tiempo suficiente para justificar por escrito mis actos. Estoy tan lejos de los privilegios que un día tuve en Roma, que aunque el nuevo Papa me perdonara sé que ya no sería capaz de regresar al redil de Dios. No soportaría dejar de escuchar los lejanos lamentos de los muecines desde sus minaretes, y la añoranza de esta tierra que me ha acogido con tanta generosidad torturaría mis últimos días.
Mi consuelo es ordenar aquellos sucesos tal y como acontecieron. Algunos los viví en mis carnes. De otros, en cambio, tuve noticia mucho tiempo después de ocurridos. Sin embargo, puestos los unos tras los otros, os darán, hipotético lector, una idea de la magnitud del enigma que alteró mi existencia.
No. No puedo dar más la espalda al destino. Y ahora que he reflexionado sobre cuanto han visto mis ojos, me veo en la obligación de contarlo… aunque a nadie le sirva.
Este acertijo arranca la noche del 2 de enero de 1497, lejos, muy lejos de Egipto. Aquel invierno de hace cuatro décadas fue el más frío que recuerdan las crónicas. Había nevado copiosamente y toda la Lombardía estaba cubierta bajo un espeso manto blanco. Los conventos de San Ambrosio, San Lorenzo y San Eustorgio, e incluso los pináculos de la catedral, habían desaparecido bajo la niebla. Los carros de leña eran lo único que se movía en las calles, y media Milán dormitaba envuelta en un silencio que parecía llevar instalado allí siglos.
Fue a eso de las once de la noche del segundo día del año. Un aullido de mujer, desgarrador, rompió la helada paz del castillo de los Sforza. Al grito pronto le siguió un sollozo, y a éstos los agudos llantos de las plañideras de palacio. El último estertor de la serenísima Beatrice d'Este, una joven en la flor de la vida, la bella esposa del dux de Milán, había destruido para siempre los sueños de gloria del reino. Santo Dios. La duquesa murió con los ojos abiertos de par en par. Furiosa. Maldiciendo a Cristo y a todos los santos por llevársela tan pronto a su lado y agarrada con fuerza a los hábitos de su horrorizado confesor.
Sí. Definitivamente, ahí empezó todo.
Tenía cuarenta y cinco años cuando leí por primera vez el informe de lo ocurrido aquella jornada. Era un relato estremecedor. Betania, según su costumbre, lo había solicitado por conducto secretissimus al capellán de la corte del Moro, y éste, sin perder un solo día, lo había enviado a Roma a toda velocidad. Los oídos y los ojos de los Estados pontificios funcionaban así. Eran rápidos y eficaces como los de ningún otro país. Y mucho antes de que llegara a la oficina diplomática del Santo Padre el anuncio oficial de la muerte de la princesa, nuestros hermanos tenían ya todos los detalles en su poder.
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