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Jeffrey Archer: Como los cuervos

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Jeffrey Archer Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos. Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Jeffrey Archer Como los cuervos Para James CHARLIE 1900 1919 Capítulo - фото 1

Jeffrey Archer

Como los cuervos

Para James

CHARLIE

1900 -1919

Capítulo 1

– No te la ofrezco por dos peniques -gritó mi abuelo, sosteniendo la col con ambas manos-. No te la ofrezco por un penique, ni siquiera por medio. No, se las regalo por un cuarto de penique.

Esas son las primeras palabras que recuerdo. Mucho antes de que aprendiera a andar, mi hermana mayor solía depositarme en una caja de naranjas, junto al puesto del abuelo, para conseguir que mi aprendizaje comenzara cuanto antes.

– Sólo lo hago por él -solía decir el abuelo, señalando la caja de madera en la que me encontraba yo.

Para ser sincero, la primera palabra que pronuncié fue «abuelo», y las siguientes, «un cuarto de penique». Cuando cumplí tres años, ya era capaz de repetir, palabra por palabra, sus frases de reclamo. Debo aclarar que ningún miembro de mi familia estaba seguro de la fecha exacta en que yo había nacido, teniendo en cuenta que mi viejo había pasado la noche en la cárcel, y que mi madre murió antes de que yo accediera al mundo de los vivos. El abuelo opinaba que bien había podido ser un sábado, se inclinaba por considerar enero el mes más probable, estaba seguro de que 1900 era el año, y sabía que tuvo lugar bajo el reinado de la reina Victoria. Por lo tanto, todos nos pusimos de acuerdo en el 20 de enero de 1900.

Nunca conocí a mi madre porque, como ya he explicado, murió el día en que yo nací. El párroco lo definió como «parto», pero yo no comprendí la expresión hasta varios años después, cuando me topé con el problema de nuevo. El padre O'Malley nunca dejaba de decirme que era la mujer más santa que había conocido. Mi padre -a quien nadie se le ocurriría calificar de santo- trabajaba de día en los muelles, vivía en la taberna por la noche y volvía a casa por la mañana, pues era el único lugar donde podía caer dormido sin que nadie le molestara.

El resto de la familia se componía de mis tres hermanas: Sal, la mayor, de cinco años, que sabía cuándo había nacido porque ocurrió en plena noche y mantuvo despierto al viejo; Grace, que tenía tres años y nunca impidió dormir a nadie, y la pelirroja Kitty, que contaba dieciocho meses y siempre berreaba.

El cabeza de familia era el abuelo Charlie, con cuyo nombre me bautizaron. Dormía en su habitación de la planta baja, en nuestra casa de Whitechapel Road, mientras los demás nos hacinábamos en la habitación opuesta. Había otras dos dependencias en la planta baja, una especie de cocina y lo que la mayoría de la gente llamaría una amplia alacena, pero que Grace prefería denominar salón.

Había un lavabo en el jardín (carente de hierba) que compartíamos con una familia irlandesa. Vivía en el piso de arriba. Tenían la costumbre de acudir a las tres de la mañana, al menos así nos lo parecía a nosotros.

El abuelo había conseguido establecer su puesto en la esquina de Brick Lane con Whitechapel Road, la más bulliciosa del barrio. Una vez que logré escapar de mi caja de naranjas y deambular entre los otros puestos, no tardé en descubrir que los vecinos le consideraban el mejor vendedor ambulante del East End.

Mi padre, cuya profesión, como ya he indicado antes, era la de estibador, nunca pareció tomarse mucho interés en ninguno de nosotros, y aunque a veces ganaba una libra a la semana, el dinero siempre terminaba en el Black Bull, dilapidado en pinta tras pinta de cerveza, o se lo jugaba (y perdía) a los naipes o el dominó, en compañía de su mejor amigo, y vecino de al lado, Bert Shorrocks, un hombre que, en lugar de hablar, gruñía.

De hecho, si no hubiera sido por el abuelo, yo nunca habría podido acudir a la escuela elemental de la calle Jubilee, y «acudir» es la palabra más adecuada, pues yo no hacía otra cosa que cerrar de golpe la tapa de mi pequeño pupitre y, en ocasiones, tirar de las trenzas de «Posh Porky», la niña que se sentaba frente a mí. Su nombre auténtico era Rebecca Salmon y era hija de Dan Salmon, el propietario de la panadería situada en la esquina de Brick Lane. Sabía con toda exactitud cuándo y dónde había nacido, y nunca dejaba de recordarnos que era un año más joven que cualquiera de la clase.

No veía las horas para que sonara el timbre a las cuatro de la tarde, indicando el fin de las clases, y cerrar de golpe la tapa por última vez para bajar corriendo por Whitechapel Road y echar una mano en el puesto.

Los sábados, como concesión especial, el abuelo me permitía que le acompañara de buena mañana al mercado de Covent Garden, donde seleccionaba las frutas y verduras que después venderíamos en el puesto, justo enfrente de la panadería del señor Salmon y la tienda de pescado y patatas fritas, ubicada junto a la panadería.

Aunque yo estaba impaciente por abandonar la escuela de una vez por todas para estar siempre con el abuelo, si hacía novillos una hora me castigaba sin llevarme a ver el West Ham los sábados por la tarde, o peor, no me dejaba acompañarle con la carretilla por la mañana.

– Espero que cuando crezcas te parezcas más a Rebecca Salmon -solía decir-. Esa chica llegará lejos.

– Cuanto más lejos mejor -le respondía yo, pero él nunca reía; se limitaba a recordarme que ella sacaba las mejores notas en cada asignatura.

– Excepto aritmética -me ufanaba yo-, en que le doy de lo lindo.

Yo podía hacer cualquier suma en la cabeza, mientras Rebecca Salmon necesitaba escribirlas en un papel; la ponían frenética.

Mi padre no visitó ni una vez la escuela elemental de la calle Jubilee en todos los años que asistí a ella, pero el abuelo se dejaba caer al menos una vez al trimestre para charlar con el señor Cartwright, mi profesor. El padre O'Malley le decía a mi abuelo que yo tenía buena cabeza para los números, y que podría llegar a ser contable o funcionario. Incluso dijo en cierta ocasión que intentaría encontrarme un empleo en la City. [1] Lo cual, a decir verdad, era una pérdida de tiempo, porque yo sólo deseaba acompañar a mi abuelo con el carretón.

Tenía siete años cuando descubrí que el nombre escrito en un costado del carretón (Charlie Trumper el comerciante honrado, fundado en 1823) era el mismo que el mío, y aunque el nombre de pila de mi padre era George había dejado claro en numerosas ocasiones que, cuando el abuelo se retirara, no tenía la menor intención de sustituirle, pues no quería perder a sus amiguetes del muelle.

Al enterarme me sentí muy complacido, y le dije al abuelo que, cuando yo me hiciera cargo del negocio, ni siquiera tendríamos que cambiar el nombre.

Se limitó a suspirar y dijo:

– No quiero que acabes trabajando en el East End, jovencito. Eres demasiado listo como para arrastrar un carretón durante el resto de tu vida.

La escuela se sucedía mes tras mes, año tras año, y Rebecca Salmon subía a recoger premio tras premio el día de los Discursos. [2]Lo peor era que siempre debíamos escucharla recitando el salmo veintitrés, erguida en el escenario con su vestido blanco, sus calcetines blancos y sus zapatos negros. Hasta se ceñía el largo cabello negro con una diadema blanca.

– Imagino que se cambia de bragas cada día -susurraba la pequeña Kitty en mi oído.

– Y yo te apuesto una guinea contra un cuarto de penique a que todavía es virgen -decía Sal.

Yo me ponía a reír porque todos los vendedores ambulantes de Whitechapel Road lo hacían cuando oían esa palabra, aunque confieso que en aquella época no tenía ni idea de lo que significaba ser virgen. El abuelo me indicaba que callara, y no volvía a sonreír hasta que yo subía a recoger el premio de aritmética, una caja de lápices de colores que maldita falta me hacían. En cualquier caso, eran los lápices o un libro.

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