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Jeffrey Archer: Como los cuervos

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Jeffrey Archer Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos. Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Después del funeral de Dan Salmon, Charlie empezó a leer cada mañana el Daily Chronicle, con la esperanza de averiguar cuál era la situación del Segundo Batallón de Fusileros Reales, y quizá de su padre.

Descubrió que el regimiento combatía en algún lugar de Francia, pero el periódico nunca daba detalles de su emplazamiento exacto.

El diario empezó a ejercer una doble fascinación sobre él, por cuanto los anuncios desplegados en casi todas las páginas despertaron su interés. No podía creer que los señorones del West End desearan pagar por cosas que a él le parecían lujos innecesarios. Sin embargo, Charlie aún quería probar la Coca-Cola, el último refresco llegado de Estados Unidos, a penique la botella, y probar la nueva maquinilla de afeitar de Gillette (a pesar de que todavía no se afeitaba), a seis peniques el soporte y dos peniques las seis hojas. Estaba seguro de que su padre, que siempre utilizaba una navaja, consideraría la idea una mariconada. No menos ridículas eran las fajas de señora a dos guineas. Ni Sal ni Kitty necesitarían nunca ninguna, aunque tal vez sí Becky, si seguía igual.

Tan fascinado quedó Charlie por estas oportunidades de adquisición, en apariencia interminables, que empezó a tomar el tranvía los domingos por la mañana en dirección al West End, a fin de averiguar algo más. Se desplazaba en el vehículo tirado por caballos hasta Chelsea, y desde allí pasaba en dirección a Mayfair, estudiando todos los productos exhibidos en los escaparates. También tomaba nota de cómo vestía la gente y admiraba los nuevos autos, que desprendían gases, pero no estiércol, mientras avanzaban por en medio de la calle. Incluso se preguntó cuánto le costaría comprar su nueva tienda en Chelsea.

El primer domingo de octubre de 1917, Charlie se llevó a Sal con él…, para enseñarle los monumentos, explicó.

Charlie se desplazaba con parsimonia de escaparate en escaparate, obviamente excitado por todo lo nuevo que veía. Ropas de hombre, sombreros, zapatos, vestidos de mujer, perfumes, ropa interior, incluso galletas y pasteles retenían su atención durante horas y horas.

– Volvamos a Whitechapel, que es nuestro sitio, por el amor de Dios -dijo Sal-, Tengo algo muy claro: aquí nunca me sentiré a gusto.

– Pero ¿es que no entiendes? -dijo Charlie-. Una de estas tiendas me pertenecerá algún día.

– No digas sandeces -replicó Sal-. Ni siquiera Dan Salmon se lo habría podido permitir.

Charlie no se molestó en contestar.

Charlie dominó en poco tiempo el negocio de la panadería, demostrándose que Becky había estado en lo cierto. Al cabo de un mes sabía tanto sobre temperaturas del horno, controles, expansión de la levadura y mezclas correctas de harina y agua como cualquiera de los dos ayudantes, y como trataban con los mismos clientes mientras Charlie atendía en su puesto, las ventas sólo descendieron un poco durante el primer trimestre.

Becky demostró ser tan eficiente como había dicho. Llevaba las cuentas con lo que ella llamaba la «disciplina de un pastel de manzana», y hasta abrió una serie de libros mayores para el carretón de Trumper. Cuando concluyeron sus primeros tres meses como socios, se encontraron con unos beneficios de cuatro libras y once chelines, a pesar de la reparación de un horno de gas perteneciente a la panadería. Charlie pudo comprarse su primer traje de segunda mano.

Sal todavía trabajaba de camarera en un café de Commercial Road, pero Charlie sabía que ya no podía esperar encontrar a alguien que deseara casarse con ella (independientemente de su aspecto físico) para dormir en su propia habitación.

La carta de Grace llegaba puntual a principios de cada mes, y conseguía transmitir alegría, a pesar de que la muerte la rodeaba por todas partes. Es igual que su madre, decía el padre O'Malley a sus feligreses. Kitty continuaba entrando y saliendo como le venía en gana, sableando tanto a sus hermanas como a Charlie, y nunca duraba en un trabajo más de algunos días. Es igual que su padre, murmuraba el párroco a su espalda.

– Me gusta tu traje nuevo -dijo la señora Smelley cuando Charlie le entregó su pedido semanal aquel lunes por la tarde.

Él enrojeció y fingió no oír el cumplido, regresando a la panadería.

El segundo trimestre trajo mayores ganancias a los dos negocios de Charlie, y advirtió a Becky de que le había echado el ojo a la carnicería, ahora que el único dependiente del propietario había perdido la vida en un lugar llamado Passchendaele. Becky le había prevenido contra embarcarse en otra aventura antes de descubrir el volumen de sus ganancias, y después sólo si los ya maduros ayudantes averiguaban lo que se traían entre manos.

– Da por sentado, Charlie Trumper -le dijo cuando se sentaron en la minúscula dependencia situada en la parte trasera de la panadería, para verificar las cuentas mensuales -, que no tienes ni la menor idea sobre carnicerías. «Trumper el Comerciante Honrado, fundado en 1823» todavía me gusta -añadió-. «Trumper el Manirroto Idiota, clausurado en 1917», no.

Becky también comentó favorablemente su traje nuevo, pero no hasta haber terminado de repasar las innumerables columnas de cifras. Él iba a devolverle el cumplido, insinuando que la muchacha había perdido algo de peso, cuando ella alargó la mano y se sirvió una porción de tarta de mermelada.

Becky, por fin, recorrió con un pegajoso dedo la hoja de balance mensual y contrastó las cifras con el estado de cuentas bancario escrito a mano. Un beneficio de ocho libras y catorce chelines, escribió con pulcra letra en la parte inferior.

– A este paso, seremos millonarios cuando cumpla cuarenta años -sonrió Charlie.

– ¿Cuarenta, Charlie Trumper? -replicó Becky con desdén-. No tienes prisa, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Charlie.

– Sólo que confío en lograrlo mucho antes.

Charlie lanzó una carcajada estentórea para ocultar el hecho de que no sabía si ella estaba bromeando. Después de que Becky cerrara los libros y los guardara en su bolso, Charlie se preparó para cerrar la panadería. Dijo buenas noches a su socia antes de que ella volviera a su casa. Tenía ganas de comunicar a sus hermanas la cifra récord obtenida en el trimestre. Silbó desafinando el Lambeth Walk mientras empujaba su carretón hacia el sol poniente. ¿Lograría su primer millón antes de los cuarenta, o había sido una tomadura de pelo de Becky?

Pasó frente a la casa de Bert Shorrocks y se detuvo en seco. Ante la puerta principal del 112, con una biblia negra en la mano, se hallaba el padre O'Malley.

Capítulo 3

Charlie se sentó en el vagón del tren con destino a Edimburgo y pensó en las decisiones que había tomado durante los últimos siete días. Becky las calificó de temerarias, y Sal de estúpidas, directamente. La señora Smelley opinó que no debía ir hasta que le llamaran, y Grace continuaba atendiendo a los heridos en el frente occidental, de modo que no se enteró de lo que había hecho. En cuanto a Kitty, se enfurruñó y le preguntó cómo iba a sobrevivir sin él.

La carta le había informado de que George Trumper había muerto el dos de noviembre de 1917, valientemente, mientras cargaba contra las líneas enemigas en el bosque de Polygon. Unos mil hombres habían muerto aquel día, al atacar un frente de quince kilómetros de largo que se extendía desde Messines a Passchendaele; no le sorprendió, por tanto, que la carta del teniente fuera breve y concisa.

Después de una noche de insomnio, Charlie fue el primero que apareció a la mañana siguiente en la oficina de reclutamiento de Great Scotland Yard. El cartel de la pared reclamaba voluntarios, de edad comprendida entre dieciocho y cuarenta años, para enrolarse en el ejército del «general Haig».

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