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Jeffrey Archer: Como los cuervos

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Jeffrey Archer Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos. Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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– Le han internado -susurró mi abuelo, sin dar más explicaciones.

Mi viejo nos venía a ver algún sábado por la mañana, con el único propósito de sablear al abuelo y marcharse al Black Bull para gastárselo todo con su amiguete Bert Shorrocks.

El abuelo soltaba semana tras semana un chelín, o incluso dos; todos sabíamos que no se lo podía permitir. Lo que realmente me molestaba era que nunca bebía, ni tampoco aprobaba el juego. Mi viejo guardaba el dinero, se tocaba la gorra y partía en dirección al Black Bull.

Esta rutina se sucedió semana tras semana, hasta que un sábado por la mañana una dama estirada que vestía un traje negro largo y portaba una sombrilla, se encaminó con paso decidido hacia nuestro puesto y colocó una pluma blanca en la solapa de mi padre.

Nunca le había visto tan enfurecido, ni siquiera los sábados por la noche, cuando perdía hasta la camisa jugando y llegaba a casa tan bebido que todos debíamos escondernos debajo de la cama. Aunque amenazó con el puño cerrado a la dama, ésta no retrocedió ni un paso y le llamó «cobarde» a la cara. Él le gritó algunas cosas que solía reservar para el casero. Después, cogió todas las plumas y las tiró a la cloaca, antes de salir disparado hacia el Black Bull. Ni siquiera volvió a casa para comer. Sal había preparado pescado y patatas fritas. Yo no me quejé, liquidé su ración de patatas, y me fui a ver al West Ham. Tampoco le vimos por la noche, y cuando me desperté por la mañana comprobé que su lado de la cama seguía intacto. Al volver de misa con el abuelo continuaba sin dar señales de vida, y dormí por segunda noche consecutiva con la cama de matrimonio para mí solo.

– Habrá pasado otra noche entre rejas -dijo el abuelo el lunes por la mañana, mientras yo empujaba nuestro carretón por mitad de la calle, intentando no pisar la mierda de los caballos que arrastraban los autobuses de la línea metropolitana.

Al pasar frente al número no divisé a la señora Shorrocks mirándome desde la ventana. Exhibía el habitual ojo morado y la colección de diferentes magulladuras que Bert le solía producir cada sábado por la noche.

– Ve a sacarlo de la cárcel hacia el mediodía -dijo el abuelo-. Ya se le habrá pasado la cogorza.

Me repugnó la idea de soltar media corona para pagar su fianza; los beneficios de un día al carajo. Pasadas las doce me acerqué a la comisaría de policía. El sargento de guardia me dijo que Bert Shorrocks seguía en su celda y sería conducido ante el juez por la tarde, pero que no habían visto a mi viejo en toda la semana.

– Es igual que un penique falso: no dudes que aparecerá de nuevo -comentó mi abuelo con una risita.

Pero pasó un mes antes de que mi padre «apareciera» de nuevo, y cuando le vi no pude dar crédito a mis ojos: iba vestido de caqui de pies a cabeza. Se había enrolado en el segundo batallón de los Fusileros Reales. Nos explicó que, a pesar de que confiaba en ser enviado al frente dentro de pocas semanas, pasaría la Navidad con nosotros; un oficial le había dicho que los malditos hunos se irían a tomar por el culo mucho antes.

El abuelo le estrechó la mano y frunció el ceño, pero yo estaba tan orgulloso de mi viejo que pasé el resto del día paseando por el mercado sin separarme un momento de él. Hasta la dama apostada en una esquina con su cargamento de plumas blancas le dedicó un cabeceo de aprobación. La miré y le prometí a mi padre que si los alemanes no se habían ido a tomar por el culo antes de Navidad, dejaría el mercado y me alistaría para ayudarle a concluir la tarea. Aquella noche le acompañé al Black Bull, decidido a pulirme la paga semanal en lo que le apeteciera. Sin embargo, nadie permitió que pagase su bebida, así que no tuve que gastar ni un penique. Se fue para unirse a su regimiento de buena mañana, antes de que el abuelo y yo nos levantáramos para ir al mercado.

El viejo nunca escribió porque no sabía escribir, pero toda la gente del East End sabía que, si no encontrabas bajo tu puerta uno de aquellos sobres marrones, el miembro de tu familia que combatía en la guerra seguía con vida.

El señor Salmon me leía a veces artículos del periódico matutino, pero nunca encontró una mención de los Fusileros Reales, así que jamás supe dónde se había metido el viejo. Únicamente rezaba para que no se hallara en un lugar llamado Yprès, donde, según advertía el periódico, los enfrentamientos eran muy intensos.

Tuvimos un día de Navidad muy tranquilo en familia, dejando aparte el hecho de que el viejo no había regresado del frente, tal como el oficial había pronosticado.

Sal, que hacía turnos en un café de Commercial Road, volvió a trabajar el día 27. Grace se pasó las así llamadas vacaciones en su puesto del hospital de Londres, supervisando los regalos de todo el mundo, antes de irse a la cama. Kitty deambulaba de un lado a otro.

De hecho, a decir verdad, daba la impresión de que no duraba en un empleo más de una semana. No obstante, siempre vestía mejor que cualquiera de nosotros, pues una ristra de novios parecían ansiosos de gastarse hasta su último penique en ella antes de partir hacia el frente. Me resultaba imposible imaginar qué pensaba decirles en el caso de que todos volvieran el mismo día.

De vez en cuando, Kitty aceptaba trabajar un par de horas en el puesto, pero desaparecía en cuanto le echaba mano a una parte de los beneficios de la jornada.

– Creo que no hacemos un buen negocio con ella -solía comentar mi abuelo.

Yo no me quejaba. Tenía dieciséis años, no alentaba la menor preocupación y mis pensamientos se concentraban en conseguir cuanto antes un carretón de mi propiedad.

El señor Salmon me dijo haber oído que los mejores carretones se vendían en el Oíd Kent Road, porque muchos jóvenes obedecían la consigna de Kitchener, consistente en alistarse y combatir por la patria y el rey. Estaba seguro de que no habría un momento más adecuado para hacer lo que él llamaba un buen metsieh. Le di las gracias, pero también le rogué que no revelara mis intenciones al abuelo, porque quería cerrar el metsieh sin que él lo supiera.

La mañana del sábado siguiente le pedí al abuelo dos horas libres.

– ¿Es que te has echado una novia? -Me miró de soslayo-. Espero que no vayas a empinar el codo.

– Ni lo uno ni lo otro -respondí con una sonrisa-, pero serás el primero en enterarte, abuelo -le prometí, llevándome la mano a la gorra, y me puse a correr hacia la Oíd Kent Road.

Crucé el Támesis por el puente de la Torre, adentrándome en el este más que nunca, y cuando llegué al extraño mercado no di crédito a mis ojos. Jamás había visto tantos carretones. Estaban alineados en filas. Largos, cortos, rechonchos, pintados con todos los colores del arco iris; algunos exhibían nombres famosos durante generaciones en el East End. Me pasé una hora examinando los que estaban a la venta, pero el único al que volví tenía escrito en un costado: «El carretón más grande del mundo».

La mujer que vendía el espléndido objeto me dijo que sólo tenía un mes de antigüedad, y que su marido, muerto por los alemanes, había pagado tres libras por él. No pensaba venderlo por menos.

Le expliqué que sólo tenía dos libras, pero que esperaba pagarle el resto antes de seis meses.

– Todos podríamos morir antes de que terminen esos seis meses -replicó.

Meneó la cabeza con el aire de quien ha escuchado cuentos por el estilo a menudo.

– En ese caso, le daré dos libras y seis peniques, más el carretón de mi abuelo como garantía -dije sin pensar.

– ¿Tu abuelo? -preguntó ella.

– Sí, Charlie Trumper -dije con orgullo, si bien no confiaba en que conociera su nombre.

– ¿Charlie Trumper es tu abuelo?

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