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Jeffrey Archer: Como los cuervos

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Jeffrey Archer Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos. Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Charlie se sentó en el vagón del tren con destino a Edimburgo y pensó en las decisiones que había tomado durante los últimos siete días. Becky las calificó de temerarias, y Sal de estúpidas, directamente. La señora Smelley opinó que no debía ir hasta que le llamaran, y Grace continuaba atendiendo a los heridos en el frente occidental, de modo que no se enteró de lo que había hecho. En cuanto a Kitty, se enfurruñó y le preguntó cómo iba a sobrevivir sin él.

La carta le había informado de que George Trumper había muerto el dos de noviembre de 1917, valientemente, mientras cargaba contra las líneas enemigas en el bosque de Polygon. Unos mil hombres habían muerto aquel día, al atacar un frente de quince kilómetros de largo que se extendía desde Messines a Passchendaele; no le sorprendió, por tanto, que la carta del teniente fuera breve y concisa.

Después de una noche de insomnio, Charlie fue el primero que apareció a la mañana siguiente en la oficina de reclutamiento de Great Scotland Yard. El cartel de la pared reclamaba voluntarios, de edad comprendida entre dieciocho y cuarenta años, para enrolarse en el ejército del «general Haig».

Aunque aún no tenía dieciocho años, Charlie rezó para que no le rechazaran.

Cuando el sargento de reclutamiento preguntó: «¿Apellido?, Charlie sacó pecho y casi aulló: «Trumper». Aguardó con ansia. «¿Fecha de nacimiento?», preguntó el hombre, que llevaba tres galones en el brazo.

– Veinte de enero de 1899 -dijo Charlie, sin vacilar, pero sus mejillas se tiñeron de rubor mientras pronunciaba las palabras. El sargento levantó la vista y le guiñó un ojo.

Transcribió las letras y los números a un formulario amarillento sin un comentario.

– Quítate la gorra, muchacho, y preséntate ante el oficial médico.

Una enfermera condujo a Charlie a un cubículo, donde un hombre mayor, que se cubría con una larga chaquetilla blanca, le hizo desnudarse hasta la cintura, toser, sacar la lengua y respirar con fuerza, antes de aplicarle por todas partes un frío objeto de goma. Luego, examinó las orejas y ojos de Charlie, golpeándole a continuación las rodillas con una barra de goma. Después de quitarse los pantalones y los calzoncillos (por primera vez delante de alguien que no fuera un miembro de su familia), le dijo que no era portador de enfermedades contagiosas… Sean lo que sean, pensó Charlie.

Se miró en el espejo mientras le medían.

– Un metro y setenta y tres centímetros -dijo el ordenanza.

Y aún creceré más, deseó decir Charlie, mientras se apartaba un mechón de pelo de los ojos.

– Dientes sanos, ojos pardos -dijo el médico -. Nada que objetar -añadió.

El viejo hizo unas señales en la parte derecha del formulario antes de decirle que se presentara de nuevo al tipo de los tres galones blancos. Charlie se encontró en otra cola y volvió a encontrase cara a cara con el sargento.

– Bien, muchacho, firma aquí y te enviaremos con un permiso para viajar.

Charlie garabateó su firma en el punto que indicaba el dedo del sargento. No dejó de observar que al hombre le faltaba el pulgar.

– ¿La Honorable Compañía de Artillería o los Reales Fusileros? -preguntó el sargento.

– Los Reales Fusileros -dijo Charlie-, Es el regimiento de mi viejo.

– Pues los Reales Fusileros -dijo el sargento sin pensarlo dos veces, marcando otra casilla.

– ¿Cuándo me darán el uniforme?

– Cuando llegues a Edimburgo, muchacho. Preséntate en King's Cross a las ocho horas de mañana por la mañana. El siguiente.

Charlie regresó al 112 de Whitechapel Road para pasar otra noche en blanco. Sus pensamientos saltaban de Sal a Grace y de ésta a Kitty, y se preguntaba cómo sobrevivirían sus hermanas durante su ausencia. También pensó en Rebecca Salmon y en la sociedad que formaban, pero, en último término, su mente volvía a la muerte de su padre en un campo de batalla extranjero y a la venganza que deseaba infligir a todo alemán que se le pusiera por delante. Estos pensamientos no le abandonaron hasta que la luz de la mañana se coló por las ventanas.

Charlie se puso el traje nuevo, el que la señora Smelley había alabado, su mejor camisa, la corbata de su padre, una gorra y su único par de zapatos de piel. Se supone que voy a combatir contra los alemanes, no a una boda, pensó, mientras se miraba en el espejo rajado que había encima del lavabo. Ya había escrito una nota a Becky (con una pequeña ayuda del padre O'Malley), indicándole que vendiera la tienda y sus carretones si tenía la oportunidad, y que le guardara su parte del dinero hasta que volviera a Whitechapel. Nadie hablaba ya de Navidad.

– ¿Y si no vuelves? -había preguntado el padre O'Malley, inclinando un poco la cabeza-, ¿Qué ocurrirá con tus propiedades?

– Divida todo lo que quede a partes iguales entre mis tres hermanas -respondió Charlie.

El padre O'Malley escribió las instrucciones de su antiguo pupilo y, por segunda vez en dos días, Charlie firmó con su nombre al pie de un documento oficial.

Cuando Charlie terminó de vestirse, descubrió que Sal y Kitty le esperaban a la puerta, pero no les dio permiso para acompañarle a la estación, a pesar de sus sollozantes protestas. Sus dos hermanas le besaron (otra primera ocasión) y tuvo que desprenderse de la mano de Kitty para recuperar la hoja de papel en que había consignado todos sus bienes terrenales.

Se dirigió solo al mercado de Whitechapel Road y entró en la panadería por última vez. Los dos ayudantes le juraron que no notaría ningún cambio cuando volviera. Salió de la tienda y descubrió que otro muchacho, tal vez un año menor que él, ya había situado su carretón en su puesto. Atravesó el mercado con parsimonia en dirección a King's Cross, sin mirar ni un instante hacia atrás.

Llegó a la Gran Estación del Norte media hora antes de lo estipulado y divisó de inmediato al sargento que le había alistado el día anterior.

– Bien, Trumper, tómate una taza de té y espera en el andén tres.

Charlie no recordaba la última vez que había recibido u obedecido una orden. Antes de la muerte del abuelo, desde luego.

El andén tres ya estaba abarrotado de hombres, tanto uniformados como en traje de calle. Algunos hablaban a voz en grito, otros se apartaban y guardaban silencio; todos expresaban de alguna manera su inseguridad.

A las once, tres horas después de la hora oficial, les ordenaron que subieran al tren. Charlie se sentó en un rincón de un vagón a oscuras y miró por la mugrienta ventanilla la campiña inglesa que nunca había visto. Alguien interpretaba a la armónica en el pasillo melodías populares de actualidad, desafinando ligeramente. Cuando pasaban por las estaciones de ciudades, de las que jamás había oído hablar (Peterborough, Grantham, Newark, York), la gente saludaba y vitoreaba a sus héroes. La locomotora se detuvo en Durham para repostar carbón y agua. El sargento les dijo que bajaran, estiraran las piernas y tomaran otra taza de té. Añadió que, con un poco de suerte, hasta podrían conseguir algo para comer.

Charlie paseó por el andén mordisqueando un pegajoso bollo, a los acordes de una banda militar que tocaba Land of Hope and Glory. La guerra estaba por todas partes. Al volver al tren, las damas de estrechos sombreros que vestirían santos el resto de sus vidas reprodujeron el agitar de pañuelos.

El tren se arrastró hacia el norte, cada vez más lejos del enemigo, hasta detenerse por fin en la estación de Edimburgo. Un capitán, tres suboficiales y un millar de mujeres les esperaban en el andén para darles la bienvenida.

Charlie oyó las palabras: «Adelante, sargento mayor», y un momento después se adelantó un hombre que debía medir un metro noventa de estatura y cuyo pecho, semejante a un barril de cerveza, estaba cubierto de medallas.

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