Alejandro Gándara - Nunca Sere Como Te Quiero

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Santander. Barrio pesquero y ciudad vieja. Dos mundos separados. De uno a otro pasa Jacobo. Hijo de un maestro reconvertido en marinero, estudia COU en el otro lado. Del Barrio forman parte su padre, que ahoga su desamparo en el alcohol, un par de amigos que vagabundean por el puerto, y Roncal, sustituto del padre. De la mano de Roncal llega Jacobo al instituto, un mundo extraño y amenazador… Pero el instituto es también un nuevo comienzo: la palabra estimulante de don Máximo, los ojos aguamarina de Christine…Nunca seré como te quiero narra la doble mirada con que un adolescente se sitúa en el mundo: la descomposición moral y física de un padre; la extrañeza ante el amor.

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– Tú no me lo vas a decir. Menos mal que sé que no eres mudo ni tonto. Pero un día de éstos voy a ser yo la que te siga a tu casa. ¿Qué te parece?

Jacobo miró de una manera que hizo que ella perdiese completamente la media sonrisa con la que venía hablando desde hacía un rato. Christine se había quedado muy seria.

– No sé lo que te pasa. Pero me gustaría llevármelo con esos ojos adonde yo quisiera.

Había abrazado los libros sobre el pecho y los ojos se habían abierto por toda la cara, dejando una mancha fresa en algún sitio. Jacobo abrió los labios para hablar, pero no pudo. Por un instante, temió haber perdido la voz de verdad. Ahora estaba más asustado que nunca y no podía pensar en por qué.

Llegaron a la Plaza Porticada por el lado del Paseo. Doblaron la esquina y empezaron por General Mola, otra vez. Jacobo calculaba lo que tardaría en acabarse la sensación de estar preso, mudo y narcotizado. Lo que tardaría en sentirse libre, hablante y fuerte, y sin ella. Lo que tardaría en ser como siempre y en si podría serlo cuando ella hubiera cruzado el portal.

Entonces intentó ralentizar el paso. Era lo único que había intentado. No tenía fuerzas para llegar al portal y para irse, después, sin haber dicho una sola palabra. Pero ella no hizo caso de su intención y siguió caminando al mismo ritmo, lento y firme.

Llegaron al portal y Jacobo se detuvo, con la seguridad de que muchas más cosas acababan de pararse en él. Pero fue Jacobo el único que se detuvo. Christine continuó hacia Puerto Chico, esperándole un poco hasta que él supo que le estaba esperando.

Repitieron el mismo recorrido en silencio. Esta vez, Christine no dijo nada. Y Jacobo tuvo todo el tiempo del mundo para seguir la dirección de su mirada, para ver su nuca cuando no le miraba a él, para aprender a marchar a su lado y para agarrarse a todo aquello que nunca había tenido ni tocado.

Christine se paró después en el portal. Le miró como si se estuviera llevando trozos de imagen a un lugar solamente suyo, mientras Jacobo leía en sus ojos que le gustaría llevarse los suyos adonde ella quisiera.

Christine metió las llaves en la cerradura y empujó la puerta suavemente. Se quedó al otro lado, sin cerrarla, con el gesto serio y tranquilo.

Cuando Jacobo estaba esperando otras palabras, la oyó decir:

– Hola, tía.

La de Química, el Alcatraz, estaba detrás de Jacobo.

– ¿Qué hacéis aquí? He venido a tomar café con tu madre.

La mirada de Jacobo se cruzó con la del Alcatraz y el muchacho sintió un picotazo extraño, como si esos ojos no quisieran verle.

La puerta se cerró antes de que le diera tiempo a encontrar una vez más su cara.

9

Su padre no estaba en casa, pero no se dio cuenta enseguida. En el regreso, subiendo hacia la calle Alta después de rodear la catedral, en un trayecto más largo del necesario, en un trayecto en el que no pensó, aunque le parecía bien que se hubiera hecho largo, el aire llevó hasta su nariz un olor que desconocía. Era un olor limpio, fresco, de hojas, de hojas o de alguna planta que no había olido nunca. Sólo llegaba de vez en cuando, como si estuviera en algún sitio de afuera. Pero no era de afuera, porque lo había sentido en la revuelta de la catedral, en el callejón de la escalinata hacia el alto y en la Rampa de Sotileza bajando a la Plaza de las Estaciones. Acercó la nariz al chaquetón y tuvo la impresión de que estaba allí. ¿Christine? ¿Christine se había quedado en su chaquetón sin rozarle siquiera? Tal vez, se rozaron. Al dar vuelta a una esquina demasiado juntos, en un movimiento de dos mal sincronizado, en cualquier paso en que las distancias se agitaran, porque, después de todo, nunca habían caminado juntos y era posible el desajuste, el tropiezo, el roce. Olió varias veces seguidas el chaquetón, pero al final se dio cuenta de que el olor continuaba aunque la nariz no se acercara al paño. ¿Se había quedado en su nariz y la nariz estaba recordando? No podía imaginar que el olfato tuviera memoria. Cabía también dentro de lo posible que la colonia o el perfume de Christine hubiera ido esparciendo sus moléculas, igual que los surtidores desalojan en sus bordes diminutas gotas de agua, y que algunas de esas moléculas se le quedaran en las fosas. Olor a hoja, a muchas hojas brillantes y verdes cubriendo el suelo, un suelo grande, justamente debajo, acostado debajo, de un cielo de un solo color.

Cuando llegó a la buhardilla pensó que, con un poco de suerte, el olor se quedaría allí encerrado hasta la mañana siguiente, por lo menos. No tenía hambre. En realidad, tenía hambre, lo que pasaba es que no quería meter nada en el cuerpo, no quería masticar, no quería hacer la digestión, no quería tener que sentir, sólo porque tuviera hambre, cosas distintas de las que sentía. El cuerpo estaba bien así, despejado para el olor de Christine.

El guiso de patatas y almejas que había cocinado la noche anterior seguía en la olla roja, y las rabas de calamar cortadas y lavadas, en el escurridor. Su padre no había comido todavía. Su padre no estaba en la buhardilla. Su padre no había comido, ni estaba presente cuando eran casi las cinco de la tarde. Sólo entonces, y dando manotazos a su conciencia reciente, dando manotazos al recuerdo tan cercano, tan vivo, de Christine, dando auténticos manotazos, pudo hacerse con claridad una pregunta importante: ¿dónde estaba el padre?

Bajó al bar de Fitu con la pregunta botándole en la cabeza, pero sin sentir de verdad lo que significaba la pregunta. Tenía a Christine en el corazón (y en la nariz) y a su padre en la cabeza.

Fitu, con los grandes mostachos y los ojos chicos por encima de los mostachos, le dijo que su padre no había pasado. El hombre gordo le hizo aterrizar un poco. Jacobo nunca comprendió del todo aquella mirada fría, siempre fría con él, y su actitud protectora cuando le pasaba algo. Un día de hacía dos o tres años, le sacó de una pelea agarrándole del cuello del chaquetón. Dejó que los otros, que también eran del barrio y conocidos suyos, continuaran la gresca, pero a él le sacó y le colocó a su lado en la puerta del bar hasta que el asunto quedó resuelto. Mientras tanto, no le dijo nada, ni una sola palabra, y Jacobo tampoco se atrevió a preguntar.

Tiró hacia el puerto. Al cabo de un rato preguntó en la Simoneta y después se presentó en el Ciaboga. Fermín estaba en la puerta fumando un pitillo, sin mandil y sin gorro, y le vio llegar desde el lado de la dársena. El vikingo no hizo ningún gesto, ni pareció especialmente contento de verle. A medida que Jacobo se iba acercando, al cocinero le costaba más aguantar la mirada. El muchacho se imaginó algo en ese momento, pero tuvo que esperar hasta que Fermín le dijo:

– Tu padre está ahí dentro. Se ha arrimado a una mesa de caralavadas.

Las palabras se le quedaron tan grabadas como el gesto de esquiva de Fermín intentando no mirarle y no decir nada más. A través de los cristales del pasadizo, Jacobo vio a su padre sentado muy cerca de tres individuos de veintipocos años, con jerséis de pico, pelo corto y cara sin señales. Una especie de universitarios, esa clase de gente que da paseos en grupo por la tarde, habla de su familia y se hace vieja con cara de niño. En el Barrio, los llamaban «caralavadas». Jacobo, sin saber cómo, había empezado a odiar a los universitarios un año antes, cuando pensó que él podía llegar a ser uno de ellos. Veía la universidad como el colegio definitivo al que van los que tienen familia para ser como su familia, en una continuación de la cadena de estupidez y cobardía que controla el mundo. No sabía por qué mezclaba tantas cosas cuando la universidad se le pasaba por la cabeza, ni por qué había llegado tan deprisa a la conclusión de que aquellos sujetos eran universitarios.

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