Alejandro Gándara - Nunca Sere Como Te Quiero

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Santander. Barrio pesquero y ciudad vieja. Dos mundos separados. De uno a otro pasa Jacobo. Hijo de un maestro reconvertido en marinero, estudia COU en el otro lado. Del Barrio forman parte su padre, que ahoga su desamparo en el alcohol, un par de amigos que vagabundean por el puerto, y Roncal, sustituto del padre. De la mano de Roncal llega Jacobo al instituto, un mundo extraño y amenazador… Pero el instituto es también un nuevo comienzo: la palabra estimulante de don Máximo, los ojos aguamarina de Christine…Nunca seré como te quiero narra la doble mirada con que un adolescente se sitúa en el mundo: la descomposición moral y física de un padre; la extrañeza ante el amor.

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El caso es que su padre estaba allí, hablándoles con mucha animación, y los otros reían y ponían cara de interés, alternativamente. Jacobo se detuvo en la puerta del comedor. De pronto, le costaba llegar hasta su padre. Le costaba pensar que tenía que sacarle de aquella mesa, porque sabía lo que estaba haciendo en aquella mesa aunque nunca se lo hubiera visto hacer. Tenía una seguridad completa, una seguridad llena de imágenes como la cara de Fermín, la comida sin tocar y también la imagen de sí mismo parado en aquella puerta con el olor a Christine por dentro.

– Aquella noche le dije al contramaestre: «¿Has visto esa nube?» -el padre había levantado un brazo y señalaba verticalmente al techo-. Es cierto que era una nube extraña, parecida a una cinta blanca en lo alto de la oscuridad. Quizá demasiado estrecha para ser una nube. El contramaestre la miró y dijo: «Eso no es una nube, es la mar que se viene encima». Yo entonces le miré a él y pensé que estaba borracho. En cubierta siempre hay un botijo de coñac para la sed, el agua no se prueba. Estábamos a media maniobra, virando para echar la red. Cuando de repente se volvió hacia el puente y le gritó al patrón que había que jalar, o sea, volverla al barco, ya me quedé absolutamente convencido de que llevaba una melopea descomunal. ¿Puedo pedir otro?

El viejo había apuntado con un dedo tembloroso a una copa que estaba a su derecha, en una mesa distinta a la de los repollos, aunque casi pegada a la otra. ¿Qué había hecho su padre? ¿Sentarse solo en una mesa y después ir acercándose? ¿Les pidió la bebida antes de sentarse o se la fue pidiendo a medida que hablaba?

– Pida lo que quiera. Eh, camarero -llamó un caralavada, apuntando directamente a Jacobo.

Jacobo se quedó quieto y confundido. Se sentía descubierto por estar allí de pie, avergonzado por no ser camarero y estar allí de pie, descubierto y avergonzado porque aquel que les estaba pidiendo bebida a cambio de contarles historias era su padre, mientras él estaba allí de pie y mirando lo que no quería ver.

Por suerte, el que le había llamado dejó de mirarle enseguida y Jacobo tuvo tiempo de pensar más tranquilamente en lo que iba a hacer.

– Mientras recogíamos las redes, yo noté una cosa rara. El culo había empezado a temblarme. ¿El culo tiembla?, me pregunté a mí mismo -su padre había continuado hablando con más animación que antes, estimulado por el repuesto que estaba a punto de llegar-. Me lo estuve preguntando un par de minutos, más o menos. No pudo durar más. De pronto, el barco empezó a subir como si lo soplaran desde abajo, no como si tuviera agua debajo, y a subir y a subir. A subir durante mucho tiempo. Y cuando yo ya estaba seguro de que no podía subir más, todavía siguió subiendo el doble de tiempo. El patrón gritaba: «¡Abajo! ¡Abajo!». Pero los ocho marineros estábamos clavados a la cubierta. Realmente clavados, como postes.

Jacobo había empezado a acercarse. Se sentía como si estuviera acechando a su propio padre. Aunque, en realidad, era su vergüenza la que le obligaba a moverse con sigilo, a ir despacio.

– Entonces, remontamos. El barco se quedó en la altura, como encallado. Yo tuve la esperanza de que no fuese lo que parecía, una esperanza idiota, igual que todas. Delante de la vista, surgió un horizonte de cintas blancas, muchas cintas blancas hasta la última pared de la noche. Y nada más ver eso, nada más verlo…

– Padre… -Jacobo le había puesto la mano en el hombro.

El maestro interrumpió su historia, pero no se volvió.

– Espera, chaval -dijo uno de los caralavadas, con el brillo en los ojos que resultaba de haber bebido ya en proporción directa al interés por la historia que le contaban.

– Es mejor que te levantes, padre -dijo Jacobo, de todas formas.

Pero el padre ni se levantó, ni hizo intención de volverse.

– Que te esperes, hombre. Que te esperes un poco -dijo el mismo tipo.

– ¿Pero tú no eras el camarero? -dijo el que le había llamado, riendo como si no pudiera escucharse nada más gracioso en el mundo.

– Padre…

– Joder, con el crío -masculló el que faltaba.

Jacobo se preguntó por qué no les contestaba, por qué su padre no se movía, no hacía nada. El desprecio de los caralavadas, la indiferencia de su padre, eran cosas con las que no había esperado encontrarse. Como todas las cosas temidas, éstas se presentaban sin aviso y de golpe.

– Siga, viejo -escuchó de bocas a las que ya no miraba.

Entonces el maestro siguió hablando durante un buen rato y Jacobo siguió en aquel sitio inútil, detrás de su padre, sin moverse. ¿Por qué no podía irse? ¿Por qué no podía dar media vuelta y escupir unas cuantas palabras? ¿Por qué se estaba quedando, si tampoco quería?

Se vio caminando con su padre en dirección a la buhardilla, después de haber atravesado la puerta del Ciaboga y la cara de Fermín que les estaría mirando hasta que desaparecieran de la Ensenada. Se vio subiendo las escaleras, acostando a su padre. Y mientras durase todo aquello, ¿qué se dirían?, ¿qué podría decirle? Aquel camino con un padre que no se daba cuenta de su vergüenza, con un padre que había despreciado su vergüenza y había hecho todo lo posible para que la sintiera.

Todavía seguía allí, inmóvil detrás del viejo que no dejaba de hablar, escondiendo su mirada de las otras caras, cuando Christine apareció en su imaginación. Él le estaba diciendo:

– Quiero que vengas a donde yo quiera.

10

Quiero que vengas adonde yo quiera -le soltó a Christine antes de que tuviera tiempo de dejar los libros en el pupitre.

– ¿Ahora mismo? -contestó ella sin impresionarse.

¿Ahora mismo? Eso no lo había pensado. No se había imaginado que pudiera ser ahora mismo, por la sencilla razón de que no había esperado que Christine respondiese de esa forma.

– Sí -contestó bastante más confundido que ella.

Salieron del aula, dieron la vuelta al corredor del patio y se encontraron en Rualasal a las nueve de la mañana, con toda la ciudad y el tiempo por delante. Al llegar a la esquina, Jacobo se paró. No había querido decir «ahora mismo», ni había querido decir un sitio concreto. «Adonde yo quiera» no era un sitio, por lo menos no era un sitio de la ciudad, un sitio planeado. Entonces se dio cuenta de que ese lugar era un lugar donde hasta entonces sólo había estado él y adonde, a lo peor, no sabía llevar a otra persona.

– ¿Por qué nos paramos? -preguntó ella.

Christine llevaba un jersey peludo y morado de cuello alto, con unas perlitas raras y un anorak blanco, de una clase que Jacobo no había visto nunca. El resultado, sumando aquella cara que tenía delante, era maravilloso y desconocido para el del pelo cortado a tazón.

– Vamos a la bahía -contestó con una rudeza comparable a su desconcierto.

– ¿Con los libros?

– Sé dónde dejar los libros -volvió a contestar, tratando de sentirse como un patrón de pesca en mitad de un naufragio, aterrado y enaltecido a la vez en virtud de los acontecimientos, o sea, del naufragio.

Cuando llegaron al muelle, Jacobo se encargó de que les guardaran los libros en la taquilla donde sacaron los billetes de las lanchas.

– ¿Seguro que irás donde yo quiera? -preguntó después.

– Me lo preguntas tanto que me parece que no sabes dónde ir. Así que no me quedará más remedio que seguirte -dijo Christine interpretando un suspiro de resignación y en medio de una sonrisa que Jacobo empezaba a sentir como fatídica por la forma en que se le contraía la parte izquierda del pecho.

De repente, tuvo unas ganas poderosas de decirle algo importante, pero no supo qué. Por lo tanto, se quedó mirando al mar, con el papel azul de los billetes en la mano y tratando, como todos los marineros, de adivinar en el horizonte algo que, en realidad, siempre estaba detrás.

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