Alejandro Gándara - Nunca Sere Como Te Quiero

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Santander. Barrio pesquero y ciudad vieja. Dos mundos separados. De uno a otro pasa Jacobo. Hijo de un maestro reconvertido en marinero, estudia COU en el otro lado. Del Barrio forman parte su padre, que ahoga su desamparo en el alcohol, un par de amigos que vagabundean por el puerto, y Roncal, sustituto del padre. De la mano de Roncal llega Jacobo al instituto, un mundo extraño y amenazador… Pero el instituto es también un nuevo comienzo: la palabra estimulante de don Máximo, los ojos aguamarina de Christine…Nunca seré como te quiero narra la doble mirada con que un adolescente se sitúa en el mundo: la descomposición moral y física de un padre; la extrañeza ante el amor.

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– Nací en Arles, en Francia, pero viví en Mallorca hasta hace dos años. ¿Qué es una morguera?

– En los restaurantes de turistas las llaman navajas.

– Me alegra saber que me las he comido sin saber lo que eran -contestó Christine mirando el cogote indiferente.

Jacobo echó sal del saquito de Nano en uno de los agujeros. Una especie de gusano asomó por la desembocadura y el muchacho lo agarró con la yema de los dedos, tiró de él y lo sacó con la vaina.

– Ahora te la tienes que comer viva -dijo Jacobo.

Christine pegó un chillido y retrocedió con un gesto de repugnancia.

– ¿No querías pescar?

Jacobo se metió el animal en la boca y tiró la vaina con un orgullo directamente proporcional al gesto de Christine.

– Está bien -dijo ella, haciendo un esfuerzo extraño por recomponerse y enseñar lo que podría ser una sonrisa-. Pero antes de que te la tragues yo te voy a besar en la boca.

Jacobo dejó de mover el paladar. Se quedó esperando como si le hubiesen dado la noticia de su muerte y mereciese explicaciones añadidas. Christine se acercó y apretó sus labios donde había dicho. Jacobo se había tragado el animal mucho antes.

Al acercarse, pisó sus pies dentro del barro y el muchacho sintió, además del beso, un baile que juntaba los dedos, que los movía, que los rozaba, que los engarzaba como piezas dependientes, en medio de la suciedad y en medio de una descomposición libre, tan libre como los animales que sobrevivían en el lodo de los bajíos.

– Te amo -dijo ella-. Pero no sé por qué dejaste el barco.

– Porque me mareaba -contestó él.

Pero, en realidad, no tenía idea de lo que había contestado. Su única idea, si es que eso era una idea, consistía en seguir bailando con sus pies desnudos entre los de Christine y enterrados en la arena negra del bajío.

11

En la tarde del día en que se fueron de clase para ir a Somo, Jacobo fue a ver a Fidel al chamizo de la Plaza del Muergo. Se había despedido de Christine a la hora de comer. Ella le había contado entonces que su madre tenía la costumbre de encerrarla en casa en cuanto se saltaba la mínima de sus reglas, reglas que para Christine tenían un propósito: el de que su madre pudiera demostrar su odio a través de ellas. No odio hacia ella, en especial, odio también a su padre y al mundo, por lo que todos ellos le habían hecho, aunque nadie supiese muy bien qué era. Por lo menos, Christine no lo sabía. Lo único que sabía es que sus padres se conocieron en París, mientras su madre pasaba un pequeño exilio familiar a cuenta de unos amores de juventud con un oficial de marina (esto se lo había contado su padre), y el padre en cuestión trabajaba como director de cuentas en una agencia de publicidad. Siendo ella todavía muy pequeña, las cosas empezaron a invertirse. El padre decidió cambiar de vida y dedicarse a pintar cuadros, y para ello le pareció que sería conveniente cambiar también de hábitos, de residencia y de país. Se fueron a vivir a Mallorca, cuna, se supone, de cierta inspiración tradicionalmente excéntrica. Allí, su madre comenzó a echar de menos, presumiblemente, al director de cuentas que había sido su marido, la vida social anterior y los orígenes santanderinos convencionales. Christine no sabía qué era lo primero que su madre había dejado de querer, si a su marido o al tipo de vida que llevaban. El caso es que la señorita romántica y sentimentalmente aventurera acabó convirtiéndose en un ama de llaves británica, y el ejecutivo parisino en un señor que iba por la vida con espardeñas y las manos manchadas de colores acrílicos. Hacía dos años y pico que su madre decidió regresar sola a Santander, vivir de algunas rentas familiares y defender a su hija de los percances congénitos. «Tú no serás nunca como tu padre», solía decirle cuando le imponía un castigo. Y «tú eres igual que tu padre», solía decirle en los momentos en que no había ni culpa ni castigo, sólo conversación.

La hora de comer formaba parte de aquellas reglas y Jacobo tuvo que hacerse a la idea de perder a Christine en mitad el día.

Por otro lado, Jacobo se había sentido inquieto mientras Christine le contaba esa historia. Quizá olfateó una especie de peligro, una amenaza desconocida y proveniente del mundo también desconocido de Christine. O quizá era todo más confuso, quizá le había obligado a él a pensar, tenebrosamente, sin intención, en sus propios padres, en aquella madre desconocida que huyó y en aquel padre, igual de desconocido, que se quedó para huir. ¿Los padres pertenecen a esa clase de gente que siempre acaba huyendo y que tiene hijos para que les vean irse?

Eulalia le abrió la puerta del chamizo. Era una mujer oscura, pequeña y arrugada, algo así como un guisante pasado con toquilla. Sólo abría la boca para hablar de Cóbreces, el pueblo en que nació, y para decir que la comida estaba hecha. La comida era su única y total ocupación. Cualquiera que quisiese comer a muy módico precio podía pasarse por la olla de doña Eulalia a cualquier hora del día. Las prostitutas, los marineros en paro y transeúntes, los muchachos de la calle, siempre encontraban un sitio en el chamizo. Eulalia decía que Fidel era su nieto y seguramente eso tenía que ver con que el accidente que le quemó la cara pasó en casa de la vieja, cuando Fidel era un crío de nueve años. Un cazo de agua hirviendo, no se supo cómo, ni el muchacho se acordaba, ni la vieja hablaba de ello. Era su nieto y de ahí no pasaba.

La casa de la Plaza del Muergo, en la dársena de Maliaño, al final del barrio, no era en realidad una casa. Eran cuatro paredes de yeso y un tejado de zinc, igual que cualquiera de los cobertizos donde los rederos guardaban los materiales. Tenía una puerta con dos paños, un ventanuco y un tubo de vinilo que hacía de chimenea. Dentro, en un solo espacio, había una cocina de butano, un par de camastros y una mesa larga, para ocho o diez personas, con hule de cuadros.

Fidel estaba en uno de los camastros, cerca de la puerta. La Eulalia se fue como siempre a su fogón y se quedó de espaldas, junto al ventanuco.

– Hola, Jaco -dijo el de la cara quemada, echado sobre el camastro que estaba más cerca de la puerta, mientras intentaba meterse una aguja de hacer punto por la escayola que llegaba hasta el muslo-. Esto pica. Pero me da igual, porque yo sé dónde va a acabar metida esta aguja. Lo hizo adrede, tiró a tope de la palanca adrede, para hacer gracia. Pronto nos veremos y él se llevará esta aguja metida en un sitio que también pica. Te lo juro.

– ¿Todavía no puedes apoyarla? -preguntó Jacobo sentándose en el borde.

– Hasta la semana que viene no me ponen el tacón. ¿Cómo te has enterado?

– Por Nano. Pero todo el mundo lo sabe -contestó Jacobo procurando evitar que saliera a relucir su encuentro con Nano y, en consecuencia, Christine.

Fidel había conseguido meter la mitad de la aguja dentro de la escayola.

– Hostia -dijo, de pronto-. Me la he clavado.

Pero no la sacó. Tiró un poco de la aguja y Jacobo se fijó en cómo, con el gesto de dolor, en la parte quemada de la cara aparecían arrugas en forma de tela de araña. Luego, Fidel empezó a rascarse y la satisfacción hizo que la piel se estirase hasta deshacer la tela de araña y dejar sólo el grumo oscuro de la carne achicharrada.

– ¿Queréis sopa? -dijo Eulalia por detrás de Jacobo.

Contestaron que no.

– ¿Por qué no te has quedado en tu casa? -dijo Jacobo, mirando la aguja que subía y bajaba.

– Bastante tiene la vieja con los tres críos. Ayer me hizo una visita y con eso está bien. Qué más da.

La aguja se paró.

– ¿Sabes una cosa? -dijo Fidel clavando la vista en Jacobo-. Me da vergüenza. Es raro, ¿verdad? Tengo vergüenza de ir a mi casa. Tengo vergüenza de que me vean por la calle.

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