Alejandro Gándara - Nunca Sere Como Te Quiero

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Santander. Barrio pesquero y ciudad vieja. Dos mundos separados. De uno a otro pasa Jacobo. Hijo de un maestro reconvertido en marinero, estudia COU en el otro lado. Del Barrio forman parte su padre, que ahoga su desamparo en el alcohol, un par de amigos que vagabundean por el puerto, y Roncal, sustituto del padre. De la mano de Roncal llega Jacobo al instituto, un mundo extraño y amenazador… Pero el instituto es también un nuevo comienzo: la palabra estimulante de don Máximo, los ojos aguamarina de Christine…Nunca seré como te quiero narra la doble mirada con que un adolescente se sitúa en el mundo: la descomposición moral y física de un padre; la extrañeza ante el amor.

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– No vuelvas a decirme que te deje en paz, porque será para siempre.

Entonces Jacobo fue caminando hasta los ojos aguamarina y, nada más llegar, se acurrucó y empezó a llorar. Christine ignoraba que Jacobo no podía recordar cuándo lloró por última vez, pero, de todas maneras, cogió su cabeza y la apretó contra el pecho, quizá pensando que así él dejaría de temblar y que todas sus lágrimas se quedarían entre ellos, y que la Boca del Diablo no se tragaría ninguna.

14

Cuando Jacobo llegaba a casa por el día, su padre no estaba. Y cuando llegaba por la noche, el maestro ya se había dormido en la cueva apestada por el tufo ardiente del alcohol. El muchacho, después del suceso con los caralavadas en el restaurante de Fermín, había dejado de buscarle cuando no le veía. También había desistido de obligarle a comer y de encontrarle. Aun así, todas las noches preparaba la comida del día siguiente y compraba lo necesario para que se pudiera seguir viviendo en aquella casa. Las veinticinco mil pesetas que prestó Roncal se fueron evaporando con una cierta rapidez. Jacobo, también después del asunto de los caralavadas, dejó de administrar el dinero y simplemente se limitó a ponerlo a disposición de su padre y de sí mismo en un cajón de la mesa de la cocina. Si de todas formas iba a beber, que lo hiciera con su propio dinero. Osea, con el que Roncal les había prestado.

Se sentía mal pensando en su padre y pensando en que él no hacía todo lo posible. Pero no podía hacerlo, y ni siquiera sabía cuándo había dejado de poder hacerlo. Eso no evitaba, ni mucho menos, que se sintiera mal.

El domingo por la tarde, Jacobo se había citado con Christine en las taquillas del puerto. Christine no apareció. Por la cabeza de Jacobo pasaron fantasmas conocidos y desconocidos. Los conocidos tenían que ver con lo que él había hecho, con las palabras furiosas que le dijo a Christine el último día, con las lágrimas sin explicación que dejó escapar en el acantilado, con los libros no comprados, con la imposibilidad de hablarle sinceramente de su vida, con la negativa a pensar que no podía ser marinero. Tal vez ella había visto la especie de su debilidad y le abandonaba. Le abandonaba con razón, con justicia y, lo peor de todo, completamente de acuerdo con el criterio del propio Jacobo. Los fantasmas desconocidos, con menos perfiles que los otros aun siendo también fantasmas, surgían de la amenazadora vigilancia de aquella madre y de lo que hubiera podido pasar tras la última escapada. Jacobo trató de recordar si el día de la Boca del Diablo habían tenido Química y, por tanto, si habían sido descubiertos por el Alcatraz. Pero no recordaba exactamente, aunque, para ser exactos, todo le parecía posible. Que hubieran tenido Química y que no. Que hubieran tenido Química y el Alcatraz los hubiera descubierto. Que no la hubieran tenido y, de todas formas, les hubiera descubierto. Que les hubiera descubierto con Química o sin Química. Que estuviesen descubiertos desde mucho tiempo antes.

Eso no era todo. Estaba también la simple presencia de la amenaza. Christine la había pronunciado y Jacobo supo, desde ese momento, que su propio miedo había empezado a hacer el viaje con ellos. Del mismo modo en que la historia de los padres de Christine le decía algo a él mismo, a él solo, la amenaza y el peligro que salieron de los labios de Christine también le habían hablado a él solo.

Se quedó paseando casi dos horas por el muelle, mirando siempre atrás, no yéndose nunca demasiado lejos del lugar en el que habían quedado. Cuando empezó a oscurecer, entró en los jardines del Paseo y estuvo mirando desde la puentecilla los cisnes que gravitaban sobre el agua oscura, silenciosa y condensada, del estanque con adelfas. Nunca le habían gustado los cisnes. Pero, ahora, al verlos tan majestuosamente posados sobre una superficie de agua, indiferentes a la noche y a las miradas de los curiosos, en el tiempo cerrado del estanque, le pareció que esos animales sabían dónde estaban y que el sitio donde estaban era suyo.

Ya con la noche cerrada, regresó al muelle y se encontró con la niebla que encerraba la luz de los faroles y con la bahía negra marcada por los litorales luminosos. Cruzó por su mente la imagen de un teléfono y de una llamada a Christine. El problema es que no tenía su número y nunca se le ocurrió pedírselo. Pero quizá, y de todas formas, no la hubiera llamado. Si quería, podía encontrar ese número. Pero no se trataba del número, sino de los fantasmas. Y pensó en los números, uno detrás de otro, huyendo del muelle, en la oscuridad, lo mismo que harían los fantasmas. ¿Por qué ella no estaba allí? Jacobo no sabía lo suficiente como para imaginarse haciendo algo. O quizá sabía demasiado como para hacerlo.

Después, empezó a regresar costosamente hacia el barrio, abandonando el sitio de la cita a la que Christine no había acudido. Tuvo la impresión de que se dejaba algo en aquel sitio, porque tal vez parece que se pierden cosas cuando las cosas no suceden.

No quería ir a la buhardilla, pero al final acabó subiendo las escaleras de la casa con la sensación de que el resto de los caminos, hacia la Plaza del Muergo, hacia las dársenas, hacia el Ciaboga, fueran caminos con una puerta cerrada con llave.

Cuando llegó al rellano de la buhardilla miró al cielo que se veía por la claraboya. La luz de la escalera se apagó y apareció un firmamento negro en el que, a fuerza de ser mirado, surgían estrellas pálidas como si estuvieran hundidas en el océano del universo. Los ojos de Jacobo se quedaron un rato navegando por allí, a oscuras y retrasando el momento de abrir la puerta.

Aquel mismo cielo estaba sobre Christine. Surcándolo, se llegaba hasta la Plaza del Pombo, hasta la casa y hasta los ojos aguamarina, y el marinero podía recogerla para llevarla en su travesía a un país sin puertos y sin mapas que los señalaran. Todo sería travesía.

Jacobo se había sentado en el último peldaño de la escalera, y mientras iba camino de la Plaza del Pombo a capturar los ojos aguamarina y llevárselos, escuchó el primer runrún de una conversación en la buhardilla.

Enseguida notó que había una voz fuerte, cortante, que decía frases que restallaban y cuyas palabras podían distinguirse sin demasiado esfuerzo. También había otra voz, otra voz que seguía a la primera y que, en comparación con ella, era como el sonido del agua revuelta después de que hubiera pasado la hélice retumbadora de un buque.

– No voy a dártelo a ti -dijo la voz fuerte.

Jacobo aguzó los sentidos y dejó de mirar el cielo de la claraboya. Escuchó el runrún del que contestaba, pero ahí no pudo distinguir las palabras.

– Lo que no se puede hacer por uno, no se puede hacer por otro. Si no, te diría que lo hicieras por él.

El runrún contestó de forma entrecortada. A pesar de no entenderlas, Jacobo tuvo la impresión de que las frases quedaban sin terminar. Era como si el sonido de agua revuelta se fuera apaciguando y un segundo más tarde volviera a surgir. Aquella articulación mortecina le resultaba muy familiar. Y el hecho de que le resultara incomprensible la hacía aún más familiar.

– No, no haces todo lo que puedes. Te conformas con lo que te pasa, que no es lo mismo. Si, por lo menos, pudieras decir qué te pasa…

Entonces llegó un runrún muy largo, casi homogéneo, en el que Jacobo tuvo tiempo de mirar los listones arqueados del rellano teñidos de la blancura azulada del cielo de la claraboya, mirar sus grietas, sus clavos oxidados, las juntas deshechas donde crecían los hongos de la humedad como grumos pastosos, y en el que Jacobo también tuvo tiempo de oler, de oler como si no fuera suyo y pudiese olerlo desde fuera, como una primera vez, el aire de aquella casa y darse cuenta de que no podía decidir qué clase de olor era, de dónde venía o de qué estaba hecho, porque quizá no era del todo un olor, quizá fuera la forma en que habían vivido, la forma que tenía su mundo, esas formas disueltas en el aire como si hubieran explotado y no hubiesen podido salir de entre aquellas paredes.

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