Alejandro Gándara - Nunca Sere Como Te Quiero

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Santander. Barrio pesquero y ciudad vieja. Dos mundos separados. De uno a otro pasa Jacobo. Hijo de un maestro reconvertido en marinero, estudia COU en el otro lado. Del Barrio forman parte su padre, que ahoga su desamparo en el alcohol, un par de amigos que vagabundean por el puerto, y Roncal, sustituto del padre. De la mano de Roncal llega Jacobo al instituto, un mundo extraño y amenazador… Pero el instituto es también un nuevo comienzo: la palabra estimulante de don Máximo, los ojos aguamarina de Christine…Nunca seré como te quiero narra la doble mirada con que un adolescente se sitúa en el mundo: la descomposición moral y física de un padre; la extrañeza ante el amor.

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– Mi tía descubrió la escapada del viernes. Y también sabía la del día de Somo. Fue a casa el sábado y se lo contó a mi madre. No sé qué le contó, pero mi madre se volvió loca. Nunca la he visto tan loca. Me tiraba del pelo y me gritaba. Dijo que yo era una arrastrada, que me gustaba la basura, cosas increíbles. Cuando parecía que ya se había calmado, volvía a tirarme del pelo y a gritarme. No sé qué le contó esa cerda.

Christine le estaba hablando en susurros, apoyada sobre el pupitre, muy cerca de su cara y quizá presintiendo que ellos dos eran el centro de las miradas en el aula. Jacobo, a pesar de que los ojos aguamarina estaban casi encima de los suyos, empezó a ver cómo se alejaban. Fue una sensación real: escuchaba a Christine aquí al lado y, sin embargo, la veía al otro extremo de un calle larga.

– No podemos vernos -dijo Christine aquí al lado y estando a cientos de metros.

– ¿No podemos vernos? -contestó Jacobo como si no creyera que pudiera hablarse de algo tan evidente, tan evidente como que Christine, a cada palabra, retrocedía un poco más en la calle larga.

– En los recreos tengo que ir a casa. Y me ha dicho que cuando le apetezca, ella vendrá a buscarme a la salida. Está loca, de verdad.

– ¿Tienes miedo? -preguntó Jacobo un poco atontado, tratando de concentrarse en algo real.

– Tengo miedo de que nos vea juntos.

Ella le estaba mirando muy adentro de aquellos ojos un poco achinados, oscuros, con una mirada de agua que Jacobo no podía distinguir a tanta distancia como a la que ella se estaba yendo.

– Te acompañaré cuando te vayas en el recreo, iré contigo a la salida -dijo Jacobo como si estuviera recitando cosas leídas.

– No puedes… Por favor, Jacobo, escúchame.

– Te llamaré por teléfono. Hay una cabina justo enfrente de tu casa. Si tú te asomas a la ventana, podremos vernos mientras hablamos.

– Jacobo, escúchame. No puedes llamarme a casa, ¿no te das cuenta? ¿Qué te pasa, Jacobo?

Christine estaba llorando y ese llanto sonaba como los susurros con los que le hablaba. Incluso a la distancia a la que Jacobo la veía yéndose, esas lágrimas podían distinguirse.

– Yo te quiero. Te quiero con toda mi alma, aunque ahora no sepa qué hacer -murmuró ella.

– Llama a tu padre. Puedes llamar a tu padre. Puedes hacer algo -hasta esas palabras sonaban a despedida.

Ahora Christine sí se retiró físicamente del cuerpo de Jacobo.

– Mi padre es un pobre hombre -dijo la muchacha haciendo un esfuerzo para que no se escaparan todas las emociones al tiempo-. No puede enfrentarse a nada, y menos, a mi madre. No ha pintado un solo cuadro en todos estos años en Mallorca. Es sólo un tipo que se ha ido cayendo. Muchas veces me pregunto si sabe que soy hija suya. Ya sé que no te lo he contado antes, pero eso ahora no tiene importancia.

– Tú no me quieres -lo soltó sin pensarlo, sin saber por qué aquel padre falso de Christine le había obligado a decirlo-. Si no puedes hacer algo, no puedes quererme. Y si no puedes quererme, no me quieres.

Christine se retiró un poco más. Estaba ya de pie, aunque seguía pegada al pupitre. La luz de sus ojos lanzaba solamente rayos lejanos y débiles. Jacobo pensó que la pequeña mentira de Christine no era nada en comparación con las suyas y que, por alguna razón, ahora eso le resultaba insoportable. Ahora que se estaban separando, venían a su imaginación todas las cosas no dichas. Demasiadas cosas. Quiso sacudírselas de encima con aquel «no me quieres» y seguramente, al mismo tiempo, quiso pedirle ayuda diciéndole que hiciese algo.

– No hables de amor únicamente porque no eres capaz de hacer el esfuerzo de entenderme.

– Tú no me quieres.

Don Máximo acababa de entrar por la puerta. Christine se fue a su sitio retrocediendo, sin perder los ojos de Jacobo, que se habían estirado y empequeñecido. Jacobo se quedó con sus propias palabras resonando en el interior, resonando como latidos. Él le había dicho a Christine que su padre era marinero, que su madre había muerto. No eran mentiras, eran algo peor. Diciendo eso evitaba tener que contar lo único que valía la pena contar. Era un gran engaño, porque encerraba para siempre la verdad en el cuarto más escondido de la conciencia. Gracias a esa historia, la tragedia de su padre, toda su infancia, el abandono de su madre, por el que nunca preguntó, del que nunca le hablaron, ya no podían convertirse en preguntas de nadie, en preguntas de Christine. Pero ahora le gustaría correr y decírselo todo, precisamente ahora que se iba.

De pronto, vio la mirada de don Máximo moviéndose alternativamente de su sitio al de Christine.

– Y a vosotros, ¿qué os ha pasado? -preguntó.

Ninguno de los interrogados llegó a contestar. Alguien de las primeras filas lo hizo por ellos.

– La tutora les ha cambiado.

Don Máximo movió sus papeles y sus libros sobre la mesa como si el asunto ya hubiera quedado resuelto. Pero, de pronto, levantó la cabeza y dijo:

– Hay gente que toma decisiones para no tener que pensar. La filosofía de nuestro tiempo debería empezar con ese tema.

Jacobo ya no estaba allí. Seguía sentado en el pupitre, pero lo que sucedía alrededor, sucedía en otro país. En cuanto a su propio país, era un mapa circular, con caminos circulares, y un sólo viajero recorriéndolo continuamente y terminando su viaje en el mismo punto en que lo había comenzado: tenía que contarle a Christine la verdad, tenía que decirle todo lo que pasaba, antes de que se fuera.

A las once, cuando sonó el recreo, Jacobo se levantó junto a los demás, pero no se movió del pupitre. Cuando salieron todos, vio a Christine sola cerca de la puerta, esperando. Estuvieron de pie, mirándose, durante un minuto. De repente, a Jacobo le resultaba muy difícil acercarse a ella y contarle todo lo que había pensado. Le había parecido que la verdad saldría como de una catapulta, pero, de pronto, y llegado el momento, la verdad se quedaba agarrada allí dentro, con uñas que se le clavaban, como un animal interior que no puede respirar el aire de afuera.

– Tengo que irme. Te quiero.

Y Christine desapareció por la puerta acristalada.

Jacobo se quedó detenido, sintiendo que todo el cuerpo se escurría hacia el sitio de los pies y dejaba una mancha líquida en el suelo. Tuvo que recuperar la solidez que mantenía el cuerpo en sus límites, para poder cruzar él también la puerta, bajar las escaleras de mármol y aparecer en la calle.

Fue caminando hasta las taquillas del muelle, sin esperanza de encontrar a Christine, pero con la seguridad de que allí quedaría algo de su presencia. Mientras hacía ese recorrido, podía pensar que iba a alguna parte, que iba todavía a alguna parte con ella. Luego, se sentó en el noray de los bocadillos, mirando el agua brillante de la bahía en un día de sol frío y despejado como una hoja de metal.

Una lancha sin pasajeros atracó junto a la rampa. Con los motores ya parados, el barco se quedó oscilando en el agua y sujeto por el cabo de la proa. Había una pareja de viejos que lo observaba desde la barandilla de la antigua casa del práctico, con una mirada quieta. Las gaviotas chillaban cerca del puntal y el chillido sonaba como en un lugar desierto. La mar estaba callada y Jacobo pensó en un lecho de agua que se había ido tragando cosas. Nunca hasta ese momento había pensando en el mar como una tumba de restos descansando en el fondo. También el noray era como un resto de otra cosa que descansaba, naufragada y astillada, en su conciencia.

Necesitó moverse. Sintió que si se quedaba allí, todas las cosas quietas se lo tragarían. Los ojos de los viejos, la lancha, el chillido desértico de las gaviotas, el noray, el fondo de restos inmóviles de la mar.

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