Alejandro Gándara - Nunca Sere Como Te Quiero

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Santander. Barrio pesquero y ciudad vieja. Dos mundos separados. De uno a otro pasa Jacobo. Hijo de un maestro reconvertido en marinero, estudia COU en el otro lado. Del Barrio forman parte su padre, que ahoga su desamparo en el alcohol, un par de amigos que vagabundean por el puerto, y Roncal, sustituto del padre. De la mano de Roncal llega Jacobo al instituto, un mundo extraño y amenazador… Pero el instituto es también un nuevo comienzo: la palabra estimulante de don Máximo, los ojos aguamarina de Christine…Nunca seré como te quiero narra la doble mirada con que un adolescente se sitúa en el mundo: la descomposición moral y física de un padre; la extrañeza ante el amor.

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El muchacho del pelo cortado a tazón y los ojos un poco achinados estuvo a punto de sacar la servilleta y decirle, señalándola: «Aquí». Pero no fue capaz de hacerlo.

Fitu le llevó la taza de café, se la puso delante y repitió la pregunta:

– ¿Dónde está tu padre?

Entonces Jacobo ya no pensó en la servilleta, se quedó pensando en la pregunta, y en si eso podía saberse.

Miró en la taza de café. Luego, al levantar la vista, se encontró a Fitu con las dos manos apoyadas en la barra, esperando la contestación. Jacobo no dijo nada. El hombre de los bigotes tampoco volvió a hablar. Quizá había hablado ya demasiado para lo que correspondía a su carácter. Aunque no se movió y siguió esperando hasta que Jacobo se dio la vuelta y salió otra vez a Marqués de la Hermida sin haber probado el café.

Atravesó la calle, la vía, y pasó por delante de la oficina de estibadores. Había un grupo en la puerta, bajo la luz de un farol. Después, cruzó la Raya, con el campo de desguace a la derecha, y se metió en la Ensenada con el día clareando. Pensó en Roncal. Había estado pensando en Roncal desde que encontró la servilleta de su padre. Pero Roncal se había marchado sin que él le cogiese el dinero.

Continuó hasta la Plaza del Muergo, empujó los paños de la puerta y vio a Nano y a Fidel durmiendo en la misma cama. La vieja estaba en la cocina, iluminada por una bombilla desnuda, con un puchero del que salía humo y olor a café. Había una mujer durmiendo en una silla, con la pintura de la cara corrida y un vestido rojo, enroscada como una serpiente.

– ¿Quieres café? -le preguntó la vieja, volviendo un poco la cabeza.

– No.

Fidel y Nano se removieron en la cama. El de la cara quemada abrió los ojos y preguntó:

– ¿Qué haces tú aquí?

Jacobo se sentó en el borde de la cama y se quedó mirando el cuerpo pequeño de Nano.

– ¿Qué llevas en esa caja?

Jacobo dejó la caja en el suelo y el otro pareció olvidar la pregunta mientras se frotaba los ojos.

– A éste le sacudieron ayer en los bajíos por trescientas pesetas de berberechos -dijo Fidel siguiendo la mirada de Jacobo.

Nano abrió también los ojos.

– ¿Te pegaron ayer? -le preguntó Jacobo.

– Sólo me estuvieron empujando tres gordas. Pero las manos como hachas. No sé, nunca les había importado. Me jode porque el saquito de berberechos me costó medio día.

– No queda nada. No queda nada en ninguna parte. Hay que irse -dijo Fidel, incorporándose en la cama y retorciendo como un sarmiento la carne quemada del rostro.

Jacobo estaba siguiendo los retorcimientos del cuello y de la cara, que eran como sogas, como sogas que ataban a Fidel a la cama.

– ¿Irse? ¿Irse adonde? -a Nano, en cambio, el asunto le había despertado del todo.

– A otro mar. A otro sitio. A Alaska, a Noruega.

– Una vez leí en un libro un sitio que se llamaba Nantucket, o algo parecido, que seguramente es igual que ésos -dijo Nano, entre la confusión y un principio de entusiasmo.

Jacobo desvió la vista hacia la mujer del vestido rojo que dormía enroscada en la silla, que ni se movía ni respiraba. Si estuviera muerta, ya se habría caído.

– ¿Qué dices, Jaco? Podríamos irnos. Venga, di por lo menos que te gustaría -dijo Fidel.

– Yo no me he ido -contestó Jacobo sin dejar de mirar a la mujer enroscada.

Los otros se quedaron mirándole, él los sintió, pero sintió más el papel de la servilleta que había agarrado mientras miraba a la mujer y mientras respondía.

– Ya sabemos que no te has ido -dijo Nano, sin entender y volviéndose a Fidel después de hablar.

– Claro que no te has ido -intervino el de la cara quemada, escudriñando con sus ojos saltones-. ¿Es por la promesa? ¿Es eso lo que has querido decir?

– ¿La promesa? -ahora Jacobo sí miró al que le había hablado, como si hubiera sentido algo tan real como un pellizco o un pisotón.

– Un día dijiste que estabas en el Instituto por una promesa. ¿No te acuerdas?

– No. Una promesa es a alguien… -murmuró tratando de ser lógico.

– Claro. Una promesa es a alguien. Pero eso no lo dijiste -contestó Fidel, que seguía escudriñando.

– No recuerdo a alguien -dijo Jacobo, volviendo la vista a la mujer enroscada, dormida y muerta.

Nano y Fidel se quedaron en silencio y movieron los ojos en la dirección de los de Jacobo.

– Aquí pasa algo -dijo Fidel a Nano-. A éste me parece que tendremos que llevárnoslo. No está rigiendo muy bien. ¿Qué hay en Nantucket?

– No lo sé -dijo el pequeñito-. Suena a ballenas. Me suena a que hay ballenas.

– Eso que has leído es de otro siglo, por lo menos.

Jacobo se levantó y dijo:

– Tengo que irme.

Los otros hablaron a la vez, pero él ya estaba en la puerta y no les escuchaba.

Volvió a la Ensenada y se acercó al Ciaboga. Estaba cerrado. Se le había ocurrido de repente que Fermín podía leer la servilleta y entenderla. Había unos cuantos chavales jugando en el contenedor de basura. Un redero había extendido una red en el campo de cemento. Pensó en Roncal. Pero no había cogido el dinero de Roncal. Roncal era el único que podía leer y entender. Aunque quizá ahora no pudiera, porque él no había cogido su dinero. Fermín, quizá, sólo se hubiera echado a reír imitando a un vikingo o le habría puesto un plato de sardinas. Aunque era de los pocos, con Roncal, con los del Gran Sol, que conocía su secreto. ¿Era ya un secreto?

Empezó a caminar hacia la Raya. Por esa parte, el cielo estaba ya brillante, y el borde blanco de las nubes de agua iba aterrizando sobre los tejados. El cielo podía ser brillante y espeso. Habría podido verlo mejor en la amplitud de la bahía. Pero no caminó hacia la bahía. Llegó de nuevo a Marqués de la Hermida, y luego a la Plaza de las Estaciones, y luego al Pasaje de Peña. No pensaba en el Instituto. Tampoco iba hacia el Instituto.

Se detuvo en un escaparate. Estaba en el rincón que hacía la entrada del Pasaje de Peña con la manzana de casas. Detrás del cristal había maletas, bolsas de viaje, baúles, mochilas, apilados como si los estuvieran trasportando en una carreta de la Estación, o ya en el vagón de un tren o en la panza de un barco. Entonces, si es que no habían estado antes allí, cruzaron por su cabeza varias ideas. Cruzaron cada una con su dirección, como vehículos a una velocidad que hacía difícil distinguirlos. Ideas que eran una mezcla de preguntas, de imágenes, con palabras y sin ellas. ¿Qué maleta se había llevado su padre? No recordaba ninguna maleta en la buhardilla. Puede que se hubiera llevado el saco del barco. Vio a su padre cargando con el saco por un andén largo. Pero Jacobo pensó que debería haberse llevado una maleta, porque son más duras y menos sucias que el saco verde de los barcos. También vio a Nano y a Fidel yéndose, y hablando entre ellos con bolsas en las manos. Pero no los vio en un andén, sino en Marqués de la Hermida, llegando al fondo de la calle y cogiendo la carretera de Parayas, donde estaba el toro que había tirado a Fidel. Llevaban bolsas, porque era imposible que aquellos dos, que nunca habían salido de Santander, tuviesen maletas, porque las maletas son caras y se tienen cuando se usan.

Entró en la tienda. Había dos mujeres hablando fuera del mostrador y mirando a una tercera que estaba dentro subida en un escalera muy alta. La puerta estaba abierta y no escucharon por tanto su ruido al abrirse, ni tampoco los pasos del que entraba. Se quedó en el extremo más cercano del mostrador. Creyó que había entrado a preguntar los precios o a preguntar clases de maleta. La mujer de lo alto de la escalera decía cosas y señalaba con una mano. Las otras la miraban, contestaban y hablaban entre ellas. Seguían sin darse cuenta de que había una persona más. Fuera del mostrador, apoyado contra la pared, había un juego de maletas de cuadros marrones y esquinas reforzadas con metal negro. A Jacobo le parecieron las maletas más duras que había visto. Se acercó a la pila que formaban, con la más grande en el suelo, y tocó la de arriba. El cartón le pareció muy duro, y además le pareció que el cartón guardaba la forma mejor que ningún otro material. Tenía el asa negra, de metal como las esquinas. La agarró, tiró de la maleta y la vio caer a su costado. Entonces salió de la tienda, viéndose a sí mismo con la maleta atravesando la oscuridad del Pasaje de Peña.

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