Alejandro Gándara - Nunca Sere Como Te Quiero

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Santander. Barrio pesquero y ciudad vieja. Dos mundos separados. De uno a otro pasa Jacobo. Hijo de un maestro reconvertido en marinero, estudia COU en el otro lado. Del Barrio forman parte su padre, que ahoga su desamparo en el alcohol, un par de amigos que vagabundean por el puerto, y Roncal, sustituto del padre. De la mano de Roncal llega Jacobo al instituto, un mundo extraño y amenazador… Pero el instituto es también un nuevo comienzo: la palabra estimulante de don Máximo, los ojos aguamarina de Christine…Nunca seré como te quiero narra la doble mirada con que un adolescente se sitúa en el mundo: la descomposición moral y física de un padre; la extrañeza ante el amor.

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AI cruzar la Plaza de las Estaciones tuvo la sensación de que ya estaba muy cerca de llenar la maleta, de tenerlo todo para poder hacer algo con todo, después. Acaso por esa sensación de estar a punto de cumplir sus propósitos y por estar tan cerca de la casa de doña Eulalia, que era donde se cumplían, y mientras estaba pasando la Raya, no le gustó la pareja de policías uniformados que venía en dirección contraria, saliendo de la Ensenada.

Que eso sucediese en la Raya, hizo que sus precauciones le parecieran más justificadas. Porque, ahora que lo pensaba, el mundo estaba hecho de rayas, había rayas por todas partes. El Alcatraz y la madre de Christine eran rayas, el Instituto era una raya, Roncal le había dicho a su padre que su padre era una raya para él, los armadores eran rayas para los marineros, la mar era una raya para los que se quedaban. Quizá su padre había conocido todas las rayas y por eso las llevaba en la cara, la cara de un viejo en la que ya no caben más rayas. Y ahora él se encontraba con los policías en la Raya, que separaba el Barrio Pesquero de la ciudad, cuando no le quedaban más que unos metros hasta la Plaza del Muergo y las zapatillas de baile de Christine.

La pareja venía pegada al campo de desguace. Jacobo se fue hacia el otro lado, el de las naves de los garajes. Eran un hombre y una mujer. La mujer le miró desde lejos. Jacobo trató de imaginarse qué estaría viendo. Un muchacho de diecisiete años con una maleta de cuadros, vestido como un marinero y con el pelo cortado a tazón. La mujer dijo algo y el hombre también le miró. Ya no iban tan pegados al campo de desguace.

Jacobo no pensaba en esos momentos que lo que llevaba agarrado de su mano pudiera tener interés para un policía. Lo pensaba, pero no era lo más importante. Sólo, de forma muy vaga, presentía que los policías podían quitársela, porque tenían ese poder y porque él puede que no tuviera ninguno para llegar hasta la Plaza del Muergo. También porque él no podía decir nada, ni siquiera responder a la pregunta más simple, adonde vas o qué llevas ahí.

Los policías ya caminaban por el medio de la calle. Jacobo notaba que su chaquetón iba rozando la pared. Ya no quedaban muchos metros para que se cruzaran. Si la pareja seguía acercándose, en el momento del cruce Jacobo quedaría encerrado. Y entonces ellos preguntarían o podrían preguntar, y él no podría decir nada mientras sujetaba la maleta en su mano.

Empezó a caminar más deprisa mientras pensaba más deprisa. Y luego, sin calcular cuánto quedaba, sin saber si era el momento adecuado, sin mirar siquiera a la pareja de policías, echó a correr con la maleta.

Escuchó sus voces. Primero voces cercanas, como al oído, y enseguida voces que se alejaban. Después, las voces fueron más fuertes y, más tarde, se quedaron a una distancia constante.

No miró hacia atrás. Entró en la Ensenada. Había gente. No debía tropezar ni chocar. La maleta le golpeaba con sus esquinas metálicas en la pierna. Las esquinas metálicas protegían a la maleta, no al que la llevaba. ¿A qué jugaban en el campo de cemento? Las voces seguían, más fuertes que antes o más roncas. Las voces se rompían, en la maleta sonaban pedazos. Fermín estaba en la plancha. Salió a la acera. ¿Salía a cogerle? Jaco, eh, Jaco. Qué pasa, Jaco. Le esquivó, y Fermín se quedó grande y fuerte, como un poste. Estaba seguro de que ahora corría más deprisa. No era por las voces. Las voces seguían. Era porque la maleta ya no le dolía en la pierna. Y si el cuerpo no dolía, el cuerpo no era de carne, el cuerpo volaba. Salió al centro de la calle, después de lo de Fermín. Demasiada gente en la puerta de los restaurantes. ¿Por qué Fermín había querido cogerle? ¿También le hubiera cogido Fitu? Aunque lo peor habría sido Roncal. ¿Le hubiera cogido Roncal? ¿Y Nano y Fidel? Ya no iría a la Plaza del Muergo, entonces. ¿Christine le habría cogido? Ya no iría a la Plaza del Muergo. Ya sabía. Siempre lo había sabido. Siempre lo había dicho. Aunque nadie lo hubiera creído. Pensarlo ahora, era fácil. Y casi le daban ganas de reírse, con la maleta en la mano, con el cuerpo sin carne. Ahora saltaba redes. Ya estaba en el Varadero. La gente de las redes se ponía de pie. A su paso. Muchas redes. Algunos gritos nuevos. Gritos iguales en el aire. Y por detrás las voces. Aquella voz mezclada de hombre y mujer, saliendo del uniforme. Y nada más rodear el primer noray, el Gran Sol. El costado azul y blanco. El casco contra los golpes de mar. El hocico levantado. Gran Sol Su barco contra las mares blancas y contra los viajes inmóviles. Él solo y el Gran Sol solo. ¿Había querido ser marinero? ¿Marinero de todos los barcos? ¿De otros barcos? ¿O sólo había querido ser marinero del Gran Sol? Se le ocurría ahora que estaba corriendo y escapando. Porque no hubiera corrido y escapado hacia otro barco. Si el Gran Sol no hubiera estado allí, él no habría cogido otro barco para correr y escapar. Pero estaba allí. Y a él no le costó nada lanzar la maleta, colgarse de la borda, abrir la puerta de las sentinas, empezar a subir la escalerilla del puente, hasta que la puerta donde estaba el timón, la puerta donde estaba también el botón que encendía el motor, no quiso abrirse, no quiso abrirse a pesar de sus patadas, de sus golpes y de que lanzara la maleta contra ella como si la maleta fuera el último recurso para abrirla, y también para borrar aquella otra raya. Él ya estaba sentado en la escalera, contra la puerta que sólo le servía para apoyarse y con la maleta rebotada hasta el suelo, cuando vio a los policías jadeantes mirándole desde el principio de los peldaños con la cara de Fermín detrás. Y la cara de Fermín, con la boca abierta por la respiración, parecía que nunca más iba a poder reírse como la de un vikingo atronador, que sólo podía preguntar: ¿Eres tú, Jaco? ¿Eres tú?

17

Le dejaron en un cuarto desnudo con dos bancos pegados a la pared. Estaba solo. No había ventanas. Imaginó que todavía seguía soñando debajo de la escalerilla y que éste era el sueño más largo y lento de todos. Por ejemplo, sólo de un sueño podía salir que la comisaría estuviese en la Plaza Porticada, a pocos metros de la casa de Christine y a pocos metros del Instituto. En realidad, a medio camino justo entre los dos. ¿No era demasiado significativo que se hubiera quedado encerrado a medio camino entre los dos? Demasiado significativo era demasiado poco real.

Dentro de ese sueño, también estaba la maleta. La maleta con el ventilador, con el delfín, con las servilletas y con el lapicero. Lo había hecho él, pero después la maleta se había estrellado con la puerta del Gran Sol sin poder abrirla. No se sentía asustado, pero sí sentía que cualquiera de las cosas que pasan en un sueño o en una vida podían pasar. Y, cuando cualquier cosa podía pasar, todo pasaba. Por tanto, nadie se asusta de cualquier cosa, sino de algo. Él no tenía algo y, en consecuencia, no tenía miedo.

No se veía capaz de medir el tiempo que llevaba en aquel cuarto cuando la mujer policía, la misma que le había detenido, entró y le dijo:

– Todavía no vamos a hacerte declarar. Hay alguien aquí que quiere verte.

Jacobo se fijó en la mujer joven, con el pelo rizado y algo gruesa, que estaba esperando una respuesta.

– No sé quién quiere verme -dijo el muchacho sinceramente, porque no imaginaba a nadie que pudiese estar con él allí.

– Llegará enseguida y entonces lo sabrás. Pero tienes que aceptar la visita. Voy a decirle que pase.

Roncal entró con el chaquetón debajo del brazo y con la maleta. Se sentó en el banco de enfrente, la abrió y preguntó sin ningún tono:

– ¿Qué son?

– Es una maleta, un ventilador de coche, un delfín de acero, servilletas y un lápiz -contestó Jacobo.

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