Alejandro Gándara - Nunca Sere Como Te Quiero

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Santander. Barrio pesquero y ciudad vieja. Dos mundos separados. De uno a otro pasa Jacobo. Hijo de un maestro reconvertido en marinero, estudia COU en el otro lado. Del Barrio forman parte su padre, que ahoga su desamparo en el alcohol, un par de amigos que vagabundean por el puerto, y Roncal, sustituto del padre. De la mano de Roncal llega Jacobo al instituto, un mundo extraño y amenazador… Pero el instituto es también un nuevo comienzo: la palabra estimulante de don Máximo, los ojos aguamarina de Christine…Nunca seré como te quiero narra la doble mirada con que un adolescente se sitúa en el mundo: la descomposición moral y física de un padre; la extrañeza ante el amor.

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– Entonces, haz que se vaya -la voz fuerte no resonaba tanto, ahora parecía aplomada, concluyendo algo-. Haz que se vaya. Yo estaré con él. No permitas que te siga mirando, porque mientras te mire estará atrapado. Tienes que entenderlo. Mientras te mira, él no puede ver nada.

Durante minutos no volvió a escucharse nada dentro de la buhardilla. Parecía que algo se había terminado para siempre, pero también parecía que los dueños de las voces se habían esfumado por el tragaluz o atravesando los tabiques y que, cuando se abriera la puerta, no se encontraría el menor rastro de que allí sucedió poco antes algo que no podía olvidarse.

Jacobo escuchó la puerta de la buhardilla, pero no se volvió. En ese momento, observaba fijamente el lugar donde las últimas partículas de luz se adentraban en la oscuridad de la escalera y trataba de adivinar si la última partícula de verdad, la última partícula sola, seguiría bajando hasta el primer piso, abriría la puerta de la calle y saldría al exterior para volver de nuevo al cielo del que se había desprendido.

– Siento que lo hayas escuchado -dijo la voz de Roncal-. Bueno, para ser sinceros, no lo siento tanto. Qué diablos, no tengo que sentir ni que dejar de sentir. Tú sabes tanto como yo de este asunto.

Roncal no había hablado enseguida. Se encontró con Jacobo sentado en la escalera y al lado de la puerta, a oscuras, sin mirarle cuando salía, y seguramente tuvo que hacer algunas deducciones, por pocas y rápidas que fueran.

Después de pronunciar las palabras anteriores, bajó tres peldaños y se quedó enfrente de Jacobo, que seguía mirando el vuelo imaginario de la partícula. Sacó una cartera del bolsillo del pantalón y dijo:

– Quédate con esto -Roncal había alargado la mano y tenía en ella unos cuantos billetes doblados por la mitad.

Jacobo miró la mano y después los billetes.

– ¿Es eso lo que no le ibas a dar a mi padre? -dijo con un tono que parecía venir de otro sitio.

– Esto es lo que no voy a darle a tu padre.

Jacobo levantó la vista y observó cómo la luz escasa redondeaba el cráneo pelado de Roncal y cómo, en algún sitio de allí dentro, los ojos oscuros y redondos le miraban sin pestañear.

En ese momento, Jacobo pensó que se levantaría y se iría con Roncal. Pero las palabras que salieron de su boca fueron muy diferentes de eso.

– Entonces yo no puedo cogerlo -dijo.

– Tú puedes cogerlo, porque tú no eres él.

Jacobo seguía pensando en irse con Roncal. Se imaginaba llegando a la casa del Barrio Pesquero y viendo cómo Roncal se encendía el puro de donde aquí empieza y acaba todo. Se imaginaba más cosas y todas esas cosas le decían que se fuera con él.

– No puedo cogerlo -dijo.

– No estás cogiendo dinero, muchacho. Ni siquiera estás cogiendo dinero de mí. Esto no es dinero. No lo mires, porque no es dinero. Lo que coges es tu vida…, o no la coges.

– No puedo, Roncal.

Roncal seguía con el brazo extendido. Un brazo corto, fuerte, que asomaba la muñeca llena de nervios y sangre bajo la manga del chaquetón.

– No voy a cogerlo.

Jacobo sintió cómo esas palabras eran como hachas que caían sobre las imágenes de vidrio de su imaginación, de la imaginación que acompañaba a su casa a Roncal, que vivía con él y que decía todo lo que le estaba pasando, porque Jacobo había estado esperando a Roncal desde hacía días, sin saber por qué, pero esperándole y guardando esa espera en el desván de un deseo que no se atrevía a pronunciarse a sí mismo. No es que fuese a contarle algo en concreto, es que quizá podía estar con Roncal como si se lo contara.

– Entonces ya sabes lo que no coges.

Roncal, entonces, replegó su brazo y guardó la mano con el dinero en el bolsillo del chaquetón. Se dio media vuelta deprisa y empezó a bajar los peldaños de la escalera.

Jacobo sintió esa ausencia mucho antes de que Roncal desapareciese de su vista.

– ¡Es mi padre! -gritó al fondo oscuro.

– Pero tú no eres el suyo -le contestó la voz que se iba.

Jacobo, sin moverse del peldaño, fue escuchando cada pisada que iba descendiendo como un latido del corazón que se apagaba por segunda vez en ese día.

– ¿Cuándo has desembarcado? -preguntó, tratando sólo de que la voz no desapareciese del todo.

– Ahora.

Cuando, al cabo de un tiempo, Jacobo entró en la buhardilla, su padre estaba ya metido en la cueva y durmiendo. Olía a alcohol de quemar.

15

Christine entró al mismo tiempo que el Alcatraz. El rostro de la muchacha traía una palidez mate y dos ojeras violáceas que producían un contraste exagerado con lo demás. Jacobo se asustó. Distinguió, por lo menos lo distinguió en su corazón, lo que sería la cara de Christine enferma y la cara de Christine cuando sufría. Aquella cara era de sufrimiento. De haber sufrido, de estar sufriendo por algo que aún continuaba y que continuaría. Incluso en ese momento tan breve que fue su aparición por la puerta acristalada, fue capaz de distinguir en su cara las marcas de un daño profundo de las de un simple disgusto. Le asustó ver con tanta claridad y con tanta rapidez lo que estaba viendo.

Jacobo se dio cuenta de que Christine aceleró el paso cuando se separó del Alcatraz. Casi corrió hacia el pupitre. Al llegar, se sentó con los libros sin haberse quitado todavía la trenka granate y una de sus manos buscó atropelladamente la de Jacobo, la encontró y la apretó con toda su fuerza. Jacobo sintió cómo se clavaban las uñas de Christine, pero no tuvo tiempo de decir nada.

– Christine Charouzel, cambia tu sitio con el de Javier Iglesias.

En la clase se hizo un silencio de caras sin gesto que se volvían hacia Christine y Jacobo. No hubo ruidos, ni siquiera el rumor de los cuerpos al removerse en los asientos.

El Alcatraz estaba de pie, con los brazos cruzados y los afilados rasgos de pájaro endurecidos bajo la pintura de los labios y el maquillaje de la piel. Miraba a Christine igual que había pronunciado la sentencia, con un aire ausente que demostraba su poder y su dominio. Los rasgos se habían endurecido, pero no se habían crispado. Era como si esos rasgos tuvieran que posar expresivamente para un retrato. Jacobo supo que jamás olvidaría aquel gesto en aquella cara, ni la sensación, en ese momento, de que efectivamente aquella mujer tenía un poder enorme sobre su vida, aunque no la conociera de nada.

Christine se sentó en la primera fila y el tal Javier Iglesias vino a sentarse junto a Jacobo. Cuando la operación había terminado, el Alcatraz dijo:

– Ya os dije el primer día que podían pasaros cosas con el sitio -hablaba mirando a Christine-, A vosotros dos tanta cercanía no os beneficia en nada.

Jacobo escuchó esas palabras no como una aclaración de la sentencia, sino como una amenaza aún mayor. Porque a la sentencia se unía ahora la falta de razones, o el ocultamiento de las razones. Una especie de juez supremo había dictado el perjuicio de la cercanía entre Jacobo y Christine, y se había callado, gracias a su poder, gracias a que nadie podía obligarle a decirlo, por qué era malo que estuvieran juntos, dónde estaban las pruebas que lo demostraban. El mal se extendía por el mundo, parecía decir aquel juez con aspecto de pajarraco, y Jacobo lo llevaba con él. Jacobo lo llevaba con él y era tan suyo que ni siquiera podía darse cuenta.

Cuando acabó la clase, en la que Jacobo hizo desfilar por la cabeza todas las cosas que estaban mal en su vida, todas las cosas que había hecho mal, Christine vino deprisa a su pupitre. Él no había estado pensando en Christine, ella había estado todo el tiempo en su pensamiento como un cristal a través del que veía todo lo demás, pero no había pensado en ella, en ellos, de una forma concentrada ni estricta.

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