Algunas veces se imaginaba que Inge era Berta. Entonces le aterraba que sospechara que la miraba desde la oscuridad. Sin embargo parecía darse cuenta y no hacía nada por evitarlo. Al revés. Le gustaba que él la mirase en la oscuridad desde el extremo opuesto del patio interior. Pero esa distancia desaparecía pronto. Se acercaba a aquella habitación y al estar cerca era más fácil distinguir cuándo era Inge y cuándo era Berta.
Si era Berta nunca se atrevía a acariciarla. Ni siquiera los cabellos. Pero si era Inge la abrazaba. La besaba. Y cerraba precipitadamente la puerta con pestillo para que no entrara Berta.
Después volvía a su habitación. A él nadie podía verle. Se acercaba al lavabo. Se miraba en el espejo a los ojos tratando de no pestañear. Procuraba mirarse al mismo tiempo en las papilas hacia lo más profundo de sus ojos. Entonces el rostro desaparecía y en el centro del espejo sólo quedaban dos bichos muy negros dispuestos a saltar.
¿Se volvería loco mirando mucho rato fijamente sus ojos? Los ojos también desaparecían como había desaparecido el rostro y únicamente quedaba en el centro un solo ojo que cambiaba de tamaño. Era enorme ese ojo. Y de pronto era minúsculo. Cuando el ojo ya estaba a punto de desaparecer Juan se asomaba al abismo de la locura. Si lograba vencer esa última resistencia sería arrastrado al interior de su propia locura. Necesitaba verla. Sentirla. Probarla. Toda la locura que cabe en el ser humano y que es la misma locura del universo estaba detrás de esa estúpida mirada en el espejo.
Un día muy temprano se cruzó con Inge en las escaleras de Seilerstatte. Ella bajaba con prisas. Le adelantó. Tropezó con él. Le pidió disculpas. Y él la saludó en español. Inge paró en seco. Se volvió a mirarle.
¿Usted habla español? ¿Es español? ¡Yo estudio español!
Entonces Juan le hubiera dicho te conozco muy bien porque pasamos muchas noches juntos. Naturalmente se calló. Le miró ansiosamente las manos con las que sostenía cada noche el tazón. Y los labios. Luego se dio cuenta de que no se había fijado en sus ojos. ¿Eran azules? ¿Grises?
Ella le preguntó en qué puerta vivía. No anotó el número y Juan temió que lo olvidase. Pero aquella misma tarde ella fue a buscarle a su puerta. Y por la noche estuvieron en el heuriger de Antón Karas oyendo El tercer hombre y bebiendo vino blanco de Grinzing.
Uno dos. Uno dos.
Grabando.
Grabando el día primero de diciembre el profesor Frankle reunió en su gabinete de la Klinik Hof a un grupo de pacientes neuróticos con el fin de organizar sesiones semanales de psicoterapia colectiva cuya duración sería de noventa minutos.
El profesor Frankle dijo que la finalidad de estas sesiones era la superación de las dificultades de contacto por medio del entrenamiento y el aprendizaje. De este modo se irán conociendo las reacciones propias y ajenas en situaciones concretas. Los temas de conversación serán al principio banales. Pero poco a poco irán adquiriendo importancia cuando la relación comunicativa interpersonal mejore. Ordenó a cada paciente la redacción de un informe detallado.
El profesor Frankle lleva bata blanca y enciende un toscano sin ofrecer a nadie. Los pacientes nos sentamos en sillas puestas en círculo.
El profesor Frankle se sienta con los pacientes pero no en una silla sino que lo hace en su butaca. Cruza las piernas. Desde el principio adopta una actitud distante. Detrás del profesor Frankle toma asiento el doctor peruano.
Los pacientes nos hemos colocado espontáneamente. A mi derecha está el paciente número 5. A mi izquierda la paciente número 2. Al lado de la paciente número 2 está el paciente número 4. Y entre el paciente número 4 y el paciente número 5 se sienta la paciente número 1. Mi número es el número 6. Tenemos el número en la mano. El profesor Frankle tiene el número 0.
El paciente 5 es un estudiante de Ciencias Químicas. Se ruboriza constantemente. Siente angustia en los exámenes. Tiene un tic nervioso en los músculos frontales.
La paciente 1 se ruboriza constantemente.
El paciente 4 es un electricista con tics en los ojos.
La paciente 2 es una señorita que sonríe sin ningún motivo. Más bien cuando no toca sonreír.
El paciente 6 tiembla.
El tema de conversación es aquello que pueda interesar a la paciente 1.
La paciente 1 responde todavía muy intimidada y con brevedad pero sonriente. Dice que para ella es un gran obstáculo su facilidad de ruborizarse cuando tiene que entablar conversación con más de dos personas. Al decir esto se pone como una amapola.
El resto de los pacientes permanecen pasivos sin intervenir en el diálogo y mostrando gran incomodidad con miradas inseguras y temerosas. Con cambios constantes de postura. Con toses y risas nerviosas.
Prolongado silencio general muy angustioso si se exceptúa el intercambio de palabras al comienzo de la sesión.
El paciente 4 rompe el silencio y pregunta qué acontecimiento esperamos para reanudar el diálogo.
El profesor Frankle hace notar el estado general de tensión y la resistencia a comunicarse.
El día 6 de diciembre se celebra la segunda sesión. Se observan cambios en la colocación de los pacientes. Asiste por primera vez el paciente número 3. Es un tartamudo licenciado en Ciencias Químicas.
El profesor Frankle resume las reglas de la sesión para que las conozca el paciente 3 quien inmediatamente empieza a interrogar individualmente a los otros pacientes. Pregunta qué aficiones tiene cada uno y qué trabajo hace. Toda la iniciativa es del paciente 3 que ha entrado con mucho ímpetu.
Los otros pacientes se esfuerzan para no reírse del paciente 3 cuando el 3 tartamudea y se queda atascado medio minuto o más. Hay muchísima tensión.
El profesor Frankle mordisquea su toscano. Parece preocupado por soltar una carcajada. Pide que se reflexione sobre lo que ha ocurrido en la sesión. Todos los pacientes guardan silencio.
El paciente 6 recalca la mejoría que se observa con respecto a la última sesión. Lo atribuye al interés del tartamudo paciente 3.
El paciente 3 propone a la paciente 1 cambiar de asiento. Dice que cree que va a ser mejor para la actuación de ambos.
La paciente 1 se pone roja como un tomate. Sonríe escéptica.
El profesor Frankle indica que en esta sesión se han formado grupos de pacientes. Los enumera.
Paciente 3 con paciente 6.
Paciente 2 con 4.
Paciente 1 con 5.
¿Quiere alguien comentar algo?
Silencio.
Los pacientes 5 y 1 se ruborizan inmediatamente.
La paciente 2 sonríe.
El 4 hace tics con los ojos.
El 6 dice con la voz temblorosa que no se advierte demasiada mejoría.
Por la cara que pone el profesor Frankle se nota que no le gusta este comentario. El profesor Frankle sugiere que a partir de la próxima semana los pacientes del grupo de psicoterapia colectiva al terminar la sesión en la Klinik Hof nos reunamos en el club del Hospital Universitario para jugar a las cartas.
La paciente 2 que siempre se ríe cuando no toca ahora sonríe y mueve la cabeza dando a entender que ella no piensa ir a jugar a las cartas en el club del Hospital Universitario.
Pido a información de Telefónica que me dé el número del profesor Frankle. Necesito hablar con el profesor Heimo Frankle. La telefonista dice que en la guía de teléfonos de Viena no existe ningún profesor Heimo Frankle. Insisto. El paciente 6 exige que sea localizado el profesor Frankle. Es imposible que su teléfono no figure en la guía. Frankle es un psicoanalista muy conocido en Viena. Director del Departamento de Psiquiatría del Hospital Universitario. Con ese nombre no figura ningún profesor Frankle en la guía telefónica de Viena dice la telefonista. Hay otros profesores. Pero ningún Heimo Frankle. A lo mejor ha muerto. Y cuelga.
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