Ignacio Carrión - Cruzar el Danubio

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Premio Nadal 1995
"Cruzar el Danubio es una novela con distintos escenarios, pero uno de los más importantes es Viena, de ahí el título que hace referencia al Danubio", manifestó el periodista Ignacio Carrión que hasta ayer se hallaba en Suecia, realizando un reportaje para EL PAIS Semanal sobre los países recien incorporados a la CE. "La trama transcurre a lo largo de 30 años, con una alternancia constante del presente y el pasado. Hay un narrador objetivo cuando se refiere al pasado y un narrador subjetivo que habla del presente en primera persona. Los escenarios en los que transcurre la narración son España, Austria, Estados Unidos, Francia e India" Sarcástico
"El argumento cuenta la historia de un periodista, de algún modo poco convencido de la nobleza del oficio en si mismo, que trabaja con la convicción de que todo es un poco fraudulento, de modo que todas las situaciones están descritas de un modo muy sarcástico" añadió Ignacio Carrión, que interrumpió el reportaje que estaba realizando para asistir a la velada del Nadal. "El planteamiento es muy crítico con el momento actual del períodismo en España".
Ignacio Carrión nació en San Sebastián,en 1938. Estudió Periodismoen Valencia, ciudad donde regentó durante la dictadura franquista la librería Lope de Vega. Actualmente está separado -y tiene tres hijos: una hija también periodista, un hijo ingeniero y otro que estudia pintura en Nueva York.
Ha sido corresponsal del diano Abc en Londres y enviado especial del mismo periódico por todo el mundo. También trabajó como corresponsal de Diario 16 enEstados Unidos. Vivió un año en, Califórnia, y desde hace unos años trabaja.en EL PAÍS como autor de entrevistas y reportajes en el suplemento dominical. Carrión ha escrito un libro de relatos breves, Klaus ha vuelto, 11 historias, que tienen, según su autor "una presentación realista; algunas son medio oniricas y contienen recursos fantasmagóricos". Ha publicado una novela,. El milagro, en, la que integra la remembranza personal, la elaboración de lo autobiográfico, con la caracterización de nuestro pasado histórico. También es autor de tres libros de viajes frúto de su larga experiencia como corresponsal y enviado especial: India, vagón 14-24; Madrid, ombligo de España, y De Moscú a Nueva – York, ilustrado por Alfredo.
"El estilo de la novela es conciso, sin artificios, bastante en oposición a toda una suerte de literatura retórica y preciosista que se hace hoy en día", señaló también Carrión "Trato de mantener un cierto sentido de la economía del lenguaje, con frases cortas de lectura veloz y puntuación muy escueta (hasta el, punto de que tan sólo hay una coma en todo el libro), pues creo que hemos olvidado un poco que el idioma es una forma de comunicación muy directa. Por supuesto, la trama y las situaciones no son tan simples ni directas".

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Pedir más café.

Agua con hielo.

Otra servilleta porque esta servilleta tiene un olor raro.

Un cenicero.

Y entonces el estúpido camarero se alejaba hacia el otro extremo del comedor oliendo la servilleta. Traía más café. Traía otra jarra con agua y hielo. Traía la servilleta limpia. El cenicero.

Juan era increíblemente rápido haciendo desaparecer el cuchillo de la mantequilla. Visto y no visto.

Ya estaba a salvo en su bolsillo.

Ya era suyo.

Aunque durante unos segundos dudaba si le habrían pillado. Si desde algún rincón habría sido vigilado.

¿Qué podía esperar que ocurriera entonces?

Todo daría un vuelco. Todo cambiaría bruscamente.

¿Avisarán a la policía? ¿Me lo harán pagar? ¿Me echarán del hotel? ¿Me expulsarán del país? ¿Pondrán mi nombre en la lista negra de todas las cadenas de todos los hoteles norteamericanos y tal vez de todos los hoteles del mundo indicando que soy un vulgar ladrón de cuchillos de mantequilla?

Eso excitaba a Juan.

Si le pillaban siempre estaría dispuesto a negociar. Estaba preparado para cualquier pacto. Aceptaría cualquier propuesta. Cualquier humillación. Marcharse del hotel inmediatamente. Pagar el triple del valor del cuchillo de la mantequilla. Se golpearía la frente con el cuchillo. Repetiría que no comprendía cómo había podido hacer una cosa así. Prometería no volver nunca al hotel. Suplicaría que de volver algún día al hotel no le pusieran a su alcance ningún cuchillo de la mantequilla. Razonaría que en los hoteles abundan los clientes maniáticos que piden las cosas más absurdas. ¿No hay alérgicos que exigen quitar las alfombras y las flores de las habitaciones porque de lo contrario estornudan sin parar? ¿No hay clientes que rehúsan alojarse en la planta 13? ¿No hay otros clientes reacios a meterse en el ascensor? Tenía previsto confesar que era un obseso coleccionista de cuchillos de mantequilla y que necesitaba acumular más y más cuchillos de todas las partes del mundo para no cometer peores actos. Tenían que comprenderlo. Tenían que hacerse cargo del problema. No podía imaginar la vida sin esos cuchillos. Sin esa colección de cuchillos de la mantequilla.

Hasta entonces no había tenido necesidad de desplegar estas armas. Nunca le habían pillado. Y eso le daba una confianza en sí mismo y una energía excepcional sin la que era difícil empezar su estúpido trabajo diario de reportero.

El corazón palpitaba a gran velocidad. Sabía que no era bueno para su salud. Pero Juan era así. Por un lado le obsesionaba la salud. Ejercicio físico. Pocas grasas. Zumos naturales. Poco alcohol. No fumar. Fruta del tiempo. Yogur. Pan integral. Poquísima mantequilla. La indispensable para robar cuchillos de la mantequilla.

Por uno de esos miserables cuchillos ponía en grave peligro su salud. Su empleo. Su reputación.

¿Qué era la reputación? ¿Qué acrecentaba y qué destruía una buena reputación? ¿Fabricar cuchillos? ¿Usarlos? ¿Robarlos? ¿Limpiarlos?

Esta aventura forzaba al máximo su organismo. Le abocaba a cualquier lesión. Le precipitaba a la enfermedad. ¿No era realmente absurdo? ¿No era indignante? ¿No era bochornoso?

Su comportamiento era absurdo. Su comportamiento era indignante. Su comportamiento era bochornoso. Pero eso era lo más apetecible. Lo más satisfactorio. Lo más placentero. Juan roba un cuchillo de la mantequilla en cualquier hotel de la cadena Hilton y se indigna mucho consigo mismo. Pero también se indigna mucho consigo mismo si no lo roba. Y también se indigna consigo mismo si se arrepiente de robarlo porque igualmente se arrepiente de no robarlo. Aunque lo cierto es que Juan se indigna consigo mismo mucho más si no lo roba que si lo roba. A salvo de la indignación no está nunca. Juan no estará nunca a salvo de la indignación.

Por tanto en este punto da exactamente igual si roba como si no roba el cuchillo de la mantequilla. ¿Dónde está la diferencia?

Aunque tal vez sea mejor robarlo y disponer así de justificación para indignarse algo menos consigo mismo.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando en el hotel Domgasse recuerdo la vez que Juan estuvo en el hotel Claridges con Pansy. Empezaron su viaje de luna de miel en Londres y lo acabaron en Nueva York.

Habían pedido un té completo en el salón del Claridges. Pansy se quedó prendada de una jarrita de leche. Pero en lugar de dejarle a él que arreglara el asunto a su manera se dirigió al camarero pidiéndole que se la vendiera.

En aquel momento Juan debió levantarse y dejarla plantada. Debió dejarla allí haciendo aquella vergonzosa transacción con el camarero. ¿Vender una jarrita de plata el camarero de un hotel inglés de esa categoría? Pansy ignoraba cómo son los ingleses. Y sobre todo ignoraba cómo son los camareros ingleses con los clientes yanquis.

Juan debió excusarse.

Ahora vuelvo. Voy un momento al lavabo.

Y desaparecer para siempre. Ojalá lo hubiera hecho en aquel momento Pansy seguiría allí argumentando con el camarero inglés que se negaba a venderle la jarrita de leche. Aquel tipo les hizo pasar un mal rato. Llamó al jefe de los camareros. Luego el jefe de los camareros avisó al asistente del director. Y luego apareció el director absolutamente indignado. Fue insultante. Fue el té más amargo de su vida. La peor tortura angloamericana de toda su vida. Fue algo que le hizo maldecir todo lo inglés. Desde la reina y los perros de la reina y el esposo de la reina hasta los taxistas que se creen duques y sólo son cocheros de furgones funerarios que arrastran a los muertos por la izquierda. Desde los ferroviarios que se creen almirantes y no son más que muertos de hambre hasta esas horribles mujeres del Salvation Army que ponen multas por mal estacionamiento social. De Londres Juan deseaba llevarse únicamente un paraguas. Nada

Pero el camarero se mosqueó con la jarrita. ¿Quien no se habría mosqueado si una yanqui peluda que se negaba rotundamente a afeitarse las piernas y cruzaba las piernas en el centro del salón para tomar el té inglés completo con sandwiches y scones con mantequilla batida inglesa y mermelada inglesa de frambuesa y pastas con jengibre implora apropiarse de una jarrita de leche inglesa para llevársela de recuerdo a su estadounidense país?

No tardó nada el camarero en traer la cuenta sin pedírselo. Lo cual es intolerable. Pero la peludita recién casada seguía mirando la jarrita y sonriendo al odioso camarero inglés con esa inconfundible sonrisa que lucen las peluditas en las escaleras automáticas del metro de Nueva York.

Fue la gran oportunidad desperdiciada por Juan al principio de su matrimonio con Pansy. Abandonarla allí a su propia suerte. Ella esperándole abrazada inútilmente a la jarrita de plata para la leche y el bebiendo pintas de cerveza escondido en cualquier pub de Knightsbridge hasta perder el conocimiento.

Pero no lo hizo. Pagó a regañadientes la abusiva nota del té completo dejando incluso una propina excesiva para aliviar de algún modo la afrenta de aquella situación.

Pansy le regañó al salir. En la guía Fodor's había leído que las propinas en Londres no debían ser superiores en ningún caso al 15 por ciento suponiendo que no estuviera ya incluida en la factura. Y él había dejado una barbaridad de propina que podría haberse destinado a la compra de otra jarrita del té parecida a la del hotel Claridges que tanto le gustaba a Pansy.

¿No has visto lo nervioso que te pusiste? ¿No te has dado cuenta de que me has hecho fracasar con el camarero por ponerte tan nervioso?

Pansy le dijo que esperaba que en lo sucesivo no se pusiera nervioso como suelen ponerse los españoles en Londres y en general en el extranjero. Ella podía haber conseguido la jarrita si él no se hubiera puesto histérico por tan poca cosa. Sus amigas americanas volvían siempre de Europa cargadas con esta clase de souvenir. Su madre tenía la casa llena de tonterías por el estilo que hacen tanta ilusión cuando pasan los años. Jarritas. Vasitos. Saleritos. Ceniceritos. Cuando Mom le pedía a un camarero que le vendiera un platito con el nombre de un hotel europeo famoso el camarero se lo regalaba. Pero se lo regalaba porque su marido Joe el padre de Pansy deslizaba un billete de diez dólares en la mano abierta del camarero y nunca habían tenido un problema como el que ellos acababan de tener al principio de su luna de miel. Naturalmente Joe era muy distinto de Juan. Era fantástico. Único. Sabía lo que quería. Y sabía cómo conseguirlo. A lo mejor Juan podría parecerse un poco a Joe dentro de unos años. En América todos los extranjeros cambian con el tiempo. Unos más pronto que otros. Hasta que todos acaban pareciéndose a los americanos. Sólo entonces le decía Pansy los extranjeros tienen lo mejor de ellos mismos y lo mejor de los americanos. Algunos parecen casi perfectos. ¡Ojalá llegues tú a esa perfección algún día!

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