– No olvidéis que allá hay dos hombres cuya vida es necesario defender a toda costa.
Luego, sin esperar respuesta, han marchado. Llegan al pie del transformador y sin vacilar trepa Gómez por los largueros de hierro. Samar espera abajo con una pistola en cada mano, mirando a su alrededor. Nosotros estamos cien metros detrás. Va a salir todo a pedir de boca. Pero ahora habla Samar con Gómez y éste vacila. Por fin sigue subiendo. Por un lado entran tres cables en el transformador y por otro salen otros tres. Más de cien mil voltios sufren ahí dentro la transformación necesaria para adaptarse a las necesidades industriales de la ciudad, al alumbrado, a las faenas caseras. Ya arriba, Gómez comprueba el estado del casco, del traje. Un contacto de medio milímetro por una rotura del guante bastaría para quedar carbonizado. Pero Gómez hace todas sus cosas con prudencia. Ya ha enganchado en un cable de baja tensión el extremo de uno de los que llevaba dispuestos. El otro extremo queda en el aire. Lanzamos la vista hacia el río, hacia las luminarias de La Bombilla, hacia Rosales. Santiago se impacienta viendo que hasta ahora no hay sobre quién disparar. Al pie de Rosales, la Estación del Norte ofrece sus pabellones de ventanas iluminadas como colmenas. Graco murmura, embriagado:
– ¡Electrocutar al Madrid que ahora anda por los casinos deseando que nos aniquilen! Fundir los motores del esquirolaje. Quemar los plomos, enviar latigazos invisibles a los calentadores eléctricos y a las tenacillas eléctricas de las putas burguesas.
Yo le doy con el codo:
– Calla, Graco.
Gómez ha enlazado uno de los cables de alta con otro de baja tensión. La mitad de Rosales y La Bombilla se apagan. Creo oír chirriar algo, como fritura de sesos o de angulas al otro lado del río. También pienso que sale humo. Lo único que puedo asegurar es que sobre medio Madrid ha caído una cortina negra. Graco tiembla y habla:
– Dentro de tinco años celebraremos esta fecha, y en lugar de apagar las luces encenderemos muchas más y Madrid será una ascua de oro. ¿Qué dices, Urbano?
– Calla, coño.
El segundo y el tercer cable han quedado enganchados y el resto de Madrid -de lo que vemos desde aquí- se hunde en las sombras. La voluntad de un hombre ha bastado. Las ventanas de la Compañía del Norte han desaparecido y la estación, las vías, Rosales, La Moncloa, todo se ha hundido en silencio. Santiago dice a mi lado:
– La civilización, el progreso mecánico, tienen doble filo, ¿eh?
Gómez baja apresuradamente. Se deja caer de tres metros de altura y viene corriendo con Samar. Está nervioso:
– Los esquiroles que quieran entrar a arreglar averías en casas o talleres quedarán electrocutados. Los transformadores menores de las fábricas deben estar echando llamas. Ciento veinte mil voltios sobre una parte de Madrid son como una lluvia de fuego.
El pequeño ve que está hecho todo y se nos incorpora. ¿Adonde vamos? Hay que disgregarse y volver a reunimos al amanecer. Graco mira a su alrededor. Madrid en sombras; toda la ciudad industrial de Carabanchel y la de Cuatro Caminos han desaparecido en un charco negro. Graco dice que quiere cantar y yo lo amenazo en broma con pegarle un tiro. De pronto Graco mira al cielo y por su boca sale un surtidor de insultos, de blasfemias burguesas, de palabras de cloaca malolientes y ásperas.
– ¿Qué te pasa?
Gómez hace observar que la parte baja de Arguelles no se surte de la misma línea y sin embargo está también apagada. Deducimos que las otras brigadas de acción se han portado bien. Samar insiste en que hay que disgregarse. “El que esté fichado, que no vaya a dormir a su casa.” Le devuelve a Gómez su pistola. Todos la llevamos en la mano. Graco se ha quedado detrás. Sigue blasfemando y mirando a la Luna. En la obscuridad total nos separamos. Media hora después yo me encuentro con Graco y con Samar en el puente de Toledo. ¿Y los otros? Cada cual se habrá salvado si ha podido. El efecto ha sido grandioso; la alarma formidable. Hay que transitar por aquí como por un campo de batalla enemigo lleno de trincheras y alambradas. Todas las fuerzas se han debido echar a la calle. Cuando vamos a salir del puente oímos una voz amiga:
– ¡Samar, Samar!
Es una muchacha del Sindicato de Oficios varios que iba con una brigada encargada de incomunicar los centros oficiales. Veinte años. Su sueldo de ciento cincuenta pesetas va a parar íntegro a su casa y con él viven el padre, católico y vago, y dos hermanas que le reprochan constantemente sus ideas. Emilia se alegra mucho de encontrarnos. Mira con recelo:
– ¿Se puede hablar?
Graco protesta:
– ¿No nos conoces, carajo?
Es una chica templada y valiente. Lleva una gabardina azul. Nos cuenta que a pesar de estar vigilados los registros de teléfonos de la Presidencia y de Guerra ha conseguido aprovechar un instante de distracción de la pareja de servicio para colocar allí un explosivo.
– ¿Tú?
– Claro que sí. Los demás se han quedado esperando, a la defensiva. Nos hemos largado y cinco minutos después hemos oído la explosión.
Emilia afirmaba:
– Ocho mil pares de hilos menos.
Era peligroso detenerse más tiempo. Graco, entusiasmado, le dio un abrazo y le preguntó cuánto tiempo llevaba en la organización. Emilia dijo que tres meses.
– ¿Adonde vas ahora? -pregunté yo.
– A casa. Vivo ahí cerca, en una casucha indecente con mi indecente familia. Me voy a dormir porque mañana tengo que madrugar.
– Tenéis reunión?
– No; pero quiero confesar y oír misa.
Nos quedamos bastante decepcionados:
– ¿Confesar?
– Sí. Lo de la bomba. Supongo que Dios no protege especialmente a la compañía de Teléfonos.
Graco se indigna con la misma facilidad con que antes se entusiasmó:
– Eres una fanática, y si has hecho eso ha sido por histerismo.
Este Graco siempre igual. No tiene razón. Yo la defiendo. Pero se ve que ella no le hace caso.
– ¿Y vosotros? -nos pregunta.
– A dormir. No sabemos dónde todavía.
Nos callamos lo de nuestro sabotaje, no vaya a contárselo también al cura. Ella está entusiasmada, dice que se va a declarar el estado de guerra de un momento a otro y que el sabotaje del Sudeste ha dado resultados soberbios. La gente está aterrada. Ha habido víctimas y lo lamenta, pero en el entierro también las ha habido. Pregunta si tenemos dónde dormir y al decirle que no, nos indica el número nueve de la calle General San Martín adonde pueden ir los que quieran con sólo el carnet. Es un anarquista que se redimió y tiene unos talleres propios y una pequeña casa. No estuvo nunca fichado y ayuda con dinero o prestándoles cobijo a los compañeros necesitados. Yo la he dejado hablar, aunque conozco a ese compañero que verdaderamente merece todo lo que de él se diga.
– ¿Has dado esa dirección a algunos más? -le pregunto.
– No.
– Entonces vamos allá.
Nos despedimos. Graco está despechado ante esa compañera que pone una bomba por la noche y al día siguiente confiesa y comulga. “Una mujer así -dice- lo mismo pone la bomba mañana en nuestros sindicatos.” Samar se ríe a carcajadas.
– ¡Qué cara pondrá el cura!
Yo también tengo una alegría especial desde que hemos hablado con la virtuosa Emilia. Eso de que hasta los esclavizados por la superstición no tengan más remedio que coincidir con nosotros me pone de buen humor. Samar se ríe, pero de otra manera. Ve la excentricidad y nada más.
La calle General San Martín no está cerca. Ni lejos, es verdad. Emilia nos ha advertido que tengamos cuidado, porque en esa calle debe haber vigilancia puesto que hay dos registros de barrio de la Telefónica y no es fácil que estén desamparados. Pero a Graco se le ha desatado el buen humor. La noche es más negra a medida que avanza y la Luna se ha ocultado por completo Graco hace unos chistes truculentos y por poca gracia que tengan los acompaña con cambios de voz que son para tumbarse de risa. Hacia el viaducto se oyen tiros. Samar advierte: -Son de mosquetón. La han debido armar, por ahí arriba. Graco se extraña. Algo ha debido ir mal. Estamos” a la entrada de la calle General San Martín. Graco jura que no sabía que ese santo fuera general. Por donde hemos venido se oyen cascos de caballos. En la calle de al lado alguien da el alto. Lo dicho: esas fuerzas han debido salir a la calle con órdenes severas. En dos brincos nos metemos calle adentro y de pronto paramos. Como no se ven los números de las casas tiene que volver Samar pegado a la pared y contarlas. Hay dos puertas muy juntas y no sabemos si pertenecerán a una casa o a dos. Así no hay manera de averiguar dónde está el nueve. Yo sospecho que es la casa de al lado y Samar dice que la siguiente. Graco propone una solución. Yo me arrimaré a la puerta y él se subirá a mis hombros y encenderá una cerilla. Por si él no ve el número deslumbrado por la luz que mire desde abajo Samar. No hay otra posibilidad. Si no es el nueve, por este número sacamos dónde está. De acuerdo los tres, entre risas ahogadas y donaires se me sube Graco encima. Tiene unas rodillas puntiagudas que se hunden en mi espalda. Luego, con los pies en los hombros y animados a la puerta saca las cerillas, coge una y apenas acaba de encenderla suena una descarga y cae sobre nosotros cal y revoque de la pared. La cerilla se ha apagado y el batacazo de Graco ha sido considerable. Graco parecía quejarse, pero eran los estertores de la risa. Samar repite con voz ahogada:
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