Ramón Sender - Siete domingos rojos

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Siete domingos rojos (1932) es una de las primeras novelas de Ramón J. Sender (1901-1982) y también una de las más vigorosas de su extensa producción. Con abundantes dosis de reportaje, con no pocos ingredientes extraídos de su propia circunstancia personal, el autor traza las líneas maestras del anarquismo español en el periodo republicano, Samar, el protagonista, recuerda al propio Sender tanto por la pasión con que se inmiscuye en las luchas sociales de su tiempo como por el afán reflexivo mediante el que pretende distanciarse del torbellino de la historia para entenderlo mejor. Conviene recordar que hasta ahora no se había reeditado la primera versión de la obra. En los años setenta, fue publicada en varias ocasiones pero siempre con importantes modificaciones con respecto al texto original, como bien pone en evidencia la presente edición crítica.

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– Es el nueve.

– ¿Estás seguro? -pregunta Graco.

– Sí. Pero por si acaso sube otra vez y convéncete.

Graco no lo cree indispensable y seguimos riendo en silencio cuando se abre la puerta y alguien pregunta qué ocurre. Ya dados a conocer, entramos. Queremos explicar, pero no hace falta y somos conducidos a un cuarto donde hay tres colchones. Nos traen una vela y Samar, cuando estamos solos, nos increpa por hacer el sabotaje de manera que ahora no se ve dónde deja uno los zapatos. Seguimos riendo. Todo esto puede que sea poco natural porque estamos nerviosos. Después de apagar la luz, ya en serio, cada cual se plantea una sencilla cuestión:

– ¿Por qué lucho? ¿Cuál es la meta?

Graco dice:

– La meta es la destrucción del régimen.

Samar dice:

– El aniquilamiento de la lógica de los que se aprovechan. Y yo:

– El comunismo libertario.

Como se ve, lo mío es lo más concreto. A Graco no le preocupa el régimen del porvenir mientras el capitalismo sea derrotado. A Samar no le interesa tanto el sistema como la moral y la dialéctica. Alrededor de uno, todo es reformismo.

TERCER DOMINGO

XI. LA DESTROZONA Y EL SOL DE MAYO. CERTIDUMBRE Y ESTADO DE GUERRA

Anocheció Fau en Cuatro Caminos y fue a amanecer en el sector Norte después de recorrer la ciudad con los pasos inciertos del que está en entredicho. Llevaba su herida en la pata del firme sugerir. Plomo en el ala. Sallent, Ricart y Escuder han dedicado la noche a seguirle y han comprobado extraños sucesos. En primer lugar, no estaba Fau tan borracho como aparentaba. Fue al número 72 de la Gran Vía, observó si le seguían, entró en la casa y poco después salía. Creyéndose solo contó unos billetes y se los puso en el bolsillo del pantalón reservando otra suma al parecer más crecida en el de la americana. Ricart apuntó el número de la casa. Siguieron de nuevo a Fau que descendió por la Gran Vía, entró por Infantas y se quedó un rato merodeando en torno de la dirección de Seguridad. Se volvió a mirar varias veces y fue verdaderamente milagroso que no descubriera a sus perseguidores. Luego entró en la Dirección, muy decidido.

Pasó a la sección informes, donde lo recibió fríamente un viejo de mirada gris y sienes hundidas.

– ¿Algo nuevo? -le preguntó.

Fau se sentía fuerte y seguro. No porque estuviera identificado con las carpetas atadas con balduque ni porque simpatizara con los policías. Instintivamente los despreciaba y los temía. Pero trabajado pocas veces en su vida y siempre en empresas en las que jamás pudo considerar segara la comida de la semana siguiente. Vivir era para él un asar sombrío y no recordaba desde pequeño haber tenido en el bolsillo cinco pesetas confiado y feliz. Los sábados veía que el cajero pasaba apuros a veces para reunir el dinero de los jornales. Eso lo desmoralizaba, porque no podía asumir nunca la iniciativa consigo mismo. Necesitaba que le dijeran: “Vas a llevar estas piedras allá, o estas tablas para levantar un andamio.” Y tener en las empresas una fe ciega, la que no tenía en sí mismo. En la Dirección veía que había dinero siempre al alcance de la mano. Detrás no estaba ningún pelanas, sino algo tan sólido e impersonal como el presupuesto del Estado. Fau se sentía seguro allí dentro. Temía a los guardias y a los agentes, pero él se entendía con ese oficinista y con dos que escribían a máquina y ninguno de ellos tenía aspecto policíaco. La gente de las brigadas estaba en la otra parte del edificio, en el sector que daba a la calle del Marqués de Valdeiglesias, donde había un retén de cascos y pistolas y unos calabozos obscuros. Antes de contestar al viejo se rascó detrás de la oreja:

– Nada. Una reunión clandestina. Siete u ocho.

– Entonces no es una reunión clandestina. ¿Cuántas veces te lo voy a decir? Tienen que ser diecinueve por lo menos. ¿Qué gente?

– De los sindicatos.

El oficinista dejó la pluma y enlazó las manos sobre la carpeta:

– ¿Sabes si hay grupos de activistas?

– Eso creía yo -respondió muy decidido Fau-, pero me he convencido de que esta noche no hacen nada por lo menos allá arriba.

Señalaba a Cuatro Caminos. El viejo tocó un timbre. Apareció un ordenanza:

– Acompañe a este señor a la subdirección -y luego dirigiéndose a Fau-. Ve allá y di lo que sepas.

Lo llevaron a través de unos pasillos muy largos y fuertemente iluminados, y lo dejaron en un despacho donde no había nadie. Cuando apareció el subdirector se sintió cohibido. Aquél sí que era un policía. Se sentaba en el brazo del sillón y lo miraba de una manera rara.

– ¿Cómo has averiguado eso?

Entonces Fau ensartó una serie de embustes. El subdirector quedó ya convencido y el confidente añadió:

– Usted hágame caso a mí y verá que no pasa nada.

– ¿Y los que mataron al agente ayer? ¿Sabes algo?

– Tengo una pista. Apunte.

Cogió un lápiz el policía y Fau dio cinco nombres. El subdirector conocía a algunos y entre los dos hacían sobre ellos observaciones complementarias.

– El caso es que fueron al parecer dos individuos.

Fau le interrumpió:

– Yo no digo que los cinco sean. Pero pondría el cuello a que entre los cinco están esos dos.

Los nombres eran: Liberto García Ruiz, Elenio Margraf, José Crousell, Helios Pérez y Miguel Palacios. De ellos, los dos primeros y el último muy significados como organizadores y propagandistas. Fau sabía que el subdirector les tenía odio personal, y por su parte él tampoco los tragaba porque su cultura en cuestiones de organización, la seguridad de sus juicios y la claridad de sus palabras lo humillaron siempre como militante y él podía aceptar todas esas cosas en un ser socialmente superior, pero no en uno que se llamaba su camarada y que le ponía la mano en la espalda. Quedaban escritos esos nombres en una cuartilla. El subdirector llamó y dio la nota para que le llevaran las fichas si las había.

Fau repetía:

– Seguro que las hay.

En ese momento entraron el director, el jefe superior de policía y dos inspectores. Hablaban aceleradamente. El director general hablaba de alta tensión, de obscuridad y de accidentes diversos -cortos circuitos, incendios y hasta electrocuciones- y luego salió para el ministerio de Gobernación manoteando, dando voces y amenazando a sus subordinados. Con él se fue el subdirector después de poner en evidencia a Fau ante los inspectores.

– ¿Es que los de los sindicatos no se fían de ti?

– No mucho; pero uno hace lo que puede.

Los pasos, sobre la tarima, eran huecos y sonoros. El inspector le ordenó de pronto que se detuviera frente a una puerta, por la que el entró. Cuando Fau esperaba que volviera a salir apareció un tipo rechoncho, de sombrero hongo, que se quedó mirándolo con el dedo en la sisa del chaleco, mientras mascaba medio cigarro puro.

– Por aquí.

Le indicó un nuevo pasillo. En dirección contraria traían a un empleado con quemaduras en el brazo, por una descarga recibida al intentar cambiar los plomos. Fau pensaba sintiendo en el pescuezo la mirada del agente:

– Éste. Éste es el más policía de todos.

Fueron a salir a una especie de vestíbulo donde había hasta quince o veinte detenidos. En la primera ojeada Fau vio tres o cuatro caras conocidas e instintivamente se detuvo y quiso retroceder. Eran obreros sindicalistas. Había con ellos un comunista muy significado. Estaba también Miguel Palacios, uno de los que había señalado al subdirector como posible asesino del agente. Vio su cara escuálida, colgantes las manos atadas en la entrepierna. Fau retrocedía y tropezaba con el agente. Había una luz pálida y cruda como si al final de cada una de las seis velas hubieran clavado un limón. Los detenidos tenían el desconcierto cansino de los animales en las jaulas de las vías muertas. El agente levantó la cabeza para mirar a Fau. Luego le dio un pequeño empujón y atravesaron el vestíbulo. A la otra parte Fau protestó:

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