– ¿Por qué me ha traído aquí? Esos me conocen y ahora ya no será posible hacer nada. Desconfiarán.
– ¿Por qué?
– Me han visto con usted.
El agente reía y mascaba tabaco.
– ¡Imbécil! ¿Qué saben si eres confidente o si eres un preso más?
Seguía riendo y mascando. Dejaba salir pequeños borbotones de risa. Llamó a unos guardias y al mismo tiempo le dijo a Fau:
– Vamos a renovarte el crédito.
Los guardias cogieron unas vergas y el agente registró a Fau, le quitó la pistola y le puso las esposas en las muñecas. Al primer golpe siguió aclarando:
– No chilles mucho, que es por tu bien. Te estamos haciendo hombre de provecho. Por un lado purgas tu descuido y tu cinismo con el subdirector. Por otro recuperas la confianza de los sindicalistas porque no habrá uno que te oiga que no te tenga por un mártir de la causa.
Los guardias le sacudieron dos o tres culebrazos para entrar en materia. Fau los asimiló sin chistar. Como no gritaba, un cabo malencarado le aplicó a las narices la hebilla de su cinturón. Entonces Fau dio un respingo y ahogó un grito. El policía del hongo lo consolaba:
– Te estamos haciendo hombre, Fau. No te alteres.
El aire sacudido por las vergas y las correas hacía temblar la llama de las velas y las sombras bailaban sobre los muros cubiertos de mapas y estadísticas. El policía sonreía con media boca y preguntaba:
– ¿No te enteraste del sabotaje, Fau? ¿Qué dices ahora, cabroncete?
Fau se retorcía de pie. Los guardias seguían golpeando de buena gana. Retiraron a uno que se había cebado y sudaba y rugía de ira -ocurre a menudo ese caso y si los dejaran matarían a la víctima- y siguieron los demás golpeando serenamente. Fau chillaba y pedía piedad. No salió de sus labios una sola palabra desconsiderada contra sus verdugos. Cumplían con su deber y aquellos palos entraban en el capítulo de imprevistos de su oficio. Rugía con la garganta, con la nariz. Las correas soñaban en su cuello, en sus espaldas, como tiros de pistola, y las vergas gruñían en el aire. La paliza duró todavía un cuarto de hora, hasta que un vergajazo en los ojos le hizo tambalearse y caer. Paseaba sobre la cara su mano amoratada con los artejos increíblemente inflamados. El policía le quitó las esposas, hizo que lo llevaran a un sótano y allí le arrojaron por la cabeza un par de cubos de agua. Luego el agente lo condujo a una de las puertas y lo soltó:
– ¡A ver cómo se trabaja ahora!
Fau afirmó:
– Sí, señor.
Echó a andar. El agente lo hizo detenerse aún:
Supongo que no volverás con la música de que no se fían de ti.
– No, señor.
En cuanto dobló la esquina comenzó a reconocerse las contusiones. En el rostro tenía cuatro o cinco cardenales -uno tan fuerte que le salía sangre por los poros- y por un lado la frente se levantaba en comba como si le naciera un cuerno. Se detuvo a alzarse el pantalón hasta encima de la rodilla derecha. La paliza había sido brutal. Fau registró sus bolsillos. Tenía otra vez la pistola, Y el dinero intacto. Sonrió como pudo y gruñó echando a andar, muy satisfecho:
– Menos mal.
Ya en la Cibeles se acercó a la fuente y como el cielo clareaba se miró en el agua. Movía la cabeza e iba viendo en silueta las deformidades de su cara. Se levantó, soltó a reír tan fuerte que algunas palomas madrugadoras salieron volando y luego descendió hacia el Prado afirmando en las ancas los pantalones con las muñecas porque las manos estaban inflamadas y amenazaban estallar.
– Esto no es nada -rió sabiéndose en libertad y con dinero bajo el cielo fresco y el aire húmedo-. Con un buen filete se me pasa.
Se dirigió a comer el filete a Atocha. A medida que iba bajando aumentaba la inflamación y la cara se le llenaba de manchas. Fau se repasó los dientes, probó a masticar y vio que los tenía intactos. Bajó hacia la glorieta canturreando, feliz. Pero la luz primera, tan limpia -azul mercurio- llegaba despacio y se detenía alrededor de Fau para no tocarlo. Fau entraba en los caminos de cristal del día, rezagado. En mayo venía con el disfraz de destrozona de febrero, la cara embadurnada de minio y azul, los andares inciertos, la almohada recalcando el culo y unos testículos acusándose en cada prenda femenina. Alma de mujer con pelos en barba y pecho. El amanecer cantaba sobre un pentagrama de platino las glorias florales del retiro y del Botánico, y Fau viendo el cielo se acordaba del mar azul que había en los mapas de la escuela. Cojeaba un poco, pero tenía mucha fe en las virtudes curativas del filete.
Se llevó una gran decepción al ver que la taberna estaba todavía cerrada y se puso a esperar dando vueltas a la plaza. Era más que antes la destrozona barroca en la geometría lineal de mayo. Los policías le habían dado esa paliza ritual que suelen dedicar a los que no cantan. “Hábilmente interrogado”, declaró… Fau no tenía nada que declarar, pero había sido también interrogado “hábilmente”. Lejos de los huelguistas, de los revolucionarios, lejos de los trabajadores. Pero enfrente también de los vagos poderosos. Enemigo de los unos y vapuleado por los otros. Las sombras le huían -no pudo presentir el sabotaje- y la luz se quedaba a distancia para no mancharse. No era hombre, aunque hablaba recio y blasfemaba. Los hombres no se venden ni traicionan. Tampoco era mujer, aunque mentía para crearse una situación. No le pegaban por revolucionario. Ni lo respetaban y estimaban como aliado. Le pegaban como confidente, le hubieran pegado -ya lo sacudieron otras veces- como revolucionario. No era hombre ni mujer. La destrozona que hablaba en falsete y corre con las tetas postizas bajo la chambra blanca, una escoba en la mano y el pañuelo en la cabeza sobre la joroba de esparto. Seguía dando vueltas a la plaza. Cuando vio que abrían la taberna se detuvo y cruzó la glorieta en diagonal. Se esperaba que preguntara al tabernero: “¿Me conoces?” Y que se alzara las faldas, con escándalo. Pero se limitó a golpear la mesa con el antebrazo y a reclamar el filete. El mozo le advirtió que no los había porque el día anterior, con la huelga, no habían distribuido carne. Tampoco hoy los esperaban.
Se levantó y se fue hacia Vallecas. Por el camino palpaba la pistola y gruñía contra los huelguistas. ¿Desde cuándo unos obreros agrupados en sindicatos iban a poder más que los limpios billetes burgueses? ¿No podía ser dueño del universo con los bolsillos repletos? Por el camino fue observando que en la estación del Mediodía había más movimiento que otras veces. Los trenes entraban fatigados y las locomotoras navegaban entre la urdimbre de vías y agujas. Grupos de obreros leían manifiestos y discutían. Fau echó un vistazo con el ojo que le quedaba abierto y ladeó la cabeza. Aquello anunciaba huelga. Las cosas tienen su lenguaje, y en aquel momento las techumbres de pizarra negra, los tubos de las máquinas, el ténder luctuoso y las bielas grises presagiaban el paro. Más que todas esas cosas juntas, lo que a Fau le dio la impresión de la huelga fue el fogonero que andaba indeciso entre las máquinas con el mono ferroviario colgando de la mano.
Siguió por el Pacífico. Sentía palidecer su violencia y su fuerza natural en la violencia y el poder de lo que la rodeaba: las casas, los árboles, la torre de la basílica. Sin saber qué ocurría notaba perfectamente su identificación con el paisaje urbano o su desintegración, lo que es lógico si pensamos que Fau pesaba 99 kilos y medía 1,89 metro. La paliza le había quitado autoridad con los árboles y los postes del tranvía. Se detuvo. Limpió sus narices contra el aire. Se disponía a seguir cuando a su espalda oyó redoble de tambores. Se detuvo y volvió hasta convencerse de que era un piquete que marchaba proclamando el estado de guerra.
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