– Si hubieras ido a la reunión de esta tarde, lo sabrías.
Pero se lo figura, a juzgar por las observaciones que hace. También por una pregunta inesperada de los catalanes sospecho si estarán al cabo de la calle y si se reservan pensando que no lo estoy yo, pero, en fin, lo mismo da si cada cual cumple con su deber. Samar está pensando en las Batuecas. Tarda en responder y lo hace como si despertara. De pronto pregunta:
– ¿Quiénes han matado al agente? ¿Dónde?
– ¡Qué más da! Cómo se conoce que eres periodista. Todo lo quieres saber. Aquí está el croquis, que es lo principal.
Voy señalando los hilos que entran en el transformador y los que salen. Samar piensa -la cara es el espejo del alma- que han matado al agente por su culpa y que el agente era un hombre como nosotros. Hay diferencias en la manera de ver. Para mí no era un hombre, sino un instrumento mecánico al servicio de la injusticia. A estas alturas estaría bueno que nos pusiéramos sentimentales como las beatas. Seguimos estudiando el croquis. El tabernero va y viene. Samar atiende al sobre y cuando lo doy vuelta y aparece el lado donde está escrita la dirección me lo quita, corta esa parte y se la guarda. Dice que el nombre podría ser una pista para la policía. Pero se pone pálido y para disimular fuma.
En este momento entra Fau seguido de una caterva de mendigos. Parecen los harapos de un vertedero que se han levantado detrás de él. Miseria y muerte en las ropas y en las miradas de perro. Nicanor se queda mirándolos, y Fau con un gesto de segador dice:
– Yo pago. Yo convido.
Luego se queda mirando la bombilla y de pronto pide chorizo, pan y vino. Y habla entretanto sin cesar. Ese Fau es un bicho raro.
– ¿Trabajas? -le pregunto.
– ¡Hostias, trabajo! ¿Me habéis dao trabajo vosotros?
Nicanor le sirve con una cortesía rara, como a un señor. Aunque Fau lo trata con confianza, Nicanor no le contesta más que sí o no. Los otros se adormecen o esperan la comida. Fau da un puñetazo en la mesa:
– A ver, carajo, si os ponéis alegres. Esto parece un velatorio. ¡Eh, tú! Quita la mano del bolsillo de tu compañero. ¿Crees que no te he visto? Aquí somos todos honraos.
– Lo de él es mío y lo mío es de él -replica el otro.
– Bueno; yo no te he dicho eso; al que se propase le voy a sacudir en los morros.
Ya acordado todo, yo pido dos cápsulas del 9 para completar el cargador, advirtiendo que las que faltan las he gastado. El periodista se acuerda de que el agente ha muerto de dos tiros y se mete la mano en el bolsillo y estruja un papel. Fau se acaba de marchar (después de pagar con un billete de cinco duros todo lo consumido y algunas provisiones que ha repartido entre sus invitados) repitiendo que “él es honrao”. Antes de abrir la puerta ha vacilado -lleva sus tres litros de tinto- y ha alzado la mano:
– ¡Salud!
No le contestamos. Los mendigos se han ido y quedan algunos durmiendo de bruces sobre una mesa. Nicanor coge el billete de Fau, enciende una cerilla y lo quema sobre un plato, en el mostrador. Luego me llama con un gesto y me dice en voz baja:
– Es confidente.
Me quedo mirándolo. Eso no se puede decir, así como así, de un hombre. Nicanor mueve la ceniza del billete en el plato:
– Ese dinero es de la policía. Vigiladlo y os convenceréis.
Luego, con la misma tranquilidad, tira la ceniza, se sienta y se pone a leer “El Vigía”. Yo vuelvo a mi mesa. Los compañeros de Barcelona y Ricart van a vigilar esta noche a Fau. Los demás nos vamos precipitadamente. Yo me desvío para ir a casa de Gómez y los demás marchan hacia la Moncloa. Nos encontraremos a las doce en punto junto al río, cerca del lavadero número seis.
Tengo llave y abro la puerta de la calle. Es una casa de vecindad con los cuartos alrededor de un patio. Hay Luna y la sombra es en los corredores tan negra que no me veo los dedos de la mano. No se oye sino algún ronquido y un perdigón de jaula que canta no sé dónde. ¡Vaya unas horas de cantar! Debe estar loco. También los animales se vuelven locos y si no, haber visto el caballo que esta tarde bailaba en la plaza de Neptuno. Aunque eso de cantar a estas horas, estando preso también lo hacía yo porque de noche la voz llega más lejos, como si uno estuviera en libertad.
El cuarto es el número 37. El cordel está puesto y no hay más que tirar. Ya dentro, me encuentro a Gómez en mangas de camisa engrasando la pistola. Me dice que hable en voz baja porque su compañera y los chicos duermen.
– ¿Conseguiste el cable?
Me lo enseña arrollado al cuerpo entre la camisa y la camiseta.
– Tiene casi un centímetro de sección. Con esto se podrían hasta fundir las dinamos.
Una vez dijo Samar que el anarquismo era una religión y yo me figuré a Gómez de sacerdote. Claro que todo es un decir. No hay religión ni hay sacerdote. Son ocurrencias.
Salimos, y al poner la mano en la puerta aparece el chico mayor de Gómez, vestido, lavado, peinado. El padre pregunta: -¿De dónde sales?
Tiene once años y le brilla la punta de la nariz.
– Déjame ir con vosotros.
Gómez se guarda la pistola, de la que el chico no quitaba la vista. Me mira sin poder reprimir la satisfacción. Luego vuelve la cabeza. El chico insiste:
– Anda, padre; os puedo ayudar. Yo conozco desde lejos a los agentes de la brigada social.
Gómez ve en los ojos del pequeño la ansiedad. Yo lo que veo es que lo mira a su padre como a un Dios. Para esto vale la pena tener hijos. Gómez lo agarra del pescuezo y lo empuja adelante: -¡Hala, muchacho, y aprende de tu padre! Sale el pequeño retozando como el perrillo con los cazadores. Entra y sale en la zona de la Luna, y ahora el sabotaje es una broma de chicos. Ya en la calle, nos encaminamos al lugar de la acción. El pequeño corretea siempre delante, explorando el terreno. Antes de volver una esquina es él quien se asoma a ver si hay vía libre. Gómez, aunque no lo dice, está muy satisfecho de su hijo. Con esas inclinaciones a sus años, nadie sabe dónde puede llegar.
En el camino hasta los lavaderos, más abajo de la Moncloa, no hay novedad aunque hemos cambiado la ruta dos veces para no encontrarnos con grupos sospechosos contra los cuales nos avisaba el pequeño. Hay buena Luna y con ello nos resguardamos en el campo, porque las zonas de sombra nos ocultan mejor que si no la hubiera y las de luz nos dejan ver lo que pasa a nuestro alrededor. Cuando llegamos están allí todos. Son siete. Gómez y Samar llevan la parte más delicada del trabajo; nosotros cinco les guardaremos las espaldas. Graco parece que está borracho y no de vino porque no lo cata; Juan Segovia, fuerte y rojo, de diecinueve años, aparenta treinta y cinco; Santiago, un buen organizador; y Buenaventura, uno pequeño y cetrino que vende periódicos antirreligiosos a las puertas de las iglesias y cada dos o tres días tiene que liarse a trompadas con algún señorito. Gómez y Samar repasan el material. El chico se ha sentado en un altozano y vigila. Ha sido un acierto el citarse aquí porque en los lavaderos hay ropa y a distancia nos podemos confundir con ella. Gómez pide los otros dos cables y los trajes aisladores. Hay dos pares de guantes pero sólo un traje. Samar dice que con sólo los guantes no se atreve a manipular en unos cables que llevan ciento veinte mil voltios. Los demás lamentan no haber conseguido más material y se acuerda que Gómez se ponga los dos pares de guantes y el traje y manipule solo, aunque Samar irá de ayudante. Los tres cables se los ha arrollado Gómez en bandolera. Se ha puesto el traje y los guantes. En la punta de cada cable ha hecho un doble gancho. Da a Samar su pistola y se separan de nosotros después de haber comprobado una vez más la posición del transformador, del poste metálico, y los alrededores. Cuando han avanzado unos doscientos metros, los seguimos pistola en mano. Gómez, con ese gusto suyo por las cosas solemnes, nos ha dicho:
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