Luego viene la información. Como era de esperar, la muerte de los compañeros la atribuye a “los disparos de los propios obreros” y para esto le sirve la imprecisión del dictamen de las autopsias. Cree que se trata de un movimiento nacional. Recurre al sentimiento de responsabilidad de los socialistas y les recuerda a los dirigentes que serían las primeras víctimas del populacho embravecido. Alaba los buenos sentimientos demostrados al decretar el paro “con objeto de que los obreros asistieran al entierro”, lamenta las muertes de los cuatro manifestantes y afirma que nunca ha sido más sólida la situación del régimen. Por la sintaxis de esos últimos renglones se advierte que el que los escribía estaba pensando todo lo contrario.
Aparte y con un subtítulo a dos columnas leo: “Uno de los cadáveres ha desaparecido”. Se refieren, más adelante, a Germinal. Esta noticia le devuelve la vida. El Cid ganó batallas después de muerto, y Germinal si no las gana las pierde, que es lo mismo. Los agentes van y vienen:
– ¿Se sabe quien es ese muerto?
Como está desnudo llegan a pensar que es un guardia de asalto o un agente despojado por los revolucionarios hasta de sus ropas íntimas, y como conserva la huella de la autopsia piensan que éstos se han ensañado a puñaladas con el cadáver. Al final, entre la lista de muertos ingresados en el depósito, aparece éste sin identificar, con “heridas de bala y cortantes”. El pobre Germinal ha muerto dos veces. Los otros dos han sido enterrados en la fosa común.
Llegan dos de mis amigos. Mientras comienzo a comer me hablan de un manifiesto para que no vuelvan al trabajo los socialistas. Una proposición sobre el contacto con el resto de la organización en provincias, la fusión de la local, la regional y el comité de la Federación de grupos en un organismo revolucionario con plenos poderes, y como puntos de acción inmediata la agitación en el barrio del Norte con vistas al asalto del cuartel de Artillería del 75 ligero. En el pabellón del coronel de ese regimiento vive Amparo, mi novia. Un instante quedo sorprendido bajo la hipótesis de que intentan sondearme para ver cómo reacciono. Cuando me he convencido de que nada saben, me tranquilizo y sigo comiendo. Uno de ellos dice que el cuartel “se puede trabajar”.
– ¿Por qué?
– Hombre. Yo vivo cerca. Y al pasar por la parte de atrás hablo a veces con el centinela. “¿Qué, cuándo acabamos con los jefes?”, le dije a uno el otro día.
– ¿Y qué te contestó?
– Nada. Me pidió un cigarro y se rió.
Cuando ese tipo se alejó, yo me dije mirando su espalda: “¡Oh, el hijo de la gran puta!”
X. CASA DE NICANOR. SABOTAJE. LA VIRTUOSA EMILIA (TIENE LA PALABRA URBANO FERNÁNDEZ, DE GAS Y ELECTRICIDAD)
Estuve en la cárcel, prometí que aquel oficial me las pagaría y me las pagó después cuando salí. Yo volví a la ergástula. Pero me trataron de manera diferente. Los oficiales ya no me molestaban. Estuve como en un hotel. Algunos quisieron hacerse amigos, me daban con la mano en el hombro, “Bah -decía yo dejándome querer-. Saben que mato gente”, y no les hacía caso. La cárcel fue una universidad para mí, como les ocurre a muchos. Aprendí a distinguir las escuelas sociales y las distintas ideologías. Y luego, lo que aprende uno con su propio caletre, sin hablar con nadie. Yo supe entonces que para mí no había manera de ser alguien más que llevando la pistola y manejándola de vez en cuando con provecho. Y aquí estoy. ¿No nos matan ellos a nosotros con la pobreza y el agotamiento físico? Pues es lo que yo me digo. No hay más que hablar.
Entro en la calle de los Tres Peces. Está obscura y tiene esquinas mojadas desde donde salen meadas para todas partes. Los portales están cerrados y en uno duermen dos obreros. A su lado hay un individuo alto y fuerte dándoles con el pie:
– ¡Arriba, coño! Os convido.
Está borracho. En la voz conozco que es Fau:
– Salud, Fau.
– ¿Eres tú, Urbano? Míralos. Duermen como cerdos.
– ¿Qué quieres?
– Convidarlos. Esta noche convido a Dios y a su madre. Allá tengo a cinco amigos más.
Hay un pequeño corro cerca de la taberna de Nicanor. Salen de allí voces:
– Déjalos, Fau.
Uno de los dormidos se incorpora:
– ¿Qué quiere usted?
Fau se pone las manos en las ancas y mueve la cabeza de arriba abajo:
– ¡Hace falta ser hijo de cerda! ¿No ves que te convido? Cuando alguno convida, no se pregunta más.
Tienen hambre porque se levantan los dos y siguen a Fau. Yo le doy un golpe en la espalda y cuando se revuelve echando mano al cinto le digo:
– ¿Y a mí? ¿No me convidas?
Se queda mirándome. Yo lo aparto de un empujón y entro en la taberna. Está borracho y no le hago caso.
Hay poca gente. La gente no hace falta más que en los entierros y en las procesiones. En una mesa están Sallent y Escuder, que han llegado hoy de Barcelona. En otra está Samar. No se conocen. Nicanor, el tabernero, fue hace años un buen militante, pero se casó con la hija de un capataz y lo echó todo a rodar. No se ha olvidado de nosotros y siempre que puede nos ayuda de una manera u otra. Tiene una idea especial de lo nuestro. Dice que estamos ahora como los cristianos en la época de las catacumbas. En todas partes nos encontramos, pero en todas partes nos sacude la autoridad. Cree que es cuestión de dos o tres siglos y que empezaremos muy mal, pero que cinco siglos después de empezar ya las cosas irán marchando. Pasado mañana, como quien dice. El caso es que nos ayuda y que no es mala persona. Un poco chiflado, como se habrá visto.
Con los dos compañeros catalanes voy a la mesa de Samar: -Estos que no conoces son Sallent, de la comarcal de Lérida, y Escuder, de Barcelona.
Van a Andalucía a hacer un informe para la regional de acuerdo con la organización de Sevilla. Escuder es pequeño y lleva gafas. Sallent es más buen mozo. Hablamos. Los dos quieren unirse a nuestra brigada para el sabotaje, pero hago ver a Escuder que no reúne condiciones físicas, por las gafas. Samar dice que si tienen una misión en Andalucía nada deben hacer en Madrid. Yo también lo veo así.
Escuder está extrañado de que la organización de Madrid haya sido capaz de armar todo este tinglado y dice que en Cataluña no lo acaban de creer. Sallent está frito porque no lo dejamos venir con nosotros. Tiene razón. No es tan fácil encontrarse así, de pronto y por carambola, una ocasión de actuar. Llegan tres más. Somos siete, contando a los catalanes. Ninguno toma bebidas alcohólicas más que Samar, que tiene una copa de coñac delante. Esa copa es como una opinión de las que él saca a veces en contra. Los catalanes están asombrados ante la potencialidad del Centro. Los tres compañeros que llegan y que son Juan Segovia, Felipe Ricart y Graco traen noticias. Dicen que están respondiendo con huelgas generales todas las organizaciones de las dos Castillas y cuando decimos que vamos por todo y que Cataluña y Andalucía no tendrán más remedio que seguir, los catalanes se quedan pensativos pero no pueden disimular la emoción. Vamos a acordar los puntos del sabotaje. A nosotros nos toca la línea Sudeste sobre el gráfico que hizo Samar. A las doce estarán allí dos compañeros más, que pertenecen a nuestra brigada, y hay que ir a buscar a Gómez dentro de media hora, a ver si ha conseguido el cable de cobre que nos falta. Veo que los compañeros de Barcelona no están en interioridades y me reservo. Tampoco lo están del todo los demás camaradas de este grupo. ¿Para qué? Basta con saber lo que de momento hay que hacer. Se trata de obligar al gobierno a declarar el estado de guerra. Esta será la señal para que se lance a fondo toda la organización. Samar me ha hecho algunas preguntas y le he contestado.
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