Roberto Arlt
Los siete locos
Índice
Capítulo I
La sorpresa
Estados de conciencia
El terror en la calle
Un hombre extraño
El odio
Los sueños del inventor
El astrólogo
Las opiniones del rufián melancólico
El humillado
Capas de oscuridad
La bofetada
"Ser" a través de un crimen
La propuesta
Arriba del árbol
Capítulo II
Incoherencias
Ingenuidad e idiotismo
La casa negra
La circular
Trabajo de la angustia
El secuestro
Capítulo III
El látigo
Discurso del astrólogo
La farsa
El buscador de oro
La coja
En la caverna
Los Espila
Dos almas
La vida interior
Un crimen
Sensación de lo subconsciente
La revelación
Acerca de Roberto Arlt
Arlt, Roberto Los siete locos / Roberto Arlt. - 1a ed . - Gualeguaychú : Tolemia, 2020. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-3776-10-6 1. Narrativa Argentina. I. Título. CDD A863 |
Editorial Tolemia
Urquiza al Oeste - Parada 52820 - Entre Ríos
Digitalización a eBook: Sofía Olguín
Acerca de Los siete locos
Desesperado por sus fracasos, la falta de dinero y la ausencia de perspectivas de una vida carente de sentido, Remo Erdosain decide unirse a una sociedad secreta que pretende destruir orden imperante mediante una violenta revolución social de la que lo único que conoceremos es que será “terrible”, y financiada por una gigantesca red de prostíbulos regenteados por Haffner, “El Rufián Melancólico”.
Considerada la mejor novela argentina de todos los tiempos, en una de sus columnas periodísticas, el propio autor dirá de Los siete locos: “El plazo de acción de mi novela es reducido. Abarca tres días con sus tres noches. Se mueven, aproximadamente, veinte personajes. De estos veinte personajes, siete son centrales, es decir, constituyen el eje del relato. Siete ejes, mejor dicho, que culminan en un protagonista. “Estos individuos, canallas y tristes, viles soñadores, están atados o ligados entre sí, por la desesperación.
“La desesperación en ellos está originada, más que por la pobreza material, por otro factor: la desorientación que ha revolucionado la conciencia de los hombres, dejándolos vacíos de ideales y esperanzas.
Hombres y mujeres, en la novela, rechazan el presente y la civilización, tal cual está organizada. Odian esta civilización. Quisieran creer en algo, arrodillarse ante algo, amar algo. Aunque quieren creer, no pueden. Todos ellos saben perfectamente que la felicidad les está negada; pero, como bestias encadenadas, se revuelven contra esta fatalidad: quieren ser felices, y como el bien les ha cerrado las puertas, piensan monstruosidades que los llenan de remordimientos, de más necesidades de cometer delitos para ahogar el grito de sus conciencias malditas”. Publicada en 1929, Los siete locos, culminará en Los Lanzallamas, editada dos años después.
Capítulo I
La sorpresa
Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.
Lo esperaban el director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a “lo Humberto I°”, y una mirada implacable filtrándose por sus pupilas grises como las de un pez; Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco, cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada dura como la de su progenitor. Estos tres personajes, el director inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el respaldar, y el señor Gualdi respetuosamente de pie junto al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain. Sólo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:
–Tenemos la denuncia de que usted es un estafador, que nos ha robado seiscientos pesos.
–Con siete centavos –agregó el señor Gualdi, a tiempo que pasaba un secante sobre la firma que en una planilla había rubricado el director. Entonces, éste, como haciendo un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos trabados entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz, a través de los párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor examinaba el demacrado semblante de Erdosain, que permanecía impasible.
–¿Por qué anda usted tan mal vestido? –interrogó.
–No gano nada como cobrador.
–¿Y el dinero que nos ha robado?
–Yo no he robado nada. Son mentiras.
–Entonces, ¿está en condiciones de rendir cuentas, usted?
–Si quieren, hoy mismo a mediodía.
La contestación lo salvó transitoriamente. Los tres hombres se consultaron con la mirada, y, por último, el subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo la aquiescencia del padre:
–No... tiene tiempo hasta mañana a las tres. Tráigase las planillas y los recibos... Puede irse.
Lo sorprendió tanto esa resolución que permaneció allí tristemente, de pie, mirándolos a los tres. Sí, a los tres. Al señor Gualdi, que tanto lo había humillado a pesar de ser un socialista; al subgerente, que con insolencia había detenido los ojos en su corbata deshilachada; al director, cuya tiesa cabeza de jabalí rapado se volvía a él, filtrando una mirada cínica y obscena a través de la raya gris de los párpados entrecerrados.
Sin embargo, Erdosain no se movía de allí... Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la mirada se le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó:
–¿Entonces, puedo irme?
–Sí...
–No... Entréguele los recibos a Suárez y mañana a las tres esté aquí, sin falta, con todo.
–Sí... todo... –y volviéndose, salió sin saludar.
Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El sol descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas.
Más tarde recordó que ni por un instante se le había ocurrido preguntarse quién podría haberlo denunciado.
Estados de conciencia
Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha.
Este círculo de silencio y de tinieblas interrumpía la continuidad de sus ideas, de forma que Erdosain no podía asociar, con el declive de su razonamiento, su hogar llamado casa con una institución designada con el nombre de cárcel.
Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es enervante. Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre.
Si continuó trabajando en la Compañía Azucarera no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque esperaba un acontecimiento extraordinario –inmensamente extraordinario– que diera un giro inesperado a su vida y lo salvara de la catástrofe que veía acercarse a su puerta.
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