Roberto Arlt - Los Lanzallamas

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Mientras desde la quinta de Temperley, el Astrólogo encuentra el modo de desatar el caos que lleve a la ansiada revolución, en Los Lanzallamas, los funambulescos personajes de Los siete locos viven los episodios finales de sus alucinadas existencias. «Estos individuos, canallas y tristes, viles soñadores, están atados o ligados entre sí, por la desesperación. Todos ellos saben perfectamente que la felicidad les está negada; pero, como bestias encadenadas, se revuelven contra esta fatalidad: quieren ser felices, y como el bien les ha cerrado las puertas, piensan monstruosidades que los llenan de remordimientos, de más necesidades de cometer delitos para ahogar el grito de sus conciencias malditas». Publicada en 1929, Los siete locos, culminará en
Los Lanzallamas, editada dos años después.

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Los Lanzallamas

Los Lanzallamas

Roberto Arlt

Arlt, Roberto Los lanzallamas / Roberto Arlt. - 1a ed . - Gualeguaychú : Tolemia, 2020. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-3776-09-0 1. Narrativa Argentina. I. Título. CDD A863

Editorial Tolemia

Urquiza al Oeste - Parada 52820 - Entre Ríos

Digitalización a eBook: Sofía Olguín

Índice

Palabras del autor

Tarde y noche del día viernes

El hombre neutro

Los amores de Erdosain

El sentido religioso de la vida

La cortina de angustia

Haffner cae

Barsut y el Astrólogo

El Abogado y el Astrólogo

Hipólita sola

Tarde y noche del día sábado

La agonía del Rufián Melancólico

El poder de las tinieblas

Los anarquistas

El proyecto de Eustaquio Espila

Bajo la cúpula de cemento

Día domingo

El enigmático visitante

El pecado que no se puede nombrar

Las fórmulas diabólicas

El paseo

Donde se comprueba que el hombre que vio a la partera no era trigo limpio

Trabajando en el proyecto

Día viernes

Los dos bergantes

Ergueta en Temperley

Un alma al desnudo

“La buena noticia”

La fábrica de fosgeno

“Perece la casa de la iniquidad”

El homicidio

Una hora y media después

Epílogo

Palabras del autor

Con Los lanzallamas finaliza la novela de Los siete locos.

Estoy contento de haber tenido la voluntad de tra­bajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Es­cribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.

Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedi­miento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.

Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, cons­tituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuan­do se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.

Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias.

Para hacer estilo son necesarias comodidades, ren­tas, vida holgada. Pero, por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente proce­dimiento para singularizarse en los salones de sociedad.

Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se des­morona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.

Variando, otras personas se escandalizan de la bru­talidad con que expreso ciertas situaciones perfecta­mente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de “Ulises”: un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.

Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.

En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.

De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:

“El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realis­mo de pésimo gusto, etc., etc.”

No, no y no.

Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino es­cribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un “cross” a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y “que los eunucos bufen”.

El porvenir es triunfalmente nuestro. Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la “Underwood”, que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero… mientras escribo estas líneas, pienso en mi próxima novela. Se titulará “El amor brujo” y aparecerá en agosto del año 1932.

Y que el futuro diga.

Roberto Arlt

Tarde y noche del día viernes

El hombre neutro

El Astrólogo miró alejarse a Erdosain, esperó que éste doblara en la esquina, y entró a la quinta mur­murando:

–Sí… pero Lenin sabía adónde iba.

Involuntariamente se detuvo frente a la mancha verde del limonero en flor. Blancas nubes triangulares recortaban la perpendicular azul del cielo. Un remo­lino de insectos negros se combaba junto a la enre­dadera de la glorieta.

Con la punta de su grosero botín el Astrólogo rayó pensativamente la tierra. Mantenía sumergidas las manos en su blusón gris de carpintero, y la frente se le abultaba sobre el ceño, en arduo trabajo de cavilación.

Inexpresivamente levantó la vista hasta las nubes. Remurmuró:

–El diablo sabe adónde vamos. Lenin sí que sabía…

Sonó el cencerro que, suspendido de un elástico, servía de llamador en la puerta. El Astrólogo se enca­minó a la entrada. Recortada por las tablas de la portezuela, distinguió la silueta de una mujer pelirroja. Se envolvía en un tapado color viruta de madera. El Astrólogo recordó lo que Erdosain le contara referente a la Coja en días anteriores, y avanzó adusto.

Cuando se detuvo en la portezuela, Hipólita lo exa­minó sonriendo. “Sin embargo, sus ojos no sonríen”, pensó el Astrólogo, y al tiempo que abría el can­dado, ella, por encima de las tablas de la portezuela, exclamó:

–Buenas tardes. ¿Usted es el Astrólogo?

“Erdosain ha hecho una imprudencia”, pensó. Luego inclinó la cabeza para seguir escuchando a la mujer que, sin esperar respuesta, prosiguió:

–Podían poner números en estas calles endiabladas. Me he cansado de tanto preguntar y caminar… –efectivamente, tenía los zapatos enfangados, aunque ya el barro secábase sobre el cuero–. Pero qué linda quinta tiene usted. Aquí debe vivir muy bien…

El Astrólogo sin mostrarse sorprendido la miró tranquilamente. Soliloquió: “Quiere hacerse la cínica y la desenvuelta para dominar”.

Hipólita continuó:

–Muy bien… muy bien… A usted le sorprenderá mi visita, ¿no?

El Astrólogo, embutido en su blusón, no le contestó una palabra. Hipólita, desentendiéndose de él, examinó de una ojeada la casa chata, la rueda del molino, coja de una paleta, y los cristales de la mampara. Terminó por exclamar:

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