Los Lanzallamas
Los Lanzallamas
Roberto Arlt
Arlt, Roberto Los lanzallamas / Roberto Arlt. - 1a ed . - Gualeguaychú : Tolemia, 2020. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-3776-09-0 1. Narrativa Argentina. I. Título. CDD A863 |
Editorial Tolemia
Urquiza al Oeste - Parada 52820 - Entre Ríos
Digitalización a eBook: Sofía Olguín
Índice
Palabras del autor
Tarde y noche del día viernes
El hombre neutro
Los amores de Erdosain
El sentido religioso de la vida
La cortina de angustia
Haffner cae
Barsut y el Astrólogo
El Abogado y el Astrólogo
Hipólita sola
Tarde y noche del día sábado
La agonía del Rufián Melancólico
El poder de las tinieblas
Los anarquistas
El proyecto de Eustaquio Espila
Bajo la cúpula de cemento
Día domingo
El enigmático visitante
El pecado que no se puede nombrar
Las fórmulas diabólicas
El paseo
Donde se comprueba que el hombre que vio a la partera no era trigo limpio
Trabajando en el proyecto
Día viernes
Los dos bergantes
Ergueta en Temperley
Un alma al desnudo
“La buena noticia”
La fábrica de fosgeno
“Perece la casa de la iniquidad”
El homicidio
Una hora y media después
Epílogo
Palabras del autor
Con Los lanzallamas finaliza la novela de Los siete locos.
Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.
Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.
Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.
Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias.
Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero, por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.
Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.
Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de “Ulises”: un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.
Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.
En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.
De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:
“El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc.”
No, no y no.
Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un “cross” a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y “que los eunucos bufen”.
El porvenir es triunfalmente nuestro. Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la “Underwood”, que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero… mientras escribo estas líneas, pienso en mi próxima novela. Se titulará “El amor brujo” y aparecerá en agosto del año 1932.
Y que el futuro diga.
Roberto Arlt
Tarde y noche del día viernes
El hombre neutro
El Astrólogo miró alejarse a Erdosain, esperó que éste doblara en la esquina, y entró a la quinta murmurando:
–Sí… pero Lenin sabía adónde iba.
Involuntariamente se detuvo frente a la mancha verde del limonero en flor. Blancas nubes triangulares recortaban la perpendicular azul del cielo. Un remolino de insectos negros se combaba junto a la enredadera de la glorieta.
Con la punta de su grosero botín el Astrólogo rayó pensativamente la tierra. Mantenía sumergidas las manos en su blusón gris de carpintero, y la frente se le abultaba sobre el ceño, en arduo trabajo de cavilación.
Inexpresivamente levantó la vista hasta las nubes. Remurmuró:
–El diablo sabe adónde vamos. Lenin sí que sabía…
Sonó el cencerro que, suspendido de un elástico, servía de llamador en la puerta. El Astrólogo se encaminó a la entrada. Recortada por las tablas de la portezuela, distinguió la silueta de una mujer pelirroja. Se envolvía en un tapado color viruta de madera. El Astrólogo recordó lo que Erdosain le contara referente a la Coja en días anteriores, y avanzó adusto.
Cuando se detuvo en la portezuela, Hipólita lo examinó sonriendo. “Sin embargo, sus ojos no sonríen”, pensó el Astrólogo, y al tiempo que abría el candado, ella, por encima de las tablas de la portezuela, exclamó:
–Buenas tardes. ¿Usted es el Astrólogo?
“Erdosain ha hecho una imprudencia”, pensó. Luego inclinó la cabeza para seguir escuchando a la mujer que, sin esperar respuesta, prosiguió:
–Podían poner números en estas calles endiabladas. Me he cansado de tanto preguntar y caminar… –efectivamente, tenía los zapatos enfangados, aunque ya el barro secábase sobre el cuero–. Pero qué linda quinta tiene usted. Aquí debe vivir muy bien…
El Astrólogo sin mostrarse sorprendido la miró tranquilamente. Soliloquió: “Quiere hacerse la cínica y la desenvuelta para dominar”.
Hipólita continuó:
–Muy bien… muy bien… A usted le sorprenderá mi visita, ¿no?
El Astrólogo, embutido en su blusón, no le contestó una palabra. Hipólita, desentendiéndose de él, examinó de una ojeada la casa chata, la rueda del molino, coja de una paleta, y los cristales de la mampara. Terminó por exclamar:
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