Roberto Arlt - Los Lanzallamas

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Mientras desde la quinta de Temperley, el Astrólogo encuentra el modo de desatar el caos que lleve a la ansiada revolución, en Los Lanzallamas, los funambulescos personajes de Los siete locos viven los episodios finales de sus alucinadas existencias. «Estos individuos, canallas y tristes, viles soñadores, están atados o ligados entre sí, por la desesperación. Todos ellos saben perfectamente que la felicidad les está negada; pero, como bestias encadenadas, se revuelven contra esta fatalidad: quieren ser felices, y como el bien les ha cerrado las puertas, piensan monstruosidades que los llenan de remordimientos, de más necesidades de cometer delitos para ahogar el grito de sus conciencias malditas». Publicada en 1929, Los siete locos, culminará en
Los Lanzallamas, editada dos años después.

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Hipólita asintió, presa de malestar. Todo aquello era innegable, pero, ¿con qué objeto le comunicaban tales verdades? No se entra con placer a un arenal ardiente. El Astrólogo se encogió de hombros:

–¡Hum!… ya sé que esto no es agradable. Da frío en las espaldas, ¿no?… ¡Oh! hace años que me lo digo. Cierro los ojos y dejo caer mi alma desde cual­quier ángulo. A veces como los periódicos. Mire el diario de hoy… –sacó una página de telegramas del bolsillo y leyó–. “En el Támesis se hundieron dos bar­cas. En Bello Horizonte se produjo un tiroteo entre dos facciones políticas. Se ejecutó en masa a los par­tidarios de Sacha Bakao. La ejecución se llevó a cabo atando a los reos a la boca de los cañones de una for­taleza en Kabul. Cerca de Mons, Bélgica, hubo una explosión de grisú en una mina. Frente a las costas de Lebú, Chile, se hundió un ballenero. En Franckfort, Kentucky, se entablarán demandas contra los perros que dañen al ganado. En Dakota se desplomó un puen­te. Hubo treinta víctimas. Al Capone y George Moran, bandidos de Chicago, han efectuado una alianza”. ¿Qué me dice usted? Todos los días así. Nuestro corazón no se emociona ya ante nada. Cuando un periódico aparece sin catástrofes sensacionales, nos encogemos de hombros, y lo tiramos a un rincón. ¿Qué me dice usted? Estamos en el año 1929.

Hipólita cerró los ojos pensando: “En verdad ¿qué puedo decirle a este hombre? Tiene razón, pero ¿aca­so yo tengo la culpa?”. Además, sentía frío en los pies.

–¿Qué le pasa que se ha quedado tan callada? ¿Entiende lo que le digo?

–Sí, lo entiendo, y pienso que cada uno tiene que conocer en la vida muchas tristezas. Lo notable es que cada tristeza es distinta de la otra, porque cada una de ellas se refiere a una alegría que no podemos tener. Usted me habla de catástrofes presentes, y yo me acuerdo de sufrimientos pasados; tengo la sensa­ción de que me arrancaron el alma con una tenaza, la pusieron sobre un yunque y descargaron tantos martillazos, hasta dejármela aplastada por completo.

El Astrólogo sonrió imperceptiblemente y repuso:

–Y el alma se queda a ras de tierra, como si tratara de escapar de un bombardeo invisible.

Hipólita apretó los párpados. Sin poder explicarse el porqué, recuerda la época vivida con su amante en un pueblo de campo. El pueblo consistía en una calle recta. No tiene que hacer el más mínimo esfuerzo para distinguir la fachada del almacén, el hotel y la fonda; el almacén era de ramos generales. La tienda del turco, la carpintería, más allá un taller mecánico, cercos de corrales, vista al campo obstaculizada por unas tapias de ladrillos, galpones inmensos, gallinas picoteando restos de caseína frente a un tambo, un automóvil se detenía junto a la usina de gas pobre, una mujer con la cabeza cubierta con una toalla desaparecía detrás de un cerco. Ese era el campo. Las mujeres se valoraban allí por la hijuela heredada. Los hombres apeándose del Ford entraban al hotel. Ha­blaban de trigo y jugaban un partido al billar. Los criollos hambrientos no iban al hotel; ataban los ca­ballos escuálidos en los postes torcidos que había frente a la fonda, como a la orilla del mar.

El Astrólogo la examinaba en silencio. Comprende que Hipólita se ha desplomado en el pasado, atrapada por antiguas ligaduras de sufrimiento. Hipólita corre velozmente hacia una visión renovada: en el interior de ella se desenvuelve vertiginosamente la estación del ferrocarril, el desvío con un paragolpes en un terromontero verde; líneas de galpones de cinc resu­citan ante sus ojos, se abandona a esta evocación y una voz dulcísima murmura en ella, como si estuviera narrando su recuerdo: “El viento movía el letrero de una peluquería, y el sol reverberaba en los techos in­clinados y reventaba las tablas de todas las puertas. Cada rojiza puerta cerrada cubría un zaguán pintado imitación piedra, con mosaicos de tres colores. En cada una de esas casas, pintadas también imitación papel, había una sala con un piano y muebles cuida­dosamente enfundados”.

–¿Piensa todavía usted?

Hipólita lo envolvió en una de sus miradas rápidas, luego:

–No sé por qué. Cuando usted habló de aquellas ciudades distantes, me acordé del campo donde había vivido un tiempo, triste y sola. ¿Por qué motivo no puede uno sustraerse a ciertos recuerdos? Reveía todo como en una fotografía…

–¿Sufrió mucho usted allí?

–Sí… la vida de los demás me hacía sufrir.

–¿Por qué?

–Era una vida bestial la de esa gente. Vea… del campo me acuerdo el amanecer, las primeras horas después de almorzar y del anochecer. Son tres terri­bles momentos de ese campo nuestro, que tiene una línea de ferrocarril cruzándolo, hombres con bomba­chas parados frente a un almacén de ladrillos colora­dos y automóviles Ford haciendo línea a lo largo de la fachada de una Cooperativa.

El Astrólogo asiente con la cabeza, sonriendo de la precisión con que la muchacha roja evoca la llanura habitada por hombres codiciosos.

–Me acuerdo… en todas las partes y en todas las casas se hablaba de dinero. Ese campo era un pedazo de la provincia de Buenos Aires, pero… ¡qué impor­ta!, allí esos hombres y esas mujeres, hijos de italianos, de alemanes, de españoles, de rusos o de turcos, hablaban de dinero. Parecía que desde criaturas es­taban acostumbrados a oír hablar del dinero. Al juzgar los hombres y sus pasiones, todos sus sentimientos los controlaba una sed de dinero. Jamás hablaban de la pasión sin asociarla al dinero. Juzgaban los casamien­tos y los noviazgos por el número de hectáreas que sumaban tales casamientos, por los quintales de trigo que duplicaban esos matrimonios, y yo, perdida entre ellos, sentía que mi vida agonizaba precozmente, peor que cuando vivía en el más incierto de los presentes de la ciudad. ¡Oh!, y era inútil querer escaparse de la fatalidad del dinero.

Crepita el uik-uik de un pájaro invisible en lo ver­de. Una hormiga negra asciende por el zapato de Hipólita. El Astrólogo sonríe sin apartar los ojos del semblante de Hipólita y reflexiona.

–El dinero y la política es la única verdad para la gente de nuestro campo.

–Pero aquello ya era increíble. En la mesa, a la hora del té, cenando y después de cenar, hasta antes de acostarse, la palabra dinero venía a separar a las almas. Se hablaba del dinero a toda hora, en todo mi­nuto; el dinero estaba ligado a los actos más insignifi­cantes de la vida cotidiana; en el dinero pensaban las madres cuyos hijos deseaban que ellas se murieran de una vez para heredarlas, las muchachas antes de acep­tar un novio pensaban en el dinero, los hombres, antes de escoger una mujer investigaban su hijuela, y en este pueblo horroroso, con su calle larga, yo me moví un tiempo como hipnotizada por la angustia.

–Siga… es interesante.

–Hombres y mujeres me miraban como forastera, hombres y mujeres pensaban con piedad en mi su­puesto marido. ¿Por qué no se habría casado él con una muchacha de plata, o con la hija del habilitado de X y Cía., en vez de hacerlo con una mujer delgadita que no tenía dinero, sino pobreza?

El Astrólogo encendió un cigarrillo y observó encuriosado a Hipólita, mientras la llama del fósforo brillaba entre sus dedos.

–Es notable… ¿Nunca, nunca habló usted con otra persona de lo que me cuenta a mí?

–No, ¿por qué?

–He tenido la sensación de que usted estaba va­ciando una angustia vieja frente a mí. –El Astrólogo se puso de pie–. Vea, es mejor que se levante… si no se va a “enfriar”.

–Sí… tengo los pies escarchados.

Caminaba ahora entre tumultuosos macizos ennegre­cidos por el crepúsculo. A veces entre un cruce de ra­mas se escuchaba el rebullir de una nidada de pájaros. Hacia el nordeste, el cielo color de aceituna estaba rayado por inmensas sábanas de cobre.

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