Roberto Arlt - Los Lanzallamas

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Mientras desde la quinta de Temperley, el Astrólogo encuentra el modo de desatar el caos que lleve a la ansiada revolución, en Los Lanzallamas, los funambulescos personajes de Los siete locos viven los episodios finales de sus alucinadas existencias. «Estos individuos, canallas y tristes, viles soñadores, están atados o ligados entre sí, por la desesperación. Todos ellos saben perfectamente que la felicidad les está negada; pero, como bestias encadenadas, se revuelven contra esta fatalidad: quieren ser felices, y como el bien les ha cerrado las puertas, piensan monstruosidades que los llenan de remordimientos, de más necesidades de cometer delitos para ahogar el grito de sus conciencias malditas». Publicada en 1929, Los siete locos, culminará en
Los Lanzallamas, editada dos años después.

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–¡Qué notable! ¿Quién le ha torcido la cola al gallo de la veleta? El viento no puede ser… –bajó inmediatamente el tono de voz y preguntó–. ¿Erdosain?

“No me equivoqué”, pensó el Astrólogo. “Es la Coja”.

–¿Así que usted es amiga de Erdosain? ¿La esposa de Ergueta? Erdosain no está. Hará diez minutos que salió. Es realmente un milagro que no se hayan en­contrado.

–También usted a qué barrios viene a mudarse. La quinta me gusta. No puedo decir que no me guste. ¿Tiene mujeres, aquí?

El Astrólogo no quitó las manos de los bolsillos de su blusón. Engallada la cabeza, escuchaba a Hipólita, escrutándola con un guiño que le entrecerraba los párpados, como si filtrara a través de sus ojos las posibles intenciones de su visitante.

–¿Así que usted es amiga de Erdosain?

–Va la tercera vez que me lo pregunta. Sí, soy amiga de Erdosain… pero, ¡Dios mío!, qué hombre desa­tento es usted. Hace tres horas que estoy parada, ha­blando, y todavía no me ha dicho: “Pase, ésta es su casa, tome asiento, sírvase una copita de coñac, quítese el sombrero”.

El Astrólogo cerró un párpado. En su rostro rom­boidal quedó abierto un ojo burlón. No le irritaba la extraña volubilidad de Hipólita. Comprendía que ella pretendía dominarlo. Además, hubiera jurado que en el bolsillo del tapado de la mujer ese relieve cilíndrico, como el de un carretel de hilo, era el tambor de un revólver. Replicó agriamente.

–¿Y por qué diablos yo la voy a hacer pasar a mi casa? ¿Quién es usted? Además, mi coñac lo reservo para los amigos, no para los desconocidos.

Hipólita se llevó la mano al bolsillo de su tapado. “Allí tiene el revólver”, pensó el Astrólogo. E insistió:

–Si usted fuera amiga mía… o una persona que me interesara…

–Por ejemplo, como Barsut, ¿no?

–Exactamente; si usted fuera una persona conocida como Barsut, la hacía pasar, y no sólo le ofrecía co­ñac, sino también algo más… Además, es ridículo que usted me esté hablando con la mano sobre el cabo de un revólver. Aquí no hay operadores cinematográ­ficos, y ni usted ni yo representamos ningún drama.

–¿Sabe que es un cínico usted?

–Y usted una, charlatana. ¿Se puede saber lo que quiere?

Bajo la visera del sombrero verde, el rostro de Hipólita, bañado por el resplandor solar, apareció más fino y enérgico que una mascarilla de cobre. Sus ojos examinaban irónicamente el rostro romboidal del Astrólogo, aunque se sentía dominada por él.

Aquel hombre no “era tan fácil” como supusiera en un principio. Y la mirada de él fija, burlona, duramen­te inmóvil sobre sus ojos, le revisaba las intenciones, “pero con indiferencia”. El Astrólogo, sentándose a la orilla de un cantero, dijo:

–Si quiere acompañarme…

Apartando de las hierbas una rama seca, Hipólita se sentó. El Astrólogo continuó:

–Iba a decir que posiblemente, lo cual es un error… usted viene a extorsionarme, ¿no es así? Usted es la esposa de Ergueta. Necesita dinero y pensó en mí, como antes pensó en Erdosain y después pensa­rá en el diablo. Muy bien.

Hipólita se sintió sobrecogida por una pequeña ver­güenza. La sorprendían con las manos en la masa. El Astrólogo cortó una margarita silvestre y, despaciosa­mente, comenzó a desprender los pétalos, al tiempo que decía:

–Sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no… ya ve, hasta la margarita dice que no… –y sin apartar los ojos del pistilo amarillo, continuó–. Pensó en mí porque necesitaba dinero. ¡Eh! ¿no es así? –la miró a hurtadillas, y arrancando otra margarita, con­tinuó–. Todo en la vida es así.

Hipólita miraba encuriosada aquel rostro romboidal y cetrino, pensando al mismo tiempo: “Sin duda al­guna mis piernas están bien formadas”. En efecto, era curioso el contraste que ofrecían sus pantorrillas mo­deladas por medias grises, con la tierra negra y el verde borde del pasto. Una súbita simpatía le aproximó a Hipólita al alma, a la vida de ese hombre. Se dijo: “Este no es un ‘gil’, a pesar de sus ideas”, y con las uñas arrancó una escama negruzca del tronco de un árbol, cuya corteza parecía un blindaje de corcho agrietado.

–En realidad –continuó el Astrólogo–, nosotros so­mos camaradas. ¿No se ha fijado qué notable? Antes hablaba usted sola, ahora yo. Nos turnamos como en un coro de tragedia griega; pero como le iba dicien­do… somos camaradas. Si no me equivoco, usted antes de casarse ejerció voluntariamente la prostitución, y yo creo que voluntariamente soy un hombre antisocial. A mí me agradan mucho estas realidades… y el con­tacto con ladrones, macrós, asesinos, locos y prosti­tutas. No quiero decirle que toda esa gente tenga un sentido verdadero de la vida, no… están muy lejos de la verdad, pero me encanta de ellos el salvaje impulso inicial que los lanzó a la aventura.

Hipólita, con las cejas enarcadas, lo escuchaba sin contestar. Atraía su atención el desacostumbrado espectáculo del tumulto vegetal de la quinta. Innumera­bles troncos bajos aparecían envueltos en una lluvia verde, que el sol chapaba de oro en sus flancos vueltos al poniente.

Vastas nubes inmovilizaban ensenadas de mármol. Un macizo de pinos curvados, con puntas dentadas como puñales javaneses, perforaba el quieto mar ce­rúleo. Más allá, algunos troncos sobrellevaban en su masa de pizarra gris, un oscuro planeta de ramajes emboscados. El Astrólogo continuó:

–Nosotros estamos sentados aquí entre los pastos, y en estos mismos momentos en todas las usinas del mundo se funden cañones y corazas, se arman “dread­naughts”, millones de locomotoras maniobran en los rieles que rodean al planeta, no hay una cárcel en la que no se trabaje, existen millones de mujeres que en este mismo minuto preparan un guiso en la cocina, millones de hombres que jadean en la cama de un hos­pital, millones de criaturas que escriben sobre un cua­derno su lección. Y no le parece curioso este fenómeno. Tales trabajos: fundir cañones, guiar ferrocarriles, purgar penas carcelarias, preparar alimentos, gemir en un hospital, trazar letras con dificultad, todos estos trabajos se hacen sin ninguna esperanza, ninguna ilu­sión, ningún fin superior. ¿Qué le parece, amiga Hipólita? Piense que hay cientos de hombres que se mueven en este mismo minuto que le hablo, en derredor de las cadenas, que soportan un cañón candente… lo hacen con tanta indiferencia como si en vez de ser un cañón fuera un trozo de coraza para una fortaleza subterránea… –arrancó otra margarita, y desparra­mando los pétalos blancos continuó–. Ponga en fila a esos hombres con su martillo, a las mujeres con su cazuela, a los presidiarios con sus herramientas, a los enfermos con sus camas, a los niños con sus cuadernos; haga una fila que puede dar varias veces vuelta al planeta, imagínese usted recorriéndola, inspeccionándola, y llega al final de la fila preguntándose: ¿Se puede saber qué sentido tiene la vida?

–¿Por qué dice usted esto? ¿Qué tiene que ver con mi visita? –y los ojos de Hipólita chispearon malicio­samente.

El Astrólogo arrancó un puñado de hierba del lugar donde apoyaba la mano, se lo mostró a Hipólita, y dijo:

–Lo que estoy diciendo tiene un símil con este pasto. Lo otro son los hierbajos del alma. Los llevamos adentro… hay que arrancarlos para dárselos de co­rrer a las bestias que se nos acercan y envenenarles la vida. La gente indirectamente busca verdades. ¿Por qué no dárselas? Dígame, Hipólita, ¿usted ha viajado?

–He vivido en el campo un tiempo… con un aman­te.

–No… yo me refiero a si ha estado en Europa.

–No.

–Pues yo sí. He viajado, y de lujo. En vagones cons­truidos con chapas de acero esmaltadas de azul. En transatlánticos como palacios… –miró rápidamente de reojo a la mujer–. Y los construirán más lujosos aún. Barcos más fantásticos aún. Aviones más veloces. Vea, apretarán con un dedo un botón, y escucharán si­multáneamente las músicas de las tierras distantes y verán bajo el agua, y adentro de la tierra, y no por eso serán un ápice más felices de lo que son hoy… ¿Se da cuenta usted?

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