Roberto Arlt - Los Lanzallamas

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Mientras desde la quinta de Temperley, el Astrólogo encuentra el modo de desatar el caos que lleve a la ansiada revolución, en Los Lanzallamas, los funambulescos personajes de Los siete locos viven los episodios finales de sus alucinadas existencias. «Estos individuos, canallas y tristes, viles soñadores, están atados o ligados entre sí, por la desesperación. Todos ellos saben perfectamente que la felicidad les está negada; pero, como bestias encadenadas, se revuelven contra esta fatalidad: quieren ser felices, y como el bien les ha cerrado las puertas, piensan monstruosidades que los llenan de remordimientos, de más necesidades de cometer delitos para ahogar el grito de sus conciencias malditas». Publicada en 1929, Los siete locos, culminará en
Los Lanzallamas, editada dos años después.

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–¿Y usted cree en la mujer?

–Creo.

–¿Firmemente?

–Creo.

–¿Y por qué?

–Porque ella es principio y fin de la verdad. Los in­telectuales la desprecian porque no se interesa por las divagaciones que ellos construyen para esquivar la Verdad… y es lógico… La verdad es el Cuerpo, y lo que ellos tratan no tiene nada que ver con el cuerpo que su vientre fabrica.

–Sí, pero hasta ahora no han hecho nada más que tener hijos.

–¿Y le parece poco? Mañana harán la revolución. Deje que empiecen a despertar. A ser individualidades.

Hipólita se levantó:

–Usted es el hombre más interesante que he conocido. No sé si volveré a verlo…

–Creo que usted volverá a verme. Y será entonces para decirme: “Sí, quiero ayudarlo…”

–Puede ser… no sé… Voy a pensar esta noche…

–¿Va a volver a la casa de Erdosain?

–No. Quiero estar sola y pensar. Necesito pensar… ―de pronto, Hipólita se echó a reír.

–¿De qué se ríe usted?

–Me río porque he tocado el revólver que traje para defenderme de usted.

–Realmente, hace bien en reírse. Bueno, ahora váyase y piense… ¡Ah! ¿No necesita dinero?

–¿Puede darme cien pesos?

–Cómo no.

–Bueno, entonces vamos saliendo. Acompáñeme hasta la puerta de esta quinta endiablada.

–Sí.

Al salir, el Astrólogo apagó la luz. Hipólita iba ligeramente encorvada. Murmuró:

–Estoy cansada.

Los amores de Erdosain

Erdosain se detuvo asombrado frente al nuevo edi­ficio en el que se encontraba el departamento al cual se había mudado.

No terminaba de explicarse el suceso. ¿En qué cir­cunstancias dejó su casa por la pensión en la cual hasta hacía algunos días vivía Barsut?

Preocupadísimo, miró en redor. Él vivía allí. ¡Había alquilado el mismo cuarto que ocupara Barsut! ¿Por qué? ¿Cuándo ejecutó este acto? Cerró los ojos para atraer a la superficie de su memoria los detalles que constituían la determinación para ejecutar aquel hecho absurdo, pero aquella franja de vida estaba demasia­do cubierta de sucesos recientes y confusos. En reali­dad, está allí con la misma extrañeza con que podía encontrarse en un calabozo del Departamento de Po­licía. O en cualquier parte. Además, ¿de dónde ha sa­cado el dinero? ¡Ah, sí! El Rufián Melancólico… ¿Cuándo preparó sus maletas? Se pasa la mano por la frente, para disipar la neblina que cubre la franja mental, y lo único que sabe es que ocupa el mismo cuarto del hombre que lo ofendió cruelmente, y a quien hizo secuestrar, robar y matar. Pero Hipólita, ¿cómo averiguó su dirección? Inútilmente Erdosain ca­vila estos enigmas, del mismo modo que el hombre que despierta después de un acceso de sonambulismo se encuentra, perplejo, en parajes desconocidos a aquellos en los que se había dormido(1).

–¡Oh! ¡Todo eso!… ¡Todo eso!…

¿Qué penuria mental almacena para olvidarse del mundo?

Asqueado, avanza por el corredor del edificio; un túnel abovedado, a cuyos costados se abren rectán­gulos enrejados de ascensores y puertas que vomitan hedores de aguas servidas y polvos de arroz.

En el umbral de un departamento, una prostituta negruzca, con los brazos desnudos y un batán a rayas rojas y blancas, adormece a una criatura. Otra more­na, excepcionalmente gorda, con chancletas de made­ra, rechupa una naranja, y Erdosain se detiene frente a la puerta del ascensor, sucio como una cocina, del que salen un albañil, con un balde cargado de portland, y un jorobadito con una cesta cargada de sifones y botellas vacías.

Los departamentos están separados por tabiques de chapas de hierro. En los ventanillos de las cocinas fronteras, tendidas hacia los patios, se ven cuerdas arqueadas bajo el peso de ropas húmedas. Delante de todas las puertas, regueros de ceniza y cáscaras de banana. De los interiores escapan injurias, risas ahogadas, canciones mujeriles y broncas de hombres.

Erdosain cavila un instante antes de llamar. ¿Có­mo diablos se le ha ocurrido irse a vivir a esa letrina, a la misma pieza que antes ocupaba Barsut?

Detenido junto al vano de la escalera y mirando un patizuelo en la profundidad, se preguntó qué era lo que buscaba en aquella casa terrible, sin sol, sin luz, sin aire, silenciosa al amanecer y retumbante de rui­dos de hembras en la noche. Al atardecer, hombres de jetas empolvadas y brazos blancos tomaban mate, sentados en sillitas bajas, en el centro de los patios.

La escalera en caracol descendía más sucia que un muladar. Entonces abrió la puerta cancel del depar­tamento y entró. No bien se encontró en el patio tuvo el presentimiento de que Hipólita no estaba allí; se dirigió a su cuarto y nadie salió a su encuentro. Sin necesidad de que le dijeran nada, comprendió que la Coja no volvería más. Se tapó la cara con la palma de las manos, permaneció así un breve espacio de tiempo y luego se tiró encima de la cama.

Cerró los ojos. Tinieblas blancuzcas se inmoviliza­ban frente a sus párpados, y el reposo que recibía de la cama en su cuerpo horizontal circulaba como una inyección de morfina por sus venas. Trató de recibir dolor pensando en su esposa. Fue inútil. Una imagen desteñida tocó, con tres puntos de relieve, su sensibi­lidad relajada. Ojos, nariz y mentón.

Era lo único que sobrevivía de su esposa. Volcó en­tonces su recuerdo hacia el cuerpo de ella; cerró los ojos y apenas entrevió a un fantasma gris vis­tiéndose frente al espejo, pero repugnado abandonó la imagen. Era demasiado tarde. Ninguna fotografía de la existencia de ella podía erizar sus nervios agotados. En una especie de diario, en el que Erdosain anotaba sus sinsabores ―y que el cronista de esta historia utili­za frecuentemente en lo que se refiere a la vida inte­rior del personaje― encontró anotado:

“Es como si en el interior de uno el calco de una persona estuviera fijado en una materia semejante al yeso, que con el roce pierde el relieve. Yo había repasado muchas veces esa vida querida, para que pu­diera mantenerse íntegra en mí, y ella, que al comien­zo estaba en mi espíritu estampada con sus uñas y sus cabellos, sus miembros y sus senos, fue despacio mutilándose”.

En realidad, Elsa era para Erdosain lo que aquellas fotografías amarilleadas por el tiempo y que nada, absolutamente nada, nos dicen del original, del que son la exacta reproducción.

Entonces Erdosain trató de recordarlo a Barsut, y un bostezo de fastidio le dilató las quijadas. No le in­teresaban los muertos. Sin embargo, entre destellos solares, sobre una curva de riel, se desprendió por un instante de la superficie de su espíritu la ovalada carita pálida de la jovencita de ojos verdosos y rulos negros arrollados a la garganta por el viento y pensó:

“Estoy monstruosamente solo. ¿A qué grado de insensibilidad he llegado para tener el alma tan vacía de remordimientos?”. Y dijo, en voz tan baja que la habitación se llenó de un sordo cuchicheo de caracol marino:

–No me importa nada. Dios se aburre igual que el Diablo.

Le causó alegría el pensamiento: Dios se aburre igual que el Diablo. El uno arriba y el otro abajo, bos­tezan lúgubremente de la misma manera. Erdosain, estirado en la cama, con las manos en asa bajo la nuca, entreabrió ligeramente los ojos, sin dejar de sonreír infantilmente. Estaba contento de su ocurren­cia. Mirando un vértice del cielo raso, frunció el ceño. Luego vertiginosa, una chapa de amargura, per­pendicular a su corazón, le partió la alegría, hizo fuerza tangencialmente a sus costillas, y, como la proa que desplaza al océano, expulsó más allá de su nuca la pequeña felicidad, y entonces contempló tristemente el crepúsculo que entraba por los vidrios de la puerta.

Y sin darse cuenta que repetía las mismas palabras de Víctor Antía cuando recibió el balazo en el pecho frente al chalet de Emborg, Erdosain murmuró fie­ramente:

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