Ramón Sender - Siete domingos rojos
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– ”We must be hard in the line.”
Como un animalito descarriado. Pero aquí el desorientado soy yo. Conocía el amor de los sentidos, el bueno y el puro, sin perversiones. Las mujeres que traté me dieron su ternura y yo les di mi pasión. Pero siempre fueron los sentidos. Yo fui libre. No soñé nunca. No me esclavicé a mis sueños. Ellas lo sabían y no les importaba. Los tiros, los manifiestos, me despiertan, me arrancan de los sueños. Pero, señor Roosevelt. Una duda: ¿No son los sueños más reales, más vivos, más “hechos” que los manifiestos y los tiros? La duda me trae un instante de delicia. El señor Roosevelt vuelve a reírse en la pantalla. Decididamente, me vuelvo hacia mi novia:
– Si sigues así, me marcho.
Me incorporo para irme y ella hace esfuerzos por serenarse. En vista de eso, me quedo. Necesito seguir envolviéndola, rodeándola, encauzando sus miradas y sus pensamientos, viendo lo que ella ve, fiscalizando a su alrededor, corrigiendo con mi deseo lo imperfecto y desbrozando de intenciones el panorama. Yo quería protegerla. La palabra recogida al pasar podía ser inconveniente. El periódico olvidado sobre una mesa en su casa le llevaría después el poso amargo de la experiencia o la ofensa de la estupidez. Nada debía llegar a ella. Nadie podría rozarla con una palabra ni con un pensamiento. Abundan el hombre y la mujer que se sienten fracasados y segregan un veneno del que yo quisiera librarla. Tamizar las palabras, las miradas, las fotografías de prensa y hasta las combinaciones de luz y color. Palabras neutras, miradas vacías de estatua, fotografías de cosas, de objetos, nunca de personas, luz desnuda y directa y azul celeste, azul tibio, uniforme e invariable. En estas condiciones ¿cómo iba a marcharme si todavía me quedaba una hora para estar a su lado? Y sin embargo, el impulso que me hizo levantarme era sincero. Vamos a hablar, pero de cosas indiferentes.
– ¿Has guardado los artículos que te di?
Son dos ensayos sobre Pierre Louis, de una revista francesa. Ella se apresura a contestar, ya olvidada de todo. Los ha leído y me pregunta el significado de dos o tres palabras, entre ellas “hedonismo”. Me molestan esas palabras en sus labios. Pierre Louis es idiota. Esta nena debe serlo todo y lo será todo -lo es ya- sin conciencia de sí misma. Una flor con una idea cabal de su origen y su misión es la grotesca flor desmontable, de madera, que hay en los gabinetes de botánica. No le gustan esos artículos. Yo podría convencerla de que un artículo sobre Pierre Louis puede ser una cosa idiota de la que hay que enterarse.
Durante el descanso encienden las luces. Resbalo un poco en mi butaca, me acodo en uno de los brazos y nos ponemos a hablar. No será fácil que el agente de servicio me conozca. Ella escruta con sus ojos a mi alrededor. No tiene miedo. Yo soy feliz viéndola desafiar con la mirada a los tipos equívocos que se acercan al subir por el pasillo central. Tiene los labios gordezuelos, a un tiempo provocativos y puros, unidos en un gesto indignado. Yo procuro evitar la risa. Mi ángel bonito se siente pantera con su garganta frutal, con sus ojos de terciopelo, con su atavío armonioso. Está dispuesta a repetir de buena fe que es anarquista y si lo hiciera no tendría más remedio que reírme con todas mis fuerzas. Me coge la mano y habla con la respiración acelerada:
– Hay un hombre que te mira hace rato. Debe ser policía…
– No lo mires tú.
Me clava sus ojos con una pregunta:
– ¿Llevas pistola?
Yo me sobresalto un poco, le aprieto la mano:
– Bueno. Calla.
Tiene el ceño fruncido. ¿A quién me recuerda su expresión? Es un parecido tan fuera de las comparaciones posibles, que no acierto. De pronto recuerdo la expresión de la tía Isabela. Cierro los ojos y con ellos el diafragma del recuerdo. Pero ahora la voz de la viejecilla se impone: “¡A hacer puñetas!” Me tranquilizo y ya serenamente pienso, mirándola, que si ella hubiera de recorrer la amarga experiencia de la tía Isabela, sería capaz de matarla y matarme yo ahora mismo. Sería monstruoso que al final esos labios… Y luego insisto: “La mataría. Nos mataríamos. Mi imaginación rueda en torno de esa hipótesis. Llego a sentirme mareado. No he comido aún y la noche pasada no he dormido. Estoy un poco excitado y me gusta sentirme ligero, casi ingrávido. Sigo mirándola. También ella habla de pistolas con una ferocidad simple y natural. ¡Pero yo sé toda la armonía de tu alma, pequeña! Me miras con ansias de cerrar los ojos y seguirme. ¿Qué sabes tú? Malos caminos para tus pies. Te quiero, demasiado para llevarte conmigo. Pero dejarte… ¿Cómo? ¿Con quién? ¿Dónde? No es posible. El individuo sospechoso se fue. No queda nadie de pie en las cercanías y ella aprovecha ese instante para preguntarme bajo la luz:
– ¿Por qué me has dicho hace poco que no querías quererme?
– Porque es verdad.
– ¿No te hago feliz, entonces?
Hago un gesto vago:
– Me llenas de ilusión y de ensueños. A veces no es malo soñar.
Ahora pretende convencerme de que es revolucionaria. Claro está que deja a salvo la religión. Y que no puede aprobar que se mate a nadie. Pero lo malo es -sinceridad obliga- que si fuera revolucionaria yo dejaría de quererla. No podría seguir siendo ella como yo la he conocido. Ése es un término reflejo de la cuestión, quizás el más importante y el que me hace, a veces, sentirme lejos de ella, las raíces del odio de que antes hablábamos. A su lado me duele no el alma ni el corazón como dicen los poetas -eso no tendría importancia-, sino lo que es peor, lo que es verdaderamente trágico: me duele la razón. Mi razón geométrica, bien delineada, se vuelve barroca, en curvas ascendentes, en escorzos contradictorios, en florería barata, cubierta de purpurina. Mi razón se retuerce, se disemina queriendo concentrarse; me duele como una neuralgia. Yo le planteo la boda sin intervención de la Iglesia. Ella no comprende que pueda haber razones ideológicas contra un cariño como el nuestro. Yo doy la vuelta al argumento sólo por discutir -ella tiene razón- y entonces dice que no es ya por sí misma, sino por sus padres. Llega el sentimiento en grandes oleadas y todo él ensucia con su almíbar.
– Papá se moriría del disgusto.
Yo vuelvo a llevarla -¡oh, Mr. Roosevelt!- al terreno de los hechos puros. Aunque comprendo que tiene razón. En realidad, ¿qué me importa si muere su padre?
Se trata de que ella sea mía sin condiciones. Star García no pondría condición alguna. Menos mal que han apagado la luz. Su butaca es un potro de suplicios. Miro a la pantalla. Mr Roosevelt, ¿qué haría usted en este caso? Se lo pregunto porque yo sólo veo una solución: violarla o dejarla y olvidarlo todo. Por fin habla ella:
– Soy un estorbo en tu vida.
Yo insisto.
– ¿Estás dispuesta a todo sin boda civil ni religiosa?
– ¿A todo? ¿Qué es todo?
– Todo.
– ¿Cómo?
– Quiero entrar una noche en tu cuarto y no salir hasta el amanecer.
Hay un largo silencio. Se oye en el brazo del sillón el ritmo de las palpitaciones.
– ¿Es eso lo que quieres?
– Sí. ¿Es que no lo quieres tú?
Tarda, pero al fin afirma con la cabeza. Al mismo tiempo piensa que no. Yo sé que esto no se ha resuelto ni mucho menos; pero me abandono a la ilusión y soy feliz.
Salimos antes de que enciendan la luz. Ya en la calle, le oprimo el brazo suavemente y me acerco a su oído.
– ¿Sabes lo que me has prometido?
– ¡No lo sé, pero todo lo que quieras será siempre, siempre!
– ¿Todo?
– Todo.
El chofer ha abierto la portezuela y espera con la gorra en la mano.
Sin volver la cabeza echo a andar. Las calles están casi desiertas. No hay tranvías. Algunos espectáculos funcionan porque la orden de paro ha llegado tarde o porque los socialistas no quieren asustar demasiado a la gente. Voy subiendo hacia Cuatro Caminos. Por unas palabras que oigo al paso me entero de que funciona el metro y voy a la estación más próxima. ¿Es libre el hombre? ¿Debe serlo? ¿Tiene, entonces, derecho a escoger su felicidad? Yo he de vivir una vez, una sola. Somos una consecuencia insignificante de una serie de leyes mecánicas que nos dominan. Ningún poder tenemos sobre ellas. Nacemos, vivimos, morimos, fuera de nuestra voluntad. Y nos obstinamos en crear mundos y en regir los que existen, en infestarlos de ideas. Voy a salir a una barriada luminosa y alegre. A la ciudad obrera de Cuatro Caminos. Junto a la estación hay un grupo de muchachos danzando alrededor de una pequeña hoguera donde arden dos paquetes de periódicos. Cojo del suelo un ejemplar pisoteado y huye en el momento en que se acercan unos guardias. El periódico es “El Vigía” y ha tenido el cinismo de salir esta noche. Me desvío del centro y me meto por unas callejuelas de barrio marinero. Llega una brisa yodada y húmeda -en el centro de Castilla- y por fin veo la taberna: “Casa de Nicanor”. Dentro hay algunos obreros terminando de cenar. Casi todos están con sus mujeres, que llevan el hogar en sus ropas usadas y en su cansancio. No conozco a ninguno de los parroquianos. Mis compañeros no han llegado porque es muy temprano. Abro el periódico. Una crónica del novelista de mujeres, que cada vez que hace un viaje en “sleeping car” y se siente llamado impersonalmente por los camareros -”Si el señor desea” “¿Llamaba el señor?” “Me permitirá el señor que le advierta…”- se considera obligado a dar una conferencia y a contarlo, hablando, de paso, de sus pijamas de seda. Como escribe para la clase media, sus lectores se conmueven ante tanta exquisitez. Luego, la amenaza de guerra contra los Soviets a tres columnas en primera página. Los bigotes franceses de Stalin a un lado y el muñeco japonés al otro. “¿Se aproxima el fin de la U.R.S.S.?” Luego una sección fija de bromas cuya base es el cocido, la carestía de los alquileres, las chicas guapas y el refresco de limón con paja, cosas que atañen a todo el mundo. Una caricatura en la que una señora quiere comprarse otro vestido y el marido se lo niega alegando que va a dejarlo desnudo a él. En segunda página, sensacional información de los criminales intentos revolucionarios. “Los desmanes iniciados ayer requieren medidas de ejemplaridad”. Debajo, todavía otro: “Todo el país al lado del Gobierno”. Y al frente de la información, un editorial en “negrita del 12”. Iracundia, miedo, desdén, odio. Todos los elementos de la tragedia griega y toda la retórica del siglo xIx se han volcado sobre esos comentarios. Hay que salvar la república que ha hecho diputado al director y que entre las dietas, una chapuza en un comité paritario y cierta obscura subvención le ha aumentado sus ingresos mensuales. El director no habla en el Congreso, no firma en el periódico, nunca opina sobre ninguna cuestión -este sistema, a lo largo de quince años de puntual asistencia a la Redacción le valió el cargo directivo- y ha llegado a convencerse de que todas esas cosas que lo rodean, la chapuza, la nómina, las dietas, son “la patria”, “el interés público”, “el orden social” y “la cultura”. Cuando las defiende contra la “chusma anarcosindicalista-comunistoide” pone el grito en el cielo. Es ante el único sector que se atreve a opinar porque es el único que no le puede dar nada. Me río leyéndolo. Los compañeros creo que le preparan una jugarreta. Hay también un artículo del “sabio catedrático” que clama contra el resentimiento ajeno en la política, en lo social, en el arte, y al mismo tiempo deja asomar entre líneas el resentimiento propio no ya contra el profesor contemporáneo de mayor éxito social, sino contra Napoleón, Viriato y Amílcar Barca, cuyo relieve histórico no le deja un instante de reposo.
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