Nadie sabe cómo ha ocurrido, pero lo cierto es que de pronto los tres ataúdes aparecen envueltos en la bandera roja y negra. Los dirigentes socialistas salen y se ponen al frente de la manifestación. Basta su presencia para que todo esto aparezca subordinado a su iniciativa, cosa que a mí por lo menos me resulta insufrible. Sin embargo hay entre nosotros bastante tolerancia, aunque no lo parezca. Samar dice que no:
– Lo que nos pasa -dice- es que no tenemos ninguna aptitud para el triunfo, para aprovechar nuestro propio éxito. Sólo sabemos aprovechar nuestras derrotas.
– No es poco.
Calla y seguimos metidos en la muchedumbre. Una vez aprobado el voto contra Samar, ninguno de nosotros será capaz de recordarle su percance ni menos aún de utilizarlo como un arma de discusión. Pero él lo sabe, lo agradece y no quiere entrar en polémicas sobre las cuestiones inmediatas. Así, vamos callados un rato, cuando aparece dando codazos un individuo amarillo y seco, de una flacura atildada. Se saluda con Samar y le pregunta el alcance de la presencia de los tres socialistas allí.
Ahora resulta que conozco a uno de los socialistas que presiden. Hablé con él en el Congreso, donde es quizá el que más manda.
Me vuelvo a mirar hacia atrás. El río humano se pierde en la curva de la calle. Viendo la muchedumbre así a contrapelo se penetra en seguida en sus intenciones. Todos piensan lo mismo: “¿Qué hacen aquí los socialistas? ¿Por qué los seguimos?” Advierten algunos, con respeto, que hay un muerto socialista. Mirando adelante se ven navegar nuestros tres ataúdes, con lentos y torpes movimientos. A veces, cogiéndolos al sesgo y cerrando un poco los ojos, parecen gorros de la guardia civil, inmensos, huecos y duros. Ahora reparten un pequeño impreso. Otro manifiesto de los socialistas prometiendo depurar responsabilidades y dando el itinerario del entierro. “Seguirá -dicen- el paseo del Prado hasta la plaza de Castelar, y allí las carrozas partirán hacia el cementerio y se disolverá la manifestación.” Esto es un decreto. Confían en que tienen mayoría. Son las tres y media. La tarde es ya larga -el Sol de mayo cae a las siete- y la manifestación debe desviarse por la plaza de Neptuno y subir a la Puerta del Sol. Eso es lo que se le ha dicho secretamente a los que transportan los ataúdes. Samar concluye:
– Cuando murió Pablo Iglesias, los socialistas tuvieron tres días el “fiambre” expuesto al público. ¿Por qué no nosotros?
El manifiesto crea un ambiente incómodo. Los sucesos de esta mañana nos han dado un triunfo moral. Al salir al paseo del Prado la manifestación adquiere un volumen tres veces mayor. Domingo rojo, color ceniza caliente, con la ciudad escalofriada y los tres ataúdes cabeceando como los barcos, sobre la multitud. El rojo de las banderas desafía a todas las púrpuras. El ataúd de los socialistas va detrás y no lleva bandera. Samar piensa que no ha tenido tiempo de comer y a continuación añade:
– Si me dan un balazo en el vientre o en el estómago podré curar más fácilmente.
A mí se me ocurre pensar por qué razones es revolucionario Samar, aunque en realidad nunca las hay en la vida de los buenos revolucionarios. Lo son sin enterarse, por una necesidad moral que han sentido desde niños y que ha adquirido forma al crecer.
Comienzan a oírse canciones. En este bosque en el que uno es un árbol más, hay grupos que cantan y recuerdan las procesiones del Corpus. La tarde tiene velas encendidas que llevamos como antorchas y hasta a veces suena la canción al curo de los ángeles exterminadores, que van vestidos de blanco delante de las nubes.
Ahora siento la misma emoción religiosa -exactamente la misma- que sentía de pequeño en la iglesia. Claro es que sin santos ni curas. Samar está abstraído. Sin darnos cuenta seguimos el ritmo de “La Internacional”. Un grupo de la F.A.I. que rodea los ataúdes canta “Hijo del pueblo, te oprimen las cadenas”, y parece que el cielo baja y el aire se espesa y que se respira con dificultad. La manifestación sigue y la cabecera debe estar ya cerca de Neptuno. Probablemente hay más de setenta mil obreros a nuestro alrededor. La burguesía temblará en sus cubiles. Se lo digo a Samar.
– Si fuéramos revolucionarios auténticos, esta noche se habría hundido todo -dice él.
Desde sus caballos, los guardias nos miran como los pastores a su rebaño. No sentimos ya odio. Somos fuertes y lo podemos todo. Adelante, tras de Germinal, Espartaco y Progreso, que caminan lentamente al infinito, como nosotros. Vamos al infinito de la libertad y la justicia. Samar interrumpe:
– La libertad no es un fin. Es una bandera.
¡Bah! Somos fuertes y nada nos desviará. Los ataúdes de Progreso, Espartaco y Germinal siguen el camino de la difícil ortodoxia. La muerte o el triunfo. Todo lo demás es concesión, es reformismo. Samar y yo nos proponernos buscar la “temperatura media”. Como vamos cerca de la cabecera, nos basta con ir acortando el paso, dejando que nos adelanten, y escuchando a nuestro alrededor. Voy a apuntar lo que recuerdo: “Tengo dos cargadores, pero los necesito para mí. ¿Qué menos va a llevar un hombre?” El otro murmura algo que no oigo. Nos adelantan, tropezando, chaquetas negras, chaquetas pardas, con brillo, con remiendos. “Sumando estos tres compañeros son doscientos quince los que han caído con la república.” Más chaquetas. Una con el codo roto y la vuelta de la solapa negra de sudor. “Dieciséis, porque hay que contar al socialista.” Alguien protesta: “Los socialistas no son proletarios”. Samar replica: “Si no hubieran matado a ese socialista no se hubiera podido celebrar esta manifestación.” Callan porque es todo un argumento, con las ganas atrasadas que tenemos siempre de manifestarnos. Otro corrobora esto último: “Si nos dejaran actuar así, como ahora, no harían tanta falta las pistolas.” Otro afirma:” Espera, que aún no hemos terminado.” Más abajo hablan de la dictadura del proletariado. Todos la rechazan, y cuando más la admiten en manos de la FAI con el control económica de la C.N.T. Samar dice que sería una fórmula certera si la FAI quisiera el poder. Yo le digo:
– Tú no eres anarquista.
Samar se encoge de hombros:
– El anarquismo como negación del Estado está bien. El anarquismo integral es una religión que no me interesa porque como todas las religiones se basa en la superstición y toca, por arriba, en la utopía.
No comprendo bien esto, pero el acento de sinceridad de Samar me convence. A nuestra derecha dicen dos obreros que el mejor sindicato es el de la Construcción. Otro interviene: “El de camareros tiene organizado el subsidio de parados.” Más atrás se oye el nombre de Germinal. Los compañeros lo recuerdan siempre en anécdotas y en episodios de lucha. Toda su vida fue eso y desde el plano negativo de la muerte resalta más el continuado esfuerzo. El nombre de Espartaco sé oye menos, pero también rueda por entre los grupos con el hurón, la linterna sorda y las cuerdas de su faena nocturna. Progreso da la impresión de que no ha muerto porque todo el mundo habla de él como si hubiera de volver a encontrarlo dentro de media hora. De Germinal se dice que “era un hombre”. Nada más. De Espartaco, que era “un anarquista”. De Progreso, que fue un excelente oficial albañil y que el sindicato lo organizó él. Entre los tres forman un solo organismo completo. Espartaco sería la idea, Germinal la materia y Progreso la función. Esto a Samar no le parece bien.
Seguimos retrocediendo. Todos cantan. Hay muchos socialistas y éstos apenas tienen nada que decir. Samar mira al cielo y sigue andando.
– No hay manera -dice- de encontrar hoy la “temperatura media”. Todo será posible esta tarde.
De aquí y de allá llegan voces inquietas. “¡Por la Puerta del Sol!” A la vista de la orden de los jefes socialistas ha reaccionado la multitud y se agarra a la consigna de la FAI. Por la Puerta del Sol. Las voces van creciendo. Han llegado ya los ataúdes a la plaza de Neptuno. Samar y yo volvemos a avanzar y tardamos un poco en recuperar nuestra primera posición. Por el camino hemos ido sembrando la consigna y detrás de nosotros se levantan las voces como llamaradas. El cielo sigue gris e indeciso. Las caras son más blancas y los árboles tienen un color verde de bazar. “¡Puerta del Sol!” De la frase ya sólo se oye la última palabra: “¡Sol!”, repetida por millares de gargantas. Los ataúdes se han detenido y el primero inicia el viraje. La presidencia debe estar cuatrocientos metros más arriba, en la plaza de Castelar. Los ataúdes quieren desmandarse. La entrada de la Carrera de San Jerónimo está totalmente ocupada por fuerzas a caballo y a pie. Rueda la voz produciendo nuevos ecos hasta trepidar bajo la bóveda gris como un trueno: “¡Sol!” La muchedumbre se ha detenido. Ríe Samar. El cielo, obediente pero aturdido, entreabre una claraboya y deja pasar sus rayos amarillos. El Sol da relumbres pálidos al negro de los ataúdes. Pero no es eso. La muchedumbre sigue suspendida bajo las tres letras: “¡Sol! ¡SOL!” Sigue riendo Samar.
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