Ramón Sender - Siete domingos rojos

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Siete domingos rojos (1932) es una de las primeras novelas de Ramón J. Sender (1901-1982) y también una de las más vigorosas de su extensa producción. Con abundantes dosis de reportaje, con no pocos ingredientes extraídos de su propia circunstancia personal, el autor traza las líneas maestras del anarquismo español en el periodo republicano, Samar, el protagonista, recuerda al propio Sender tanto por la pasión con que se inmiscuye en las luchas sociales de su tiempo como por el afán reflexivo mediante el que pretende distanciarse del torbellino de la historia para entenderlo mejor. Conviene recordar que hasta ahora no se había reeditado la primera versión de la obra. En los años setenta, fue publicada en varias ocasiones pero siempre con importantes modificaciones con respecto al texto original, como bien pone en evidencia la presente edición crítica.

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– Es templada la abuela.

Después ha entrado un argentino que a veces va por los sindicatos. Habla con un dejo triste como los cantores de tangos cuando entre la música se ponen a recitar. Creo que es rico y que ha venido a la organización hace poco. Cuando habla, acciona como los atletas que salen en el cine con ralenti. Samar me dijo que si me fijaba vería que hablaba siempre con pedazos de títulos de la prensa. Y es verdad. Al entrar vino y me dijo:

– El entierro se verificará a las tres -yo afirmé y él añadió cabeceando-: La situación se agrava.

Había querido encargar una corona de claveles rojos, pero no trabajaban en las tiendas. Uno de los amigos le advirtió:

– Déjese de pamplinas y dele el dinero al comité de socorros.

El argentino quedó extrañado.

– Hombre; pamplinas…

Yo lo arreglé:

– Quiere decir delicadezas; que se deje de finezas.

Seguía comentado:

– Ha sido terrible. La policía se ha extralimitado en sus funciones y la conciencia proletaria se rebela.

Apoyaba en una palabra toda la fuerza de cada frase y luego de esa palabra se comía la mitad. Alzaba los brazos rítmicamente, se columpiaba sobre un pie.

– Fueron terribles.

– ¿Qué?

– Los graves sucesos de ayer.

Afirmábamos todos, y él seguía:

– ¡Tres familias proletarias en la miseria!

Volvíamos a afirmar. Yo no sabía qué decirle. Veinticuatro horas pensando en eso para que ahora venga a descubrírnoslo. Le señalé a la tía Isabela:

– Ahí tiene usted a la madre de Germinal.

Le dio el pésame. La vieja se quedó mirándolo:

– ¿Usted quién es?

– Uno más.

El argentino se sentaba y le decía que tomara lo que quisiera. Ella negó, sin darle las gracias. Lo estuvo examinando y no se sentía mal, a pesar de todo, con su compañía y sus finezas. Debía pensar: “Me trata como a una alta señora”. Entretanto yo contaba que un día los agentes hicieron un registro en su casa -en casa del argentino-. Él estaba contento porque los agentes le preguntaron su ideología y les dijo que era anarquista. Hablaron un poco más con él y uno fue al gramófono y puso un disco mientras el otro registraba. De vez en cuando dejaban de registrar y buscaban otro disco; discutían sobre qué tiple era mejor y cuando se ponían de acuerdo le daban al manubrio y registraban otro poco, tarareando. El argentino se indignaba:

– ¿Es que no me van a llevar a la cárcel?

Luego justificaba el que no lo detuvieran diciendo que los agentes tenían miedo a complicaciones diplomáticas. Pero lo cierto es que no terminaron mientras hubo discos y que se llevaron una caja de cigarrillos caros. El argentino movía inquieto sus posaderas sobre el taburete. Ahora la tía Isabela hablaba muy excitada:

– Todas las mujeres del mundo, si les asesinan al hijo pueden ir al juez, a la policía, a los tribunales. Todo eso está para apoyarles y defenderles. Pero dígame usted ¿a quién voy a ir yo? ¿Quién va a castigar a los asesinos?

Calló un poco y luego añadió:

– ¡Ah, si yo fuera joven!

Apretaba los puños y daba sobre la mesa. El argentino decía algo que yo no comprendía: “justicia popular”, “tribunal de la revolución”. La tía Isabela blasfemaba con una lágrima en las pestañas:

– Desde hace treinta años venía pensando Germinal que la revolución era cosa de unas semanas y decía esas mismas palabras.

El argentino afirmaba, y entonces ella le hizo una seña y le dio algo por debajo de la mesa. La cara del argentino cambió de pronto. Por el tacto reconoció que era un explosivo de “piña". Se levantó con él en la mano. Ella le hacía señas vivaces para que lo escondiera, pero el argentino vino, como un sonámbulo. Sonreía con cara de vinagre y decía que sí a los gestos de la vieja. En la taberna había dos ancianos más y un flamenquillo del barrio. El susto que yo me llevé no es para describirlo. Uno de los viejos se puso a hablar con el tabernero. Era ayudante de los médicos, una especie de mozo del depósito. Entraba y salía con los cubos y las ampollas de desinfectantes. Asistía a las autopsias y estaba familiarizado con su trabajo. Tenía un aire muy tranquilo y reposado y se parecía algo al contable que hay en mi tienda. De monjas y médicos se le habían quedado unos meneos delicados. Hablaba de la autopsia de Germinal como si la hubiera hecho él.

– El caparazón del cráneo era fuerte. Al tercer martillazo hizo brecha.

La tía Isabela escuchaba con los ojos redondos, como un pájaro. No se extrañaba de nada. El viejo seguía:

– Ese hombre era como un bloque de cemento. Y joven. En cambio uno es flojo, viejo y enclenque y sigue en dos patas metiendo y sacando cubos.

La tía Isabela murmuraba con ternura:

– Era más amigo del martillo y del formón que de los besos de la vieja.

Y se sentía orgullosa de haber formado aquel cráneo que necesitaba tres martillazos para abrirse. El argentino temblaba. Le cogió la bomba un compañero. Entonces el argentino se acercó a la puerta y se puso a mirar por los cristales, para disimular su nerviosidad. Yo me fui a la tía Isabela y me senté enfrente. Le pregunté con cierta violencia:

– ¿Por qué hace eso? ¿Cuántas bombas lleva encima?

– Cuatro más.

– Démelas usted.

Me las dio por debajo de la mesa sacándolas del pecho. Le pregunté dónde las había encontrado y sonrió con cansancio.

– Aunque él no lo creía, no daba un paso sin que lo supiera yo. Junto al hueco de la chimenea tenía cerca de dos docenas.

Le encargué que no volviera a tocar nada. Me dijo que con las bombas había un papel escrito, con una orden de no sabía qué comité. Yo escribí otro: “Cuatro se gastaron en lo de Germinal, Espartaco y Progreso” y firmé con un número.

– No deje usted de poner este papel con el otro. ¿Cómo llega usted al escondrijo?

– Por un agujero que hay abierto en el interior de la chimenea.

El tabernero, redondo y rosáceo, sin pestañas y casi sin cejas, chillaba discutiendo con el empleado del depósito.

– ¡Lo dicho! El que mata a un cerdo, igual mata a una persona. ¡Degollado, se entiende!

El otro le argumentaba algo que yo no entendía y el tabernero contestaba:

– ¡Ah, con escopeta ya es otra cosa!

Mostraba en sus ojos pequeños el miedo de un cerdo al que le ha llegado su San Martín. Y no lo digo por la revolución, porque el pobre hombre simpatizaba con nosotros.

Cuando volví a la mesa de mis amigos, el argentino advertía desde el cristal de la puerta: “Han llegado tres camiones de guardias de asalto y van limpiando de gente la calle. La fuerza pública entra en acción. Ante el entierro se temen desórdenes.” Luego añadió de pronto: “¡Surge una situación peligrosa! La policía practica cacheos y parece dirigirse aquí.” Nosotros sacamos las pistolas y las dejamos en unas salientes del encaje del tablero, debajo de la mesa. Las bombas quedaron en el suelo, alineadas contra la pared. La policía entró. Cacheos. Advertencias al dueño del local. El mozo del mostrador sale a entornar la puerta. Ponemos con la policía una cara de lo mismo nos da, que resulta bastante bien. Ya registrados, sin que nos encuentren nada, van hacia el fondo. Cachean a los otros. La tía Isabela averigua de pronto que son policías y comienza a chascar la lengua contra el paladar. Se levanta dejando caer el rosario y se pone en jarras. Menuda y frágil, desarrolla una fuerza de muchas atmósferas. Por su boca van saliendo palabras y frases comedidas al principio, más duras después y luego ya soeces y estallantes. De vez en cuando levanta el gallo y avanza decidida. El tabernero les advierte que es la madre de Germinal y los agentes vacilan un instante pensando que esos sujetos, muertos en nombre del orden, pueden tener madre como las personas decentes. La tía Isabela se da puñetazos en el bajo vientre, sobre las faldas y grita:

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