Ramón Sender - Siete domingos rojos

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Siete domingos rojos (1932) es una de las primeras novelas de Ramón J. Sender (1901-1982) y también una de las más vigorosas de su extensa producción. Con abundantes dosis de reportaje, con no pocos ingredientes extraídos de su propia circunstancia personal, el autor traza las líneas maestras del anarquismo español en el periodo republicano, Samar, el protagonista, recuerda al propio Sender tanto por la pasión con que se inmiscuye en las luchas sociales de su tiempo como por el afán reflexivo mediante el que pretende distanciarse del torbellino de la historia para entenderlo mejor. Conviene recordar que hasta ahora no se había reeditado la primera versión de la obra. En los años setenta, fue publicada en varias ocasiones pero siempre con importantes modificaciones con respecto al texto original, como bien pone en evidencia la presente edición crítica.

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Para ir al lugar de la cita debía pasar por la Puerta del Sol, pero al ver las precauciones que han tomado retrocedo y voy a dar la vuelta por un laberinto de callejuelas. Estoy “en comisión” y hay que privar a esas gentes del gusto de meterme en un calabozo. Dos vendedores de periódicos pregonan el de hoy, la “Hoja”. Es lunes y no hay más prensa que ésa, medio oficiosa. En estas callejuelas también se observa el paro porque los pequeños industriales han cerrado o tienen la puerta entornada. La soledad y el silencio les dan un aspecto sombrío. Domingo rojo, domingo verdadero. No como aquellos domingos para mí solo -cuando estaba sin trabajo- que me aflojaban las ideas ni como los domingos en los que los ricos no descansan porque no han trabajado y nosotros no podemos descansar sino mecánicamente, porque el afán de la lucha sigue siempre encendido. No son los domingos individuales, negros, del hambre vergonzante, ni los blancos de las campanas y los trajes de fiesta, sino los auténticos domingos rojos, los nuestros. Domingos sin taxis, sin tranvías, sin burócratas indecisos en los paseos. Domingos en los que la calle y el aire libre son una delicia y vamos a conquistarlos a tiros, a robárselos a los guardias de charol, a la triste policía mal dormida. Ya estoy en la Plaza Mayor: soportales, casas del siglo XVII y XVIII, Felipe IV. Historia mugrienta. Archivos municipales. Legajos y carillón. Árboles enanos y árboles gigantes. Otra vez Felipe IV. No nos interesa la historia, ni el arte. La historia de los reyes ni el arte decorativo de las cortes. Vivís colgados de un artesonado brillante, con los pies en el aire. Bastará que tiremos un poco de ellos para que os ahorque vuestra brillantez, vuestra propia grandeza. ¡Fuera la historia! Dicen que esta plaza es muy hermosa. Representa una época de la corte de los Austrias. Eso no nos interesa. Ahí se hacían los autos de fe.

En un rincón, bajo los soportales, se abre un pasadizo que desciende sobre escaleras de piedra, a una plazuela con pavimento de canto rodado. Al principio de la escalinata hay una puerta de cristales con cortinilla roja, escondida tras una especie de balconaje. Vamos a reunimos el Comité de los sin trabajo con la Federación de Grupos y Samar. Éste por la local. Son las diez en punto. Yo represento aquí a la Federación y soy el primero en llegar. Antes de sentarme escojo el sitio de manera que tenga cubierta la retirada si llega el caso. Me traen vino y espero procurando meter el rostro en un triángulo de sombras. Llega después Murillo, el comunista, que tiene cuadriculada la cabeza en mil celdillas y en cada una de ellas lleva una especie de semilla seca. No abandona, por mucho calor que haga, un jersey gris. Es pálido y flaco, y habla como si tuviera sueño. Da una impresión de piedra pómez. Se acerca y se queda de pie al otro lado de la mesa. -La huelga va bien -dice- aunque quieran frenarla. -¿Y vosotros? -pregunto.

– La posición nuestra está señalada por la necesidad de contribuir a la radicalización de las masas sin perder la línea. La carta de la Internacional refuerza la posición del comité regional. Las masas están radicalizadas. ¿Se pierde la línea por unirse circunstancialmente a vosotros?

– ¡Que te van a echar, Murillo!

Murillo sigue hablando y esgrimiendo el papel. Yo lo interrumpo de vez en cuando. Pero como nunca oye a su interlocutor, sigue hablando. Por fin me pregunta:

– ¿Por qué van a echarme?

– Por labor fraccionaria. Por oportunismo.

Esperamos con alguna impaciencia. Tardan demasiado los del Comité. ¿Y Samar? ¿Les habrá ocurrido algo? Hago a Murillo una reflexión:

– ¿Cómo os las arregláis para que en España la solución comunista, el capitalismo de Estado, los rechacen las masas? Yo en el caso vuestro sentiría una terrible responsabilidad. Calla Murillo. Por fin pregunta: -¿Cuál es tu posición?

– Si las masas aceptaran vuestro programa yo me alegraría e iría a él en la seguridad de que llenabais y cumplíais una etapa de nuestro proceso revolucionario. Pero las masas lo rechazan y prefieren seguir un camino más áspero. Esa preferencia es una fuerza y es una razón que yo percibo muy bien. Porque yo me siento masa, amigo Murillo. La inteligencia en mí no me lleva nunca con las minorías. Estoy con la lógica del hecho espontáneo y me atengo a sus consecuencias antes que a mis prejuicios. ¿Comprendes? Llegaban ya los otros cuando Murillo después de reflexionar un poco me dijo: -Eres un anarco burgués.

Era una ofensa, pero Murillo es un poco inconsciente en sus juicios, y la inconsciencia, y el hecho directo y espontáneo son hermanos y me gustan por igual. Samar llegaba con noticias: -En Cuatro Caminos han sacado las ametralladoras a la calle. -Cuáles. ¿Las nuestras? -pregunté. Murillo abrió los ojos de a palmo:

– ¿Tenéis ametralladoras?

Los del comité de parados sonreían con misterio y callaban. Uno preguntó a Murillo:

– ¿Cuántos sois en el partido, aquí en Madrid? -Cerca de trescientos. Pero nos vamos a separar en el próximo congreso porque entendemos que el ejecutivo hace una labor izquierdista.

Samar rubricó en broma:

– No sois aún una minoría bastante reducida para asumir el poder?

Murillo volvía a sacar la carta y hablaba otra vez de la radicalización de las masas. Gómez, un albañil, hizo con el brazo un movimiento de izquierda a derecha y dijo:

– Bueno, camaradas. Dejémonos ya de tonterías que hay cosas que hacer.

Comenzamos a tratar lo que se haría inmediatamente. Los puntos de acción -los objetivos- eran un almacén de víveres que tenía personal esquirol y que Villacampa había señalado, y una armería bien provista, que estaba en la plazuela anterior al almacén. A su juicio había que asaltar al mismo tiempo la armería y el almacén de víveres. Yo le hacía reflexiones sobre las dificultades. Había que evitar que en lo posible cayeran nuestros compañeros. Murillo intervino:

– ¿Por qué? Es natural que caigan. Los parados son la vanguardia…

Gómez lo fulminó con la mirada y siguió diciendo que llevaban entre él y otro veinte “pinas” -bombas de mano- pero que no eran armas para ponerlas en manos hambrientas, sino en la de hombres serenos y seguros. Las repartiría entre nosotros. Bien aprovechadas garantizaban el éxito. Además llevábamos pistolas. Murillo se excusó. Tenía que hacer. Nos dejó unos folletos y se quiso marchar diciendo que él lo veía bien todo. Gómez movía la cabeza de arriba abajo:

– Éste no es comunista ni es nada. Un señorito malasombra. ¡Siéntate y calla!

Murillo volvió a sentarse. Dijo que no arrojaría bombas pero que estaría a nuestro lado y que precisamente la sección española del Partido Comunista… Samar se reservó, con Gómez, la labor de contención y vigilancia en los alrededores por donde podían acudir fuerzas. Irían con ellos diez compañeros con armas, distribuidos en grupos de tres. Villacampa se encargaba de dirigir el asalto al almacén de víveres. Aceptaba su misión con orgullo. Era más peligrosa y más gallarda que la de Samar. Villacampa y Samar se trataban con cierto recelo porque el primero había hecho suya mi acusación contra el periodista dos horas antes y en realidad había tenido Samar dos fiscales. Se lo veía dispuesto fría y tenazmente a todo. Tenía presente tanto como la fuerza ascendente de los compañeros en lucha, la debilidad de los partidos en el poder y veía posibilidades y coyunturas luminosas.

– Si la huelga es completa esta tarde -decía- hay que pedir solidaridad a otras regionales.

Esperaban que los directivos socialistas no tendrían más remedio que sumarse a la huelga para no dar sensación de impotencia. Samar se apuntaría un tanto.

Salimos divididos en tres grupos después de acordar los pormenores de la acción. Murillo hacía comentarios sobre la adhesión de los socialistas y el frente único por la base. Bajamos entre las esquinas sarnosas del siglo xvii, donde los picaros de Quevedo se rascaban blasfemando de placer. La plazuela está desierta. Dos calles más abajo, hacia un mercado público, los grupos comienzan a dar a la calle su aspecto dominguero. Como abundan las mujeres que han salido a las compras mañaneras y los vendedores ambulantes, los grupos no llaman la atención. Yo me doy cuenta, por algunas caras conocidas, de que en este sector se encuentran por lo menos dos mil de los nuestros esperando la señal. El comité se disemina. Aquí y allá se detienen nuestros compañeros y en seguida son rodeados por tres o cuatro que los escuchan. Son los preliminares. Esos tres o cuatro se separan y dan a su vez las consignas. En un instante se ha desplegado una red de palabras que abarca todo el mercado de legumbres de la calle de al lado y el cordón de parados que finge tomar el Sol a la entrada de la plazuela. Los hay de los aspectos más variados, pero a todos los uniforma el desaliento.

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