Ramón Sender - Siete domingos rojos

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Siete domingos rojos (1932) es una de las primeras novelas de Ramón J. Sender (1901-1982) y también una de las más vigorosas de su extensa producción. Con abundantes dosis de reportaje, con no pocos ingredientes extraídos de su propia circunstancia personal, el autor traza las líneas maestras del anarquismo español en el periodo republicano, Samar, el protagonista, recuerda al propio Sender tanto por la pasión con que se inmiscuye en las luchas sociales de su tiempo como por el afán reflexivo mediante el que pretende distanciarse del torbellino de la historia para entenderlo mejor. Conviene recordar que hasta ahora no se había reeditado la primera versión de la obra. En los años setenta, fue publicada en varias ocasiones pero siempre con importantes modificaciones con respecto al texto original, como bien pone en evidencia la presente edición crítica.

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Anoche llevó la mía al pabellón del coronel, y el ordenanza de guardia la recibió y le dio ésta por encargo “de la señorita Amparo”. Tanta previsión me demuestra que ella está al tanto de lo que ocurre y que no se alarmaría mucho ayer tarde, al ver que no iba a buscarla. Me guardo la carta sin leerla. Instantáneamente el aire ha adquirido otro color. Quizá sea que sigue amaneciendo. Vamos andando hacia la Moncloa. Nos desviamos un poco, porque yo quiero ver el balcón de Amparo. El muro de ladrillo rojo está cubierto de trepadoras hasta el balcón mismo. Suben las más audaces rozando las maderas de un costado. Algunas campanillas azules tiemblan mojadas de rocío. La mañana es femenina; rubia como ella; alta y de una delgadez sazonada. Azul de ojos -inmensa de luz- como ella, y tierna y dulce con sus brazos frescos. La mañana es femenina y canta en la primavera:

En el aire con olor de pinos,

en el viento con olor de mayo;

por el aire vino riendo

por el aire se fue cantando.

¿Cómo se llama el dulce amor?

Yo había guardado la carta en el bolsillo precipitadamente. Parecía que todo el mundo se había levantado y miraba por las ventanas. El pabellón del coronel quedaba a nuestras espaldas. Ella dormiría con ese gesto de niña de tres años cuya conciencia está por crear todavía, sueño de madera, de mármol. Star me miraba de reojo, y preguntaba afirmando:

– Tu novia es hija del coronel, ¿verdad?

En el cuartel toca diana la banda. Largos acordes majestuosos. Fuerza y diafanidad. En la imaginación se abren ventanas iluminadas y yo siento una ira enconada contra esas trompetas que van a acariciar sus oídos. No quiero que llegue a ella otra armonía que la de mis palabras. Esa diana que sigue tocando quiere alejarme de ella o bien captarme y embriagarme.

– ¿No es la hija del coronel?

Me vuelvo violentamente hacia Star:

– Sí, ¿y qué? Tú no entiendes de estas cosas.

Star se ríe de una manera extraña. Puede que sí, que entienda.

– La conozco.

– ¿De qué la conoces?

– Entro a veces al cuartel a buscar sobras del rancho para los compañeros parados. También voy al pabellón del coronel por la escalera de servicio.

– ¿La has visto a ella?

– Me ha dado a veces ropa vieja que yo doy a los más necesitados. ¿No has visto a Floreal? Esa chaqueta que lleva es del coronel García del Río.

Todo esto me molesta bastante. Mis amigos son los mendigos de su padre. Esta reflexión me hiere y me arrepiento de haberla hecho. Star se queda mirándome:

– Tú eres un anarquista. Tú no querrás casarte por la iglesia y ella no podrá abandonarlo todo para irse a pasar fatigas contigo. Esto lo sabes tú bien.

La sencillez de estas palabras me deja un poco desorientado. La pequeña, aunque rara vez opina, cuando lo hace revela buen sentido. Ese buen sentido al que yo temo.

Seguimos callados. El amanecer se ha quedado extático bajo la diana de los artilleros y el tono de mercurio del cielo se sostiene sobre las sombras sin clarear más. Ya cerca de la Moncloa le pregunto:

– ¿Qué te parece a ti la vida?

– ¡Vaya una pregunta! Si he de decirte la verdad, no he pensado nunca en eso.

Me detengo y la miro a los ojos:

– ¿No se te ha ocurrido pensar que podría ser mejor o peor?

Se encoge de hombros. En el azul de sus pupilas como en el del cielo hay una estrella. ¿Sus ojos? Son tranquilos y se posan sin penetrar. Luego contesta:

– Pensarás que soy tonta.

Yo sigo andando.

– No pienso nada.

Sabe que voy “a actuar” y ha dicho que iría conmigo. Bajamos constantemente desde que salimos del barrio. Como no vamos al centro sino a uno de los costados de la ciudad y no hay metro ni tranvía, nos trae más cuenta ir a campo traviesa. El paisaje se anima con las construcciones de la Ciudad Universitaria en la otra parte del río. Tardamos aún media hora en llegar a un sitio bastante solitario donde hay dos postes metálicos y un transformador. Examino los alrededores de una ojeada. La carretera está lejos. El silencio y la soledad son absolutos. El aire es suave, dulce y denso. El río hace un remanso y el fondo se ve limpio y pedregoso. Un tenue resplandor hace más cristalina la superficie. Quisiera bañarme.

– ¿Has desayunado tú, Star?

– No.

– ¿Quieres bañarte?

– Bueno.

Comenzamos a desnudarnos. Al sacarse el jersey me doy cuenta de que ha sido una proposición excesiva. Hay tal alegría sin embargo en sus gestos que me siento contagiado yo también. El agua, el aire, la luz, producen una embriaguez gloriosa. Antes de terminar de desnudarnos, nos mojamos la cabeza. Luego me quito la camiseta y los calzoncillos y me lanzo al agua. Llega a la cintura. Está fría, pero no tanto como las duchas de enero. ¡Abrazarse al agua, revolcarse en ella, sentirse ligero y activo en su fría resistencia! No he vuelto la cabeza cuando oigo chapotear y reír a mis espaldas. Ahí está la pequeña Star, que me ha alcanzado, quebrando cristales con brazos y piernas. Ríe satisfecha. Nada más que yo y con mejor estilo.

– Si no actúas mejor en la tierra que en el agua habrá que recusarte en los grupos. ¡Eh! -grita-, dejándome atrás.

Braceo hasta alcanzarla. Ya a su lado, cuido el estilo.

– Allá lejos está Madrid. Dentro de una hora se darán cuenta de que nadie trabaja y habrá que tomar el desayuno sin las tostadas negras. La huelga saldrá bien. Los mismos socialistas están indignados.

Star ríe e imita la voz doliente de un mendigo:

– ¡Un corrusquito de pan integral para este pobre coronel retirado!

Yo añado:

– ¡Que está diabético, el infeliz!

– ¿Lo toman los diabéticos?

– Sí.

He asomado el torso y me ha tirado agua. Voy a correr, pierdo el equilibrio y nado de nuevo. Ella va hacia la orilla y se estremece. Le pregunto si tiene frío y resoplando me dice que no. Es una graciosa estatua de mármol, con los pies, las puntas de los pechos y la naricilla color rosa. Hay una energía y una fuerza increíbles en esa fragilidad. Vuelvo a escudriñar con la mirada los alrededores. No hay nadie. ¿Quién va a venir por estos lugares, a esta hora? Los campos de aquí no son de cultivo. Ella me comprende:

– Si nos ven creerán que estamos locos.

– O se volverán locos por la pequeña anarquista.

Ella ríe desde la orilla:

– O quizá por ti.

Ella está ocupada en quitarse el barro de la planta de un pie.

Yo le digo que haga ejercicio o que se lance otra vez al agua. Opta por lo segundo. El Sol ha salido y no tardará en llegar aquí porque baja ya por los postes metálicos y barniza el transformador. Yo nado hasta la otra orilla. Serán treinta metros. Luego vuelvo. Voy pensando que Star lo sabe todo, lo conoce todo sin curiosidad y sin misterios. En cambio, mi novia Amparo cree que la fecundación se produce por un beso. Un día leyó en un periódico la palabra “homosexual” y me preguntó -todo me lo pregunta-, obligándome a contarle un cuento chino. Yo debí decirle la verdad, pero me hubiera parecido que la pervertía y por otra parte no hubiera comprendido mis explicaciones. Le mentí. A veces no me importa -mis relaciones con ella son una sarta de bonitas mentiras-, pero también a veces me preocupa. Si fuera millonario -¿podría yo serlo?- la llevaría al campo conmigo en un país cuyo idioma desconociera y moldearía su carácter como Pigmalión, cuidando mucho de que viviera sin sentir sino la belleza, de adormecerla en la delicia para siempre. Fijar la eternidad en la infancia moral. Que no llegaran a ella otros sonidos que los de mi voz, otras manifestaciones de la vida que las que yo le elaborara, ¡Qué gran artífice!

Me siento en la orilla. Al salir se ensucian los pies en el limo y hay que lavárselos. Star ha vuelto al agua y bajo la superficie su cuerpo es suave y resbala como un pez en los reflejos azules. Pero pienso que el caso de Amparo no concuerda con mis convicciones. Para mí el candor y la pureza son ignorancia, y esto constituye boy una enfermedad y mañana será un delito En la sociedad a la que aspiro no habrá más que dos delitos: la enfermedad y la ignorancia. ¡Qué gran delincuente, mi pequeña! ¡Qué buen juez, yo! ¿Y Star? Ahora se sostiene flotando, sin nadar, mucho mejor que yo. Adolescente aún, tiene sin embargo moldeadas las piernas, los brazos, hinchadas suavemente las caderas y pesando poco desplaza no obstante mucha agua. Star es la carnerada. La veo como una figurilla de vidrio, incapaz de despertar los sentidos. Su carne no ha debido presentir el amor.

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