Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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El Niño de los coroneles: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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»Pero no quería hablarte de mí, sino de Pilar. De lo que pasó realmente.

»¿Te acuerdas del once de junio del setenta y seis, cuando fuimos a Barcelona a ver a los Rolling Stones? Bego estaba ya embarazada, pero fue la que más insistió en hacer el viaje. En el coche (¿recuerdas? Tu viejo Seat 127 amarillo claro) os turnabais las dos conduciendo mientras yo, detrás, desempaquetaba bocadillos, abría cervezas y ponía en el equipo del coche las dos únicas cintas que teníamos, una de Velvet Underground y otra de Mocedades. Me acuerdo como si fuera ahora de las coñas que hicimos con esa combinación tan delirante, igual que me acuerdo de nuestra felicidad de aquel día: al coche parecía empujarlo nuestra euforia, tú dijiste que éramos inmortales y todos pensamos que tenías razón. Tres inmortales, cuatro con la niña que Bego llevaba dentro. Y ya ves, con el paso del tiempo: de aquellos cuatro que no iban a morir nunca sólo quedas tú. Tres a uno a favor de la muerte. Pero si he vuelto de la tumba es porque necesito (es la palabra exacta: el peso del secreto me impide respirar y pensar, a veces hasta caminar) contarte que Pilar no se suicidó, tal y como os he hecho creer a todos. La maté yo, y tienes que saber por qué lo hice: eres la única amiga que tengo. Y la única persona que merece saber la verdad: los otros que merecerían saberla, mis padres y mi mujer, están también muertos. Afortunadamente muertos: me horroriza pensar en su dolor si hubieran conocido lo que vas a saber ahora. Me horroriza y también me obsesiona… el otro día soñé que, en contra de lo que pensamos los ateos, Dios existía, y también la vida después de la muerte, los juicios finales y los castigos eternos. En la pesadilla, yo había muerto y me encontraba en una fila de fallecidos recientes, esperando la asignación de alguna especie de destino. Entonces veía a mis padres y a Bego (en el sueño no salía Pilar; no estaba, no me preguntes por qué, en esa casa de muertos): inquietos y felices por el inminente reencuentro (ellos, por sus buenos actos en la tierra, habían ganado el cielo de la Biblia, que también existía: era limpio, y se flotaba en él con placidez) me esperaban como familiares que acuden al andén a recibir al hijo pródigo. Ignoraban que mi destino era otro, el infierno ganado también a pulso. La idea de tener que explicarles dónde estaba Pilar me empujaba, y me escabullía de la fila de muertos. Comenzaba así un destierro infinito, huyendo durante el resto de la eternidad de los seres que más había amado y respetado en vida, que a su vez (yo lo sabía como se saben las cosas en los sueños: porque sí) iniciaban su propio proceso de angustia: ¿por qué yo los esquivaba?, se preguntaba mi madre con una mirada de tristeza que nunca llegué a verle en vida… Te juro que al despertarme me sentí aliviado de que Dios no exista, aunque la tregua duró poco: enseguida volvió la realidad, enseguida volvió la imagen que permanentemente me taladra la cabeza: Pilar mirándome como aquella última vez, la de sus últimos momentos de vida. También entonces, cuando la vi morir, me habían venido a la cabeza, no sé por qué, Barcelona y la irrupción de los Rolling Stones en escena (¿te acuerdas? ¡cómo rubricó aquel instante nuestra felicidad interna, nuestra euforia, nuestra inmortalidad!) al ritmo de Honky Tonk Woman. Durante años hemos discutido respecto a ese detalle: tú asegurabas que yo estaba equivocado, que la primera canción del concierto había sido otra, no recuerdo cuál (aunque claro está que no era esa cuestión la que me asaltó durante la agonía de Pilar). Con la canción que sonaba en escena, fuese cual fuese, se creó un estado de éxtasis colectivo, y yo (imagino que como todos y cada uno de los asistentes) me sentí bendecido (ojo, bendecido en singular) por los dioses del rock, del universo, por los dioses de la vida: ¡qué felicidad! ¡Cuántas cosas, todas buenas, nos esperaban! Recuerdo que alguien me apretó el brazo: eras tú. Sonreías tocada por la misma gracia, y con un gesto me indicaste que mirase hacia delante, donde Bego bailaba con ese estilo suyo que lograba que le hicieran corro, como de hecho ocurrió aquel día en la Plaza Monumental de Barcelona. Me dijiste (no se me ha olvidado nunca, y eso fue exactamente lo que se me vino a la mente en la muerte de Pilar): "con los genes de la madre, tu hija será bailarina, te lo digo yo". Bailarina… A veces, inesperadamente, la palabra se me deletrea sola en la cabeza, y clava entre letra y letra un guión de separación que me hiere como un cuchillo. Ahora mismo, al contártelo, está sucediendo. Lo lógico es que me ocurriera al pensar en mi mujer, pero no: me pasa al pensar en Pilar. Cuando nos dijeron (¡hace ya cinco años!) que Bego tenía cáncer y que no había que desesperar hasta ver la evolución de la quimioterapia pensé cosas de todo tipo, todas terribles, y cuando murió, sólo supe venirme abajo. Nunca fui capaz de asumir esa brutal injusticia. Lo teníamos todo, éramos felices y lo íbamos a ser siempre. ¿Cómo pudo pasar que en aquella consulta (la visita fue de rutina; tan de rutina que después de recoger los análisis íbamos a ir a cenar y a la inauguración del bar de un amigo) el médico se pusiera serio y dijera que había que repetir, sólo por precaución, una prueba? Pero aunque todo se vino abajo, te hice caso: tenía una hija y no era el momento de derrumbarse, por eso seguí adelante, por eso me volqué en Pilar y en sus proyectos… Hoy me sigue atormentando pensar que, de no haber sido así, nunca habría conocido a la gente de aquel grupo de teatro, no se habría embarcado con ellos (ilusionada de nuevo por primera vez desde la muerte de su madre, qué feliz me hizo verla así) en una función que precisaba de una bailarina (ella: su primer paso profesional) y no les habría acompañado a la función contratada a las afueras de Madrid aquel día fatídico. Sin aquella función nunca se habría subido a la furgoneta (¿viajaría en ella eufórica, inmortal como nosotros en el viejo 127?) que se salió de la carretera. Nunca se habría partido la columna vertebral. Cuando me lo dijeron me defendí quitándole importancia, pensé instintivamente que tendría que llevar un collarín durante algún tiempo y que ahí se acabaría el problema, por eso el médico tuvo que repetirme varias veces que la médula espinal se había roto y que Pilar estaba tetrapléjica. Era tetrapléjica. Me desmayé en el pasillo del hospital, y al despertarme sólo sentía terror: terror por encontrarme solo, por no contar con mis padres o con Bego (o con alguien, con quien fuera) para enfrentar la desgracia. Y terror de decirle a Pilar qué le había pasado, de explicarle que no volvería a caminar, a moverse, a correr sin ayuda, a girar la cabeza, a hacer cualquier cosa que requiriese más movilidad que la de los tres dedos de la mano derecha que el azar del accidente había olvidado destrozar. Allí, en la silla del pasillo del hospital donde tuve que sentarme ante la inminencia de otro desmayo, supe que no había futuro. O peor: que lo había y era espeluznante. Rogué para que mi hija tardase en despertar (o para que no despertase nunca: tal vez había entrevisto ya que lo mejor para ella era estar muerta) y luego, cuando me dijeron que había recuperado el conocimiento, rogué para que lo volviese a perder: tenía miedo de verla, de tener que decirle la verdad. Cuando entré en la habitación, me hundió más que ninguna otra cosa su expresión: angustiada pero llena de esperanza: papá venía por fin a rescatarla. Pero supo enseguida (lo adivinó en mis ojos) que algo iba mal, muy mal. Y cuando le conté la verdad empezó a gritar y no paró hasta dos días después. Dos días, con sus noches y cada una de sus horas. Los sedantes la apaciguaban, pero apenas despertaba y recuperaba la consciencia volvía a comenzar. Atrozmente inmóvil, desgarraba sus cuerdas vocales, aterrorizaba a los internos de toda la planta y apresuraba a la enfermera, una y otra vez, a ponerle una nueva inyección. Cuando por fin calló no fue porque hubiese asumido su destino (¿cómo podría nadie asumir ese destino?), sino porque su garganta era incapaz de emitir otro sonido que un quejido continuo y rasposo, una agonía que escucho todavía hoy, ahora. Ahí, no sé en qué momento del tiempo interminable que pasé con los ojos abiertos al pie de la cama, decidí que era mejor para ella estar muerta. Igual que es mejor para mí estarlo ahora: muerto ya. Muerto por fin. De regreso a casa, Pilar se hundió en un mutismo vegetativo. Yo me esforzaba por cuidarla, por limpiarla lo mejor y más cariñosamente posible, por tratar de aparentar esperanzas que no tenía, pero la idea de que su invalidez era irreversible me asaltaba de pronto, en el momento más inesperado, y me derrumbaba a veces incluso literalmente: en una ocasión el desánimo me golpeó cuando trataba de darle de comer, y perdí el conocimiento sobre la cama y sobre el puré, y me quedé allí durante algunos minutos, inconsciente sobre ella, hasta que me despertaron sus gritos. No eran gritos de alarma o de miedo. Eran gritos de pena… Aquel instante lo marcó todo. Su pena me decidió, nos decidió a los dos. Esa noche apartaba, con ayuda de sus tres dedos, las piedrecitas de un montón de lentejas desparramadas sobre la mesa: el médico nos había recomendado que intentase concentrarse en alguna actividad física, la que fuese, y descubrimos que ésa fue una de las escasas que podía realizar sin mi ayuda. Separar piedrecitas de las lentejas… Lo estaba haciendo y, de pronto se detuvo. Vi el garfio retorcido de su mano repentinamente parado sobre las lentejas y tragué saliva, aterrado por la inminencia de otra crisis de angustia, de nuevos gritos y lágrimas. Pero, aunque con la tensión brillándole en los ojos, estaba muy serena cuando levanté la vista. "Quiero morir", dijo. "Tienes que matarme, papá." Voy a serte muy sincero, Marisol, y a cambio quiero que medites muy seriamente lo que te confieso ahora: creo que mi condena o mi perdón (no sé cuál de los dos merezco) están en lo que sentí ese instante… Fue alivio. Un descanso infinito me corrió por todo el cuerpo dándome, literalmente, felicidad. He analizado aquel sentimiento hasta agotarme, y creo que las palabras de Pilar, tan valientes y perturbadoras, supusieron la puerta abierta que yo no me había atrevido a empujar. Por eso me aliviaron. Yo sabía que la muerte era la mejor solución para Pilar: ¿qué, por ejemplo, sería de ella cuando yo faltase? Una de las más intolerables imágenes que mi cabeza podía concebir era la de mi hija tumbada, sola, sobre la cama de cualquier asilo de incapacitados, esperando los escasos minutos que la enfermera pudiese dedicarle al día. No había duda: contra mi corazón y contra mi vida, Pilar debía morir. Pero su muerte natural, a pesar de las atrofias desencadenadas por la tetraplejia en su organismo, que acabarían por matarla, podía tardar dos décadas en producirse. O tres, así de duro y así de simple lo percibía también ella, a juzgar por la decisión de su mirada al otro lado de la mesa de las lentejas. Volví a tragar saliva; ella lo interpretó como signo de rechazo, duda o cobardía y atacó los obstáculos que mi razón oponía con lucidez inclemente y, a la vista de sus palabras, largamente meditada: no éramos una hija y un padre, sino la que debía morir y quien, por amor, debía ayudarle a hacerlo. "Nadie te culpará de nada. Pensarán que me he suicidado. Con esto." Dirigió la mirada hacia los dedos retorcidos. "Si pueden separar lentejas pueden tomar pastillas. Lo he ensayado. Mira." Actuó con decisión aterradora: mi hija no era una niña, sino una voluntad de morir embutida en un cuerpo igualmente muerto. Sus dedos se cerraron sobre un puñado de lentejas. Las llevó con mucho trabajo hacia la boca, forzando el brazo e inclinando la cabeza para demostrar que su esperanza era viable. Comprendí que sólo para realizar ese entrenamiento, ese ensayo de su muerte, había insistido en dedicarse al absurdo ejercicio de las lentejas. Pero la mano y la boca, desesperadamente tensas, quedaron quietas, separadas una de otra por dos centímetros infinitos. Entonces, ante el fracaso, sí surgió la niña; ahí estaba otra vez mi hija: en la repentina pena, en la patética impotencia, en la súplica de su mirada. La estreché entre mis brazos, la protegí, la besé y me esforcé para que no me viese llorar, porque en ese instante prometí que la liberaría y no quería que la perturbasen dudas sobre mi resolución. Se quedó dormida en mis brazos, relajada por primera vez desde la tragedia, y pasamos así el resto de la noche, los dos absolutamente inmóviles: por nada del mundo me hubiese arriesgado a despertarla del sueño de niña que había sido el único desde la desgracia e iba a ser el último de su vida. Mientras la abrazaba, miraba las lentejas. Y en ellas encontraba fuerzas: efectivamente, ¿quién, una vez muerta Pilar, podría demostrar si sus dedos habían sido capaces o no de recorrer esos últimos dos centímetros? El azar que había destrozado su vida y la mía nos dejaba un resquicio ínfimo, y lo aprovechamos. Te obvio los detalles, basta que sepas que la noche elegida acosté a Pilar, le di las pastillas y me senté a su lado, muy cerca de ella. A veces, durante la enfermedad, había sido meticulosamente detestable y se regodeaba en su amargura como si quisiera hacerla grande y transmitírmela en su integridad (tal vez, un camino para despertar mi odio y conmover mi voluntad). Pero ahora, dulcificada por la proximidad de la muerte, volvía a ser mi Pilar. La volví (ella me lo pidió) para que pudiera reposar la cabeza en mi hombro, y me rodeé con su brazo muerto el pecho. En esa postura, cuando era niña, solía quedarse dormida mientras le contaba historias de aventuras. En esa postura, ahora, murió. Cuando su respiración se apagó, alargué la mano hasta la mesilla y extraje del cajón el segundo bote de pastillas, el que sin revelárselo a ella (antes de comenzar a tragarlas me había hecho jurar que intentaría ser de nuevo feliz) me disponía a tomar para acabar, también, con mi propia pesadilla. Pero la vida volvió a traicionarme porque, llana y terriblemente, me negó el valor concreto de tomarlas. Mi mente y mi cuerpo (o al menos una parte de ellos, en todo caso la suficiente) se negaban a dejar de existir. Pasé la noche entera debatiéndome en esa lucha, con la mirada fija en el techo y empapando de sudor el frasco que apretaba en la mano y que finalmente, al amanecer, dejé de nuevo sobre la mesilla. Todos los remordimientos y todas las angustias surgieron entonces: había abandonado a Pilar en la muerte. Y, según las reglas establecidas por el mundo que me resistía a abandonar, era el peor de los asesinos: el asesino de mi propia hija. Durante horas, traté de asumir ese destino como el más legítimo que podía corresponderme, y para abandonarme a él traté de escribir una confesión completa de lo que había ocurrido, que me propuse fuera tan sincera como lo está siendo ésta. Pero comprendí enseguida que el mundo no eres tú, que sus leyes no son tu amistad, que sus designios no son tu comprensión. Y, como el cobarde que soy (o, mejor dicho, que descubrí en ese instante que era) mi mente fue descartando la idea de la confesión para comenzar a maquinar la trama exculpatoria, la versión del suicidio de Pilar, que ante todos me convirtió de verdugo en víctima. En la ansiedad de esa culpa consolidada he vivido este tiempo, buscando cada minuto de ellos el valor de acabar con todo. En una de esas ocasiones, el otro día, sonó el teléfono y eras tú con tu oferta de viaje a Leonito. Acepté porque tal vez aquí, en mis orígenes, hallase alguna señal de algo, no me preguntes de qué… Espero que perdones a tu pobre amigo Luis (que con nadie más puede sincerarse). Ese perdón, y el último pensamiento que me dediques, será lo único que quede de mí sobre la tierra. Adiós, mi amiga querida. Que sepas que lo daría todo (¡pero no me queda nada! O peor: sólo tengo el deseo de morir, de olvidar que una vez estuve vivo) por volver a encontrarme con Bego y contigo, con Pilar en el vientre de Bego, en aquel 127 amarillo claro donde éramos inmortales. Con la carretera infinita delante de mí y de todos nosotros.»

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