Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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– Hasta mañana… -dijo sin asomo de miedo al tumbarse en la cama boca arriba y con las manos bajo la nuca, sonriendo. Ferrer se preguntó si le divertía el estado de ansiedad que había logrado provocarle.

Huertas se instaló junto a la ventana desde la que se dominaba la entrada a la explanada, con el arma en la mano, y Ferrer, que se sabía incapaz de dormir pero no quería mostrar su nerviosismo al militar, tomó una de las linternas y se acomodó en el desvencijado tresillo del otro extremo de la suite. Agradeció ahora haber llevado consigo la hoja del informe de Marisol referida a Soas… Roberto Soas Menchén: hijo de militar nacido en Barcelona en 1940, alumno de la Academia General del Aire de San Javier, Murcia, en 1958, licenciado en Economía y Derecho por la Universidad Nacional de Educación a Distancia en el 1978, carrera ascendente de méritos, ascensos y destinos relacionados de forma cada vez más estrecha con los servicios de prensa y relaciones externas del Ejército del Aire, relacionado en los últimos diez años con diversos proyectos empresariales privados, el último de los cuales era el Consorcio La Leyenda de la Montaña… Datos sobre los que Ferrer pasó apresuradamente los ojos hasta llegar a lo que le interesaba: en 1980 Soas se casó con María de la Concepción Álvarez Vidal, economista diez años más joven que él. Desde entonces trabajaron juntos en todos los proyectos laborales que Soas abordó. Eran, según las notas de Marisol, «auténtica uña y carne rica, guapa y feliz: lo que a todos nos gustaría, Luis. Juntos, según dicen, se atrevían con todo y podían con todo. La muerte de Álvarez Vidal, acaecida en Costa Rica en agosto de 1991, enloqueció a Soas. Álvarez no soportó el cáncer galopante que la consumía y acabó con sus días arrojándose al mar en la casa familiar. Soas hubo de ser internado, víctima de una fuerte depresión que casi acaba con él. Sufría alucinaciones, y una vez estuvo a punto de arrojarse por la ventana de la habitación. Veía una luz blanca y cegadora, desde la que le llamaba su mujer. La alucinación se repitió seis veces y, ya recuperado y con el alta en la mano, seguía afirmando que la vio. E insistía: era su mujer llamándole. Bueno, cosas más raras se han visto. Otra cosa, que puede servirte: Soas empezó a trabajar en La Leyenda de la Montaña para salir del pozo depresivo en el que se hallaba, llegó a Leonito en octubre de ese mismo año, el 91». Ferrer se reconoció impresionado: luz blanca, luz cegadora… El gélido Soas amaba profundamente a su esposa muerta, como él mismo había podido comprobar durante un breve instante que, ahora lo sabía, había sido sincero. Y tal vez la había matado. A solas, a escondidas. «Estábamos solos en la casa de la playa. Se podría pensar que mi mujer no se suicidó. Que la maté yo… Lo mismo que se podría pensar de ti y de tu hija. Que la mataste tú». La simpatía que sentía por el militar español y su solidaridad con el drama que había vivido no aliviaban la incertidumbre por sus enigmáticas palabras, que necesariamente ocultaban alguna intención precisa y, por lo que sabía de Soas, meditada en profundidad. ¿Qué intención?, se preguntó mientras regresaba al manuscrito.

Al regreso de Madrid, me encontré con que aquel verano de 1968 se había recrudecido la guerra en la Montaña Profunda.

Las incursiones de rapiña ordenadas por José León Segundo en busca de su El Dorado leonitense eran, además de infructuosas e interminables, cada vez más sanguinarias, porque los indios, por fin furibundos, habían decidido pasar de la defensa al ataque, y sus selectivos golpes de mano resultaban cada vez más eficazmente dañinos. La guerra se estancó. Y fue así, estancada, como forcé que conviniese a mis planes. Hice ver a los coroneles la necesidad de ensañarse con ese foco de rebelión, pero la persecución de los indios de la Montaña Profunda -con la excusa de la búsqueda del tesoro que teóricamente protegían- tenía en realidad por objeto convertirse en el banco de pruebas desde el que consolidar el proyecto Niño de los coroneles y sus ramificaciones.

Las características de la Montaña facilitaron el aislamiento táctico del sector: una vez acotado éste, nadie pudo entrar ni salir del cerco. Invisibles o no -inexistentes o no-, los indios quedaron sitiados, igual que algunos poblados indígenas habitados por lo que algún observador ajeno al conflicto -tú, sin ir más lejos, Jeannot- habría definido como «seres inocentes». Establecí dos cordones militares. Uno, integrado por numerosos reclutas de reemplazo, circundaba el área A: media circunferencia con un radio de diez kilómetros cuyo centro era la Montaña, a cuya espalda el mar ocupaba lo que habría sido la otra media circunferencia; los hombres e incluso muchos oficiales de este contingente creían ser la retaguardia de un comando antiterrorista especial, y nunca sospecharon que, en realidad, eran los vigilantes encargados de ocultar al resto del mundo los sucesos que allí iban a tener lugar. El área B, semicircunferencia con el mismo centro pero un radio inferior en tres kilómetros, era la zona por la que campaban a sus anchas, bajo mi mando directo, mil seleccionados Pumas Negros y un regimiento compuesto por ciento cincuenta niños de entre siete y once años salidos de nuestra escuela, cuyo viejo lema -«Ferocidad Gratuita, cuanto más mejor»- podía reconocerse en la iniciales F.G. cosidas, a modo de charreteras, en las mangas de sus diminutos uniformes.

Si éstos eran los pescadores y los indios el pescado a capturar, los poblados inocentes constituyeron el cebo: hasta entonces, las atrocidades cometidas sobre ellos por los hombres de Canchancha, aunque ciertamente brutales, habían sido esporádicas e incluso casuales, jamás alentadas por el concepto delicado y riguroso del Mal que ahora, cada madrugada, espoleaba a los niños a jugar con la tortura y muerte de los moradores del poblacho de turno, elegido siempre al azar. Los habitantes de las dos o tres docenas de aldeas acotadas en la zona de restricción podían moverse con libertad dentro de ésta, pero no abandonarla: permanentemente vigilados por los Pumas Negros, eran prisioneros sin cadenas ni cerrojos cuyas únicas actividades consistían en tener pánico al siguiente amanecer, en rogar a lo largo de la noche que fuese el pueblo próximo y no el suyo, que fuesen los vecinos de al lado y no ellos y sus hijos, los elegidos por los niños.

La provocación acabó por lograr su propósito: mi ley marcial, que tensaba el aguante de los cebos humanos prohibiéndoles enterrar los cadáveres de sus seres queridos, molestar a las ratas hambrientas que solté en los poblados o -te asombraría el mazazo psicológico, personal y colectivo, que acaba por suponer esta sutileza- emitir, bajo amenaza de muerte, el menor sonido corporal durante las horas de luz solar, enfureció a los guerreros invisibles, que se volvieron de carne y hueso para proteger a los suyos. La ferocidad que desplegaron, de contundencia paralela a la nuestra, favoreció mis planes: la sangre llamó a la sangre, el odio al odio y la guerra a la guerra, pero estos logros, al ser previsibles, fueron sólo secundarios. Mi verdadero éxito radicó en conseguir que, fuera de la línea B, el horror se mantuviese en secreto, fuese desconocido… En una palabra, no existiese. A los oídos de los soldados de la línea A llegaban rumores de inconcretas operaciones antiguerrilleras, y más allá de esa última frontera con la realidad nada, absolutamente nada, ocurría en los alrededores de la Montaña Profunda. Leonito era tan sólo -compruébalo en cualquier libro de historia, remóntate a los comentarios de los turistas de la época o a los análisis del más especializado historiador, busca en tu propia memoria de valedor de los derechos humanos- un país centroamericano hermoso aunque sometido, eso sí, a un régimen dictatorial ni mejor ni peor que cualquier otro del continente. La ocultación estaba tan bien articulada que incluso los representantes de dictaduras amigas invitados a visitar la zona se asombraban por la inimaginada existencia de mi guerra-probeta. Hasta los más torpes de ellos intuían que mis conocimientos y técnicas, aunque todavía en desarrollo, podían resultarles en un futuro cercano útiles en sus cometidos de represión, y tan seguro estaba del hermetismo de mi laboratorio al aire libre que cuando un grupo financiero del país propuso construir en la costa atlántica de Leonito, justo al sur de la Montaña, un complejo dedicado al turismo de lujo -los famosos seis faros gracias a los cuales tú y tus detectives «me habéis descubierto»-, no sólo no me opuse a esa iniciativa que a cualquier otro habría impuesto respeto o cautela, sino que la apoyé con estusiasmo: me divertía la idea de permitir a dos pasos del infierno de mi propiedad un -éste era el nombre del proyecto- «Paraíso en la Tierra», a cuya inauguración contribuí organizando a una distancia prudente del evento, y tan cuidadosamente como si fuese el menú de mi boda, una emboscada en la que cayeron numerosos guerreros indios. La batalla entre los sitiados y las fuerzas regulares adulto-infantiles duró toda la noche -lo mismo que la fiesta- y no escatimó parafernalia artillera: fue mi modesta aportación de fuegos artificiales a la lujosa recepción que transcurría, reposada y ajena, unos kilómetros al sur, en el «Paraíso en la Tierra». Precisamente allí, me presentó el amigo panameño a dos inversores chilenos que parecían muy afligidos por el difícil momento que atravesaba su país: Salvador Allende acababa de ganar las elecciones generales, y nuestros invitados deseaban, además de contrastar mi opinión sobre la circunstancia alarmante de que por primera vez un socialista hubiese ganado limpiamente unas elecciones generales en el continente, proponerme una eventual colaboración futura. La naturaleza abrupta del tema propició la pronta sinceridad de las partes, y me pareció adecuado finalizar la velada en mi casa, donde enseguida se prescindió de los tapujos: el mismo día del triunfo de Allende se había puesto en marcha un engranaje de salvación nacional, todavía clandestino, que contaba no obstante con el beneplácito y apoyo de los principales sistemas financieros del país, además de con la solidaridad del lejano pero comprensivo vecino norteamericano. En cuanto a mí, habían oído hablar de los avances en materia de represión que estaba desarrollando y deseaban saber si estaba interesado en colaborar con la flamante empresa que representaban. Por toda respuesta -aunque controlando la euforia que me conmovía: ¡por fin un proyecto de envergadura!, ¡el primer país para cuya represión global me reclutaba el Azar!-, pedí a los chilenos que me acompañasen al sótano de la mansión. Aunque las luces del amanecer comenzaban a inundar las estancias, el descenso por las escaleras de piedra fue sumergiéndonos en una oscuridad más negra que la propia noche… Desde semanas atrás mantenía recluido al Niño de los coroneles a causa de la crisis depresiva aguda que padecía. Era la primera -y también la más clemente- de las que le atacarían desde entonces. La fiera no dormía ni encontraba reposo, y los fantasmas de sus víctimas, incansables, gritaban dentro de él a pesar de los bálsamos autoexculpatorios con que yo masajeaba su mente en los momentos de lucidez que le otorgaba la locura. Ajeno a todo, distribuía su tiempo entre la languidez obstinada y las convulsiones rabiosas, que descargaba con brutalidad frenética e imprevisible contra las paredes de piedra, contra sí mismo o, más frecuentemente, contra las ocho mascotitas aterradas que integraban la cuadra particular que a estas alturas, y exceptuando mi permanente observación, constituía su única compañía «humana». La mente del Niño era una balanza que, de forma arbitraria, podía inclinarse hacia el autismo irreversible o hacia una tormenta cerebral igualmente sin retorno: ¿los coletazos de la conciencia, que se resistía a morir? Fuese como fuese, seguía resultándome de extraordinaria utilidad para rubricar veladas como la que compartí con aquellos nuevos clientes. Ordené traer a un detenido de la prisión más cercana e invité a los chilenos a presenciar el espectáculo. La orgía de ferocidad del Niño, alentada con una opípara ración de cocaína, fue el telón de fondo de mi exposición magistral sobre la tortura como arma moderna de represión. Cuando concluí, no cabía duda a los chilenos de lo que mis conocimientos podían aportar a su causa, aunque ellos, más que experimentos con seres humanos bestializados, deseaban que instruyese a un selecto grupo de oficiales del ejército chileno, que debían estar preparados para cuando las actuaciones del gobierno de Allende justificasen el inevitable golpe de estado. Uno de mis visitantes, lo recuerdo como si fuera hoy, me miró con miedo o estupor antes de abandonar la sala, y sólo cuando algún tiempo después me concedió su amistad y confianza supe que, más que la brutalidad del Niño, lo que le había impactado vivamente, a pesar de su experiencia profesional forjada en mil inimaginables violencias, era la obscenidad de las mascotitas, cuya cualidad inicialmente humana había reducido mi talento a animalesca sumisión: ya adolescentes, pero aislados desde la infancia en jaulas a ras de suelo, sólo podían desplazarse a cuatro patas o comunicarse mediante los sonidos ininteligibles que naturalmente habían desarrollado entre ellos, y verlos comer, recular ante la amenaza del látigo o aparearse era una poderosa metáfora de lo que mis métodos podían lograr. Aquella noche apenas dormí. Veía el proyecto Niño de los coroneles extendiéndose por toda Iberoamérica y veía a Leonito, sede central del evento, forzada a adecuar sus infraestructuras para abastecer la creciente demanda de los regímenes de inspiración autoritaria. En cuanto a mí, me imaginaba dirigiendo la red, aún no definida, aún por inventar, del sistema represivo de un continente en el que, gracias al status de tercer mundo, las escasas protestas de los defensores de los derechos humanos, si bien encontraban algún eco en los círculos progresistas europeos, llegaban hasta nosotros, dueños satisfechos del poder, como una vocecilla patética que movía a la risa y a la burla. Éramos impunes, éramos amos. Podíamos ser dioses. ¿Cómo no dejarme tentar? Ante mí estaba la posibilidad de retomar la batalla personal que la entrada de los aliados en París me había obligado a abandonar. Ante mí estaba la posibilidad de ganar, en otro momento y lugar del Tiempo, una parte de la guerra que los nazis habían perdido en Europa. Si sabía conciliar las voluntades adecuadas, Chile sería sólo el principio.

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