Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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El Niño de los coroneles: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Al pararse el motor se hizo un silencio tan denso que Ferrer pudo escuchar con claridad cómo uno de los otros dos hombres tragaba saliva; enseguida comprendió que tal vez había sido él mismo quien produjo ese sonido. La serenidad paradisíaca del entorno, excesiva de puro nítida, casi presagiaba inconcretas amenazas: el tableteo de una ametralladora oculta, la inminencia de un grito guerrero que lanzase a los feroces indios contra la barca… Soas permanecía inmóvil, clavada la mirada en la tupida vegetación de la orilla y con el cuerpo erguido, muy derecho, como si considerase que agacharse era, más que una prudencia, una indignidad inútil caso de que efectivamente empezasen los disparos.

Tras unos segundos que parecieron eternos, Soas saltó a tierra. Huertas y Ferrer, como si temieran quedarse solos a bordo, se apresuraron a imitarle. Nadie les disparó, nadie les asaltó: estaban solos en el pequeño claro de terreno al que se accedía desde el muelle.

Un sendero artificial bordeado de arbolillos que alguna vez merecieron la atención de un jardinero se abría frente a ellos, y una camarera portando un cesto de frutos exóticos, dibujada sobre un cartel oxidado por la misma mano a la que se debía la surfista en biquini de un trecho antes, les invitaba a seguir el consejo del texto oxidado: «Bienvenidos al Hotel Paraíso en la Tierra».

Ninguno de los tres dijo una sola palabra. Avanzaron por el sendero con cuidado, como si cada pisada pudiese desatar inimaginados peligros.

En el tercer recodo del camino apareció, a lo lejos, la techumbre roja, semioculta por la vegetación, de un edificio bajo: el primer vestigio de la antigua presencia humana. Los tres hombres se consultaron con las miradas y fue de nuevo Soas quien se decidió a dar el primer paso; los otros, también de nuevo, se apresuraron a seguirle.

La casa era un bungalow típicamente turístico, el primero de una urbanización que ocupaba el espacioso llano donde desembocaba el sendero. Más allá se divisaba un edificio principal blanco, de varias plantas, y hacia él se dirigieron avanzando alerta por entre los bungalows desiertos. Ferrer observó que Huertas, cada poco, se volvía repentinamente hacia atrás, como si esperase sorprender a sus inexistentes perseguidores. ¿O eran simplemente sigilosos?

Llegaron hasta el edificio de sucia blancura y se desperdigaron por la explanada frontal tratando de no perderse de vista unos a otros. Soas caminó hacia la piscina. Huertas entró en el edificio. Ferrer se plantó frente a la fachada principal. Recordaba a la del Madre Patria, pero el abandono convertía en inhóspitas y siniestras las construcciones erigidas en otro tiempo para satisfacer en cada detalle a los selectos clientes: innumerables hojas de hierba cubrían la pista de tenis y la lona negra que ocultaba de la vista la piscina, los cristales de puertas y ventanas de la fachada estaban meticulosamente hechos añicos y del rótulo que señalaba el camino del «Gimnasio Sueco» se habían descolgado la «S» mayúscula y una «i». Todo era sucio, todo estaba desgastado: el saldo del paso del ciclón de 1971 sumado a veinte años de soledad rigurosa. Pero además, las paredes estaban renegridas por zonas, como si hubiesen sufrido la acción de un incendio que no parecía antiguo. Tal vez, tras el abandono definitivo, se había propagado el fuego a causa de alguna tormenta u otro fenómeno natural.

– ¡Soas! ¡Soas!

Era la voz de Huertas. Soas y Ferrer lo buscaron con la mirada. El capitán les llamaba desde la puerta de acceso al hotel.

– ¡Conque no han estado aquí! -espetó Huertas a Soas apenas llegaron junto a él. Parecía exultante, como si disfrutase de una victoria largamente esperada. Con fuego demente en los ojos, invitó a los otros a entrar.

El vestíbulo del hotel había sido, como el exterior, redecorado por el abandono y el paso del tiempo. También por las huellas del incendio que se percibía en el exterior. Pero alguien había añadido un elemento discordante, reciente y aterrador sobre la moqueta sucia de la rotonda central: los cadáveres de cinco hombres desnudos yacían en caprichosas formas bajo la estructura metálica que alguna vez sostuvo una cúpula de cristal. Cinco reconocibles cuerpos de hombre, no cinco trozos de carne en descomposición ni cinco esqueletos: cinco muertos recientes.

– ¿Qué dices ahora? -repetía Huertas-. ¿Eh? ¿Qué dices ahora? ¡Yo tenía razón! ¡Y es La Japonesa! ¡La Japonesa!

Soas no le contestó; tal vez tampoco le escuchaba. Se acercó a los cadáveres y los observó sin decir nada.

Eran cadáveres de hombres jóvenes. Todos llevaban al cuello medallas identificativas del ejército de Leonito: reclutas bisoños, como los que habían muerto en el asalto al tren. Los cinco tenían la piel de todo el cuerpo caprichosamente salpicada de quemaduras negruzcas provocadas por la acción de antorchas o sopletes, y estaban encadenados por el pie a una argolla clavada en el centro de la rotonda; la cadena les daba cierta libertad de movimiento, pero no les permitía huir del círculo en el que habían sido torturados hasta morir. Había una sexta cadena sujeta a la argolla del centro, pero en su otro extremo faltaba el cadáver correspondiente.

Soas la agarró, sopesándola; parecía reflexivo. Fe-rrer se acercó a él.

– ¿Qué es eso de La Japonesa?

– No sabes lo que es, ¿verdad? -le gritó Huertas-. Tranquilo, que ya te enterarás… Tú y éste. Y yo. ¡Todos!

Ferrer interrogó con la mirada a Soas, que se había arrodillado junto a una máquina metálica cuadrangular similar a una cortadora de césped.

– ¿Y bien? -le instó.

– La Japonesa es… -Soas dudó.

– Exijo saberlo -dijo gravemente Ferrer, esforzándose por amagar una sonrisa convincente de camaradería viril-. Lo resistiré, te lo aseguro…

– Es una forma de tortura de los indios de la Montaña. Se encadena a los reos de forma que no queden inmovilizados del todo, que más o menos puedan defenderse. Los verdugos se ensañan con ellos sin prisas.

– ¡Hasta parando para comer su harina cocida! ¡Te miran con sus ojos muertos mientras comen! ¡Y tú, mientras, despellejado vivo! -Huertas parecía aliviar su propio miedo al intentar trasladárselo a Ferrer.

– En este caso han usado el fuego, pero valen también cuchillos y látigos -enumeró, contrastadamente frío, Soas-. La cosa puede durar días. Cuando los presos están ya muy quebrados se les obliga a torturarse entre ellos.

– Entre ellos… -ese giro inesperado sí impresionó a Ferrer.

– Te asombrarías -explicó Soas- de las fierezas que despierta el afán de supervivencia… Los indios contemplan el espectáculo, imagino que harán apuestas… La cosa está en que el preso que sobreviva a los demás es liberado, se le concede una oportunidad de escapar. Los indios le dan unas horas de ventaja y van a por él. Normalmente no escapa, claro. Pero la desesperación le da fuerzas para alargar el juego. Ése -Soas señaló hacia la sexta cadena, que pendía de la mano de Ferrer-debe de estar ahora mismo corriendo por ahí, con los indios detrás.

– A lo mejor ya lo han cogido -terció Huertas, acercándose a ellos-. A lo mejor ya lo han cogido y en estos momentos están volviendo a casa. ¡Qué alegría les vamos a dar cuando nos encuentren!

Soas se plantó frente a él y le miró fijamente, retador.

– Vamos a pasar la noche aquí -dijo, vocalizando con claridad.

– ¿Aquí? -interrumpió Huertas. Era obvio que no podía controlar su perpetuo enfado pueril. Tampoco, aparentemente, la inminencia de una crisis nerviosa-. ¡Estás loco! La Montaña está sólo a cinco horas andando. ¿Por qué vamos a…?

Soas chasqueó los labios, mojándoselos con la lengua, tres veces seguidas; Ferrer pensó que era un recurso para controlar el acceso de ira que se cernía sobre su expresión.

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