– ¿Preocuparme? ¿El qué? -esmerándose para que su gesto resultara inocente, Ferrer cerró el manuscrito de Laventier y lo dejó a un lado, oculto a la mirada de Soas; no podía evitar que su mente estuviera en otro sitio y lugar: 1960, una mazmorra siniestra, su hermano arrancando con tenazas los genitales de un hombre encadenado. Y mientras, ¿qué hacía él? ¿Festejar, vestido de marinero, la Primera Comunión?
– Casildo Bueyes -aclaró Soas señalando en el cuaderno la frase con la que Ferrer había intentado, precisamente, ocultar el nombre del periodista asesinado-. Son sus iniciales, ¿no? Lo que ya no pillo es el significado completo. L mata a CB+A… ¿Quién es L? Misterio…
– Son notas de una cosa de Madrid -mintió Ferrer; pero desvió la mirada un instante, apenas una décima de segundo, y al volver a posarla sobre Soas captó que el otro le había descubierto. Soas asintió con parsimoniosa socarronería; si pretendía transmitir sensación de dominio sobre la circunstancia que atravesaban, Ferrer hubo de reconocer que lo conseguía.
– De todas formas, aunque insistas en lo contrario, Casildo Bueyes te preocupa, te lo digo yo… La A es lo que se me escapa… A… A… -bromeaba, fingiendo una sesuda concentración. Hasta que, de pronto, se produjo el chispazo de inteligencia. Ferrer vio, literalmente, cómo la mente de Soas efectuaba la conexión; incluso se habría atrevido a precisar los términos exactos de ésta: ‹¿CB es Casildo Bueyes y A es Arias… ¡Ferrer asocia la muerte de ambos!». Las miradas de los dos hombres, conscientes por igual de lo que pensaba el otro, se midieron durante un segundo en el que Ferrer buscó algo que decir sin encontrarlo.
La tos crónica del motor vino en su auxilio. Carraspeó de forma anómala y se detuvo. Ferrer y Soas miraron a Huertas, que había apagado el contacto sin motivo aparente y se ponía en pie mientras la inercia del impulso deslizaba la barca unos metros más sobre la serena superficie de agua del canal. Vuelto hacia ellos, Huertas los miró fijamente y extendió los brazos como un director a punto de marcar la entrada de la orquesta. Sus ojos, tensos y alarmados, saltaban alternativamente de Soas a Ferrer mientras, muy despacio, llevaba el dedo índice hasta los labios para reclamar silencio; obstinado en atrapar algún sonido en la quietud del aire, ni siquiera respiraba. Acaso influido por la expresión demente del capitán, Ferrer creyó durante una décima de segundo que escuchaba a su espalda un sonido lejano: ¿el motor de otra barca, que alguien preocupado por no ser descubierto se había apresurado a detener? La percepción, infinitesimal, no pudo ser verificada, y un segundo después la contundencia del silencio convertía en ridiculas la prevención de Huertas y su postura de brazos congelados en el aire, con la sucia guerrera desabrochada, la cartuchera vacía y el pañuelo atado en cuatro nudos sobre la cabeza a modo de protección solar. Era el segundo acceso de manía persecutoria del capitán; el primero ya se había manifestado intermitentemente a lo largo de la caminata desde el Desfiladero del Café hasta el lugar donde habían hallado la barca: convencido de que los indios los perseguían, incluso había ido sembrando el camino de trampas contra sus fantasmales perseguidores. Esas demoras ya le habían costado una discusión con Soas, y ahora, en la barca, parecía avecinarse otra.
– Parar el motor ha sido una locura -susurró Soas; su tono suave, al carecer de matices, resultaba particularmente amenazador.
– Nos siguen -se defendió Huertas, obcecado aún en hallar algún sonido en medio del silencio.
– Espero que puedas volver a encenderlo -dijo Soas, todavía más pausado. Ferrer miró a su alrededor: la barca, tras perder la inercia, se había detenido; junto a una de las orillas del canal flotaban, semisumergidos y también quietos, tres largos troncos que una mirada minuciosa revelaba vivos y cubiertos de escamas, expectantes.
Huertas se agachó para poner en marcha la barca. Pulsó el contacto y el motor se encendió a la primera; el capitán dedicó a Soas una mirada retadora de victoria y se concentró de nuevo en la navegación, enfadado como un niño caprichoso o tonto.
– Ha perdido los nervios -dijo Soas en voz baja-. Me preocupa.
– Han muerto todos sus hombres y… -respondió Ferrer.
– Eso se la suda. Lo que le jode es haberse cagado de miedo: Huertas, el capitán de hierro, como le llamaban en la academia, convertido en un flan chino. Y tú y yo, testigos.
– Sin contar con que él ha matado a uno.
– ¿A un qué?
– A uno de sus soldados. Al saltar del tren. Junto a mí, lo he visto.
Soas miró a Huertas, meditando con gesto grave la inesperada información.
– No le importaría que nos pasara algo antes de llegar a la Montaña -masculló.
A Ferrer le pareció repentinamente absurdo, casi cómico, que el honor y orgullo heridos de Huertas viniesen a complicar más su situación; imaginó al capitán asesinándolos en un descuido para evitar que revelasen el secreto de su ignominia, enterrando sus cuerpos en tumbas cavadas con la única ayuda de sus manos y viviendo el resto de su vida angustiado por la posibilidad de que alguien encontrase los cadáveres, y no pudo evitar que se le escapase un breve acceso de risa histérica. Soas le miró desconcertado, pero sonrió para que su dominio de la situación no quedase mermado y preguntó cordialmente:
– ¿Qué hacías exactamente antes de venir para acá? ¿Te gusta vivir en Madrid?
Ahora fue Ferrer el desconcertado; las preguntas de Soas tenían el tono de una afable conversación de bar, pero era la tercera vez que intentaba, mediante diferentes subterfugios igualmente ingenuos, llevar a ese terreno su diálogo: Madrid y la actividad de Ferrer antes de volar a Leonito. ¿Por qué? Ferrer iba a responder cuando vio a la rubia en biquini que practicaba surf sobre una inverosímil ola estática situada en un recodo del canal. Tardó un par de segundos en comprender que se trataba de un viejo cartelón oxidado. La rubia sonreía y señalaba con el pulgar hacia el texto situado sobre su cabeza: «Urbanización hotelera Paraíso en la Tierra, a dos km. Bienvenidos».
– ¿Hemos llegado? -preguntó Ferrer, excitado por la aparente proximidad de la civilización.
– Al menos, no nos hemos perdido -Soas se puso en pie; también parecía satisfecho-. Este viejo grupo de hoteles está a pocos kilómetros de la Montaña. Vamos bien. Ya os lo dije: nadie espera que vengamos por el camino más largo.
– ¿Dejamos la barca?
– No. Según recuerdo de los planos, será mejor continuar hasta el muelle del hotel. Me consta que sigue en uso porque los ingenieros lo han usado. Desembarcamos y seguimos a pie desde allí. Pero nos estamos acercando -dijo mientras se dirigía hacia la proa para informar a Huertas.
«Nos estamos acercando», se repitió Ferrer ante el cartelón. La herrumbre y las inclemencias climáticas habían desdibujado las letras y convertido a la llamativa figura femenina en una suerte de espectro cuya sonrisa de felicidad, caprichosamente preservada por el paso del tiempo, evocaba un aire burlón y a la vez tenebroso, el augurio insistente de estancias que Ferrer sabía infernales: los Faros Uno y Dos, donde según la leyenda habían habitado los Hombres Perro cuya existencia insistía Soas en minimizar. Y el Faro número Tres: según confesión propia, la guarida de Victor Lars en los últimos años. Tal vez también el lugar donde el Niño de los coroneles había vivido la siniestra infancia con la que Ferrer trató otra vez de establecer el paralelismo de su propia existencia regalada y feliz, ajena al hecho de que su hermano gemelo, lejos de fallecer por causas naturales, había sufrido una pesadilla perpetua de final todavía ignorado. Le urgió otra vez la prisa.
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