Ferrer echó mano al bolsillo y, cuidando de no llamar la atención de Soas y Huertas, que se ocupaban en dirigir la navegación de la barquita por el canal bordeado de vegetación, extrajo la arrugada polaroid que contenía el misterioso «¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑ». Pero esta vez no pensó en Casildo Bueyes, sino en la propietaria de la cámara, en la ilusión que, desde la llegada de Ferrer al hotel, le había expresado Lili por la nueva vida «al norte del país» que iba a iniciar con su todavía desconocido novio «rico, viudo y con un bebito». La posibilidad de que aguardase a la mulata un destino de «mamá-nuelita» relacionó otra vez a Lars con el hotel Madre Patria, y de una forma menos inocua que la percibida a través de los recuerdos del viejo camarero Raúl: por la mente de Ferrer cruzó la revelación súbitamente nítida de que era el ominoso francés, y no el supuesto sector virulento de los indios, quien estaba detrás del asesinato de Casildo Bueyes. Imposible, argüyó de inmediato su razón: Lars estaba moribundo e incapacitado según todos los testimonios, incluido el suyo propio, expresado en el manuscrito. Sin embargo, Ferrer apuntó la idea en el cuaderno de notas para su posterior consideración: Lars mata a Casildo Bueyes. Apenas lo hizo, la cautela -Soas y su demostrada sagacidad se encontraban a un paso- le empujó a emborronar de tinta el texto y reescribirlo de nuevo -esta vez crípticamente: L mata a CB~ mientras analizaba la conclusión que, según esa premisa, arrojaba la lógica:
relación Lars/muerte de Bueyes
ergo
relación Lars/¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑA!!! (fuese cual fuese su significado)
ergo
relación Lars/Montaña Profunda. O, más precisamente,
relación Lars/palabras últimas de Casildo Bueyes: «lo que ya ha sucedido en la Montaña Profunda».
Pero ¿y el consejero Arias? ¿Cabía excluir la puntillosa puesta en escena de su muerte del proceso deductivo? No, sin duda eran dos, y no uno, los asesinados, pensó mientras añadía, también en clave, el nombre del ejecutivo al cuaderno: L mata a CB+A.
Sin embargo, tal propuesta se sostenía a duras penas: la idea de un Lars todopoderoso y omnipresente en el pasado de Leonito resultaba verosímil, pero no así su relación -la relación de un hombre acabado, físicamente agonizante- con el país que disfrutaba de una flamante democracia tras haber expulsado a los coroneles que en otra época le dieron cobijo. ¿Dónde está VL?, escribió en el cuaderno antes de encauzar el hilo de sus pensamientos hacia el hecho verdaderamente crucial para él, hacia el hecho estremecedor que era incapaz de analizar aún porque afectaba a unos sentimientos, los suyos propios, que no habían comenzado a reaccionar, expectantes ante una narración desmesurada y acaso absurda pero superada, en el otro platillo de la balanza, por una circunstancia nimia para el resto del mundo excepto para él: el Niño de los coroneles era su hermano. Y según Victor Lars no había muerto de fiebres en 1958.
Según Victor Lars seguía vivo.
Los seis nuevos reclutillas pronto comenzaron a dar quebraderos de cabeza a sus respectivos tutores, y hube de admitir que el objetivo perseguido, lograr la precisa mezcla viva de mastín de presa, ingenio mecánico sin sentimientos y soldado analfabeto, se presentaba complicado. No era posible anticipar en qué momento del proceso podía quebrarse el delicado equilibrio: tras los bautismos de sangre que les tocaron en suerte cuatro de los seis niños, por ejemplo, se derrumbaron irreversiblemente y hubo que librarse de ellos. El quinto resultó ser un caso extremo de idiocia o insensibilidad insólita: mientras los verdugos violaban y torturaban a la «mamá-nuelita» de turno, los miraba con indiferencia tan férrea e insolente que logró -todo drama esconde algún destello de comicidad involuntaria- hacerles abandonar la orgía, desconcertados y ofendidos en su profesionalidad. El sexto, sin embargo, sí tuvo una reacción positiva al choque, pero llegado el momento de su venganza comenzó a llorar, aterrorizado ante los recuerdos evocados por el cuerpo encadenado contra el que le azuzábamos, y se sumió en una crisis depresiva de la que no se recuperó. Los resultados se mostraban, pues, decepcionantes, y flaqueaba la voluntad de los confundidos tutores, militares que, aunque seleccionados entre los demás por sus dotes para el asunto, no acababan de comprender la sutil esencia de su misión. Pero mi Niño me alentaba a seguir: crecía con la euforia de la locura, y muy pronto su confianza hacia mi persona y su ciega obediencia pudieron ser calificados sin miedo de fanatismo irracional. Progresivamente amoldado a la violencia que constituía el único horizonte de su evolución hacia la adolescencia, era una maquinita de hacer daño atenta siempre al chasquido de mis dedos. No preguntaba, no tenía juicio ni moral, y su mente, sabiamente alterada por estimulantes químicos y enconamientos diversos del odio hacia enemigos inconcretos que yo le presentaba como reales, próximos y siempre acechantes, no concebía otro juego ni satisfacción que el del furor al que ya no podía sustraerse: era la prueba viviente de que el éxito del proyecto era posible. Por él había que seguir trabajando.
Un día regresé al orfanato. Necesitaba la dirección en Madrid del gemelito del Niño y, merced al lógico deseo de intercambiar noticias con la flamante pareja de padres españoles, conseguí que Panizo me la facilitara. El buen bobo nunca ha sabido que me regaló, además, una ocurrencia genial de puro simple: reunidos alrededor de una mesa alargada, comían siete u ocho huérfanos pelones; sus miradas -desde que esto comenzó, escruto invariablemente las miradas de los niños-, huidizas en unos casos y altaneras en otros, se veían en cambio rasadas por cierta introspección airada. Eran los asocíales del centro, los automarginados por sus tendencias virulentas o sus timideces enfermizas, y se encontraban así reunidos porque, según había observado Panizo a lo largo de sus años de experiencia, de esas forzadas convivencias de personalidades difíciles surgían a veces la solidaridad, la camaradería y otras benéficas manifestaciones.
Un rato después crucé la verja de salida meditando al respecto de la educación colectiva, que enseguida comencé a aplicar con éxito: salvo los casos imposibles que la propia selección natural depuraba, los logros comenzaron a asomar, primero esporádicos, pronto esperanzadores y por último satisfactorios. Apoyándose unos en otros, los pequeños educados en grupo fortalecían su ferocidad y se animaban mutuamente a profundizar en el conocimiento de sus virtudes. Las partidas de Niños se asentaron: inicialmente, dos en las cercanías de la Montaña Profunda donde, eufóricos por la cocaína consumida en camaradería y orgullosos del arma de fuego que se les había confiado, servían de barata carne de cañón en las misiones contra los indios invisibles; y cuatro más en los sótanos de las cárceles y comisarías de la policía política, en las que las sesiones de tortura aplicadas por grupitos infantiles alimentados de odio, crueles en sus invenciones dolorosas y carentes de otra noción sobre el bien y el mal que la suministrada por mis adiestradores, acababan siempre por destruir las defensas de los detenidos más duros, superados en su resistencia por esa representación terrenal de un infierno oficiado por niños-demonio. Pronto dispusimos de un centro de educación donde lográbamos cristalizar -aunque todavía en proporción ínfima respecto al número de candidatos- a nuestros hombrecitos. En este proceso fue crucial la ayuda del primero y original Niño. Al ser un poco mayor, once años en este año 1964 en el que ya nos encontrábamos, podía extraer de él conclusiones que aplicar a la educación de los que venían detrás, aunque era preciso ser muy cuidadoso en un punto: el Niño, a diferencia de los otros, había crecido solo y solo continuaba. Además, atravesaba por entonces su primera crisis depresiva. La transcripción de algunas anotaciones de mi diario de la época te resultará más esclarecedora que cualquier otra explicación.
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