Fernando Marías - El Niño de los coroneles
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El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.
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Aquel lunes que sería trágico me reclamaron desde el palacio presidencial falsos asuntos urgentes, y el coche oficial me recogió al amanecer en la entrada de la finca. Como un padre y esposo modelo, besé la frente del niño dormido y abracé a la somnolienta Manuelita, que me acompañó hasta el automóvil para entregarme, solícita, una porción del emplasto de frutas que con sus propias manos había fraguado para mi almuerzo. Cuando partimos, me alivió saber que no soportaría más a la figura paulatinamente empequeñecida por la distancia que, plúmbea hasta el final en su pegajoso cariño, se despedía desde el zaguán agitando la mano en alto. El hogar quedaba en paz.
En la primera vuelta del camino recogimos a los tres Pumas Negros que con tanto entusiasmo se habían presentado voluntarios para la misión de asaltar mi residencia con una consigna explícita: que la ferocidad resultase lo más gratuita posible.
Cuando, al caer aquella noche, regresé a casa, fingí espanto ante la carnicería practicada sobre el cuerpo infinitamente vejado de la difunta Manuelita, y abracé, paternal y consolador, al infantil amasijo de nervios rotos y retinas espeluznadas que se obstinaba en permanecer oculto bajo la cama, tiritando por el contacto de la sangre que le había salpicado. Hube de lucir todo mi amor de padre para lograr que se relajara, se abandonara a las lágrimas, acabara por relatarme entre hipidos todos los detalles, que insistí en sonsacarle no porque los ignorase -enmascarado como los Pumas, había asistido a la orgía, aunque permanecí todo el tiempo en pasivo silencio, concentrado en observar las reacciones que en el espíritu del niño iban marcando las atrocidades perpetradas sobre el ángel maternal que el cielo le había regalado en la persona de Manuelita-, sino porque supe así, y por boca del propio interesado, qué matices del horror le habían traumatizado más indeleblemente. Su recuperación física fue lenta y requirió de toda mi paternal paciencia, y cuando la terapia de fármacos logró imponerse sobre las pesadillas nocturnas y el insomnio, pasé a la fase de conceder a la mente infantil el consuelo de una explicación racional de los hechos. Mi trabajo en pro de la paz y el bienestar del país, le dije gravemente una mañana de algún tiempo después, provocaba la ira de algunos hombres malos a los que sólo satisfacía la comisión de crímenes terribles como el de nuestra querida Manuelita. El niño escuchaba atónito, tan tercamente mudo como se había mostrado desde el día de autos, y llegué a pensar que mi deseo de sembrar en él el odio y el afán de venganza se resolvería de forma negativa.
Pero todo cambió la mañana en que, tras anunciarle que los asesinos de Manuelita habían sido capturados, lo llevé a la mazmorra del palacio presidencial en la que nos aguardaban, colgados de las paredes, cuatro presos desnudos cuyos rostros habían sido cubiertos con caretas como las que llevábamos los Pumas y yo el día de autos. Imaginaba que ante los supuestos asesinos de Manuelita el niño se mostraría, a lo sumo, temeroso o llorón. Sin embargo, supe por la tensión repentina que lo sacudió que el burdo disfraz de los reos había hecho diana en su corazón y sus recuerdos.
Alentado por esta insospechada reacción, reviví para su mente los detalles de la escabechina sin escatimar matices macabros ni alegóricas referencias a una Manuelita llorosa y sufriente que anhelaría, atrozmente anclada en el limbo, cualquier venganza liberadora. Sin embargo, el niño no reaccionaba. ¿Debía rendirme y admitir que los sentimientos infantiles son a pesar de todo virtuosos, humanos… buenos? ¿O es que requerían de un esfuerzo mayor para ser erradicados? Me demoraba en el análisis de la cuestión cuando ocurrió… La mirada del pequeño quedó fija sobre uno de los reos -en concreto, en el detalle aparentemente nimio de su glande sin piel, desnudo a causa de alguna antigua operación sanitaria o por un improbable pero posible ascendente judío-, y comprendí de golpe la causa de esa atracción: el día fatídico, el Puma Negro que se ensañaba con los alicates en la entrepierna de Manuelita lució durante toda la sesión el tieso glande rojo de su pene erecto, y se evidenciaba ahora que había sido esa imagen la más memorable del horror. Los ojos del niño, frenéticos de pronto, recorrieron la mazmorra hasta posarse sobre el tablero del ayudante del verdugo, donde reposaban los instrumentos de tortura. Siguiendo el preciso dictado de su memoria, eligió unos alicates -mi suposición había sido correcta-con los que, por fin vengativo, imparable y brutal, se dio a masacrar los genitales del prisionero, al que desamordacé a toda prisa con el objeto de que sus aullidos inundaran para siempre la mente que ya nunca más sería infantil. Siempre hay un momento en que un padre puede decidir el destino de su hijo y, si a mí se me puede llamar padre, éste fue el mío. Sin pérdida de tiempo, aproveché el calor de la sangre para incitarle a concluir la labor. El pavor de los otros tres presos ante la idea de ser torturados por un niño extraviado en una locura orgiástica alentada por papá -y, allá en el cielo, por el espíritu vengado y al fin liberado del limbo de Manuelita- resultaba apocalíptico y victorioso. Era maligno. Y apocalíptico, victorioso y maligno lo supieron ver Teté y sus dos socios, a los que convoqué con urgencia para que presenciaran el final de la reveladora escena y dedujeran la jugosa conclusión que implicaba: era posible crear sanguinarios verduguitos. Allí mismo aceptaron los complacidos triunviros mi propuesta para formar un escuadrón infantil de la muerte que tendría una aplicación inmediata: actuar de vanguardia contra los indios de la Montaña Profunda, cuya capacidad de esfumarse en los momentos de peligro desmoralizaba a los soldados del ejército y alentaba entre ellos leyendas de invencibilidad que dioses desconocidos habrían otorgado a los defensores del tesoro imaginario que León Segundo Canchancha se había obcecado en encontrar. Teté, paródicamente solemne, mojó los dedos en la sangre de uno de los reos, ungió con ella la frente del niño, que dormía vencido por su propia explosión de violencia, y lo bautizó con el nombre que desde entonces pasó a denominar el proyecto: acababa de nacer El Niño de los coroneles.
No me importó que mis jefes se adjudicasen una paternidad que por derecho me correspondía: mi espíritu científico se hallaba demasiado excitado para atender a tal nimiedad. Cuando los dictadores salieron, me acerqué al Niño durmiente y lo observé en grave y reflexivo silencio. Reconozco que no imaginé, mientras lo cargaba paternalmente en brazos y lo sacaba de allí, el patético final en que, años después, culminaría mi relación con él.
Después de aquel día, el Niño trocó su acobardado mutismo crónico por una ansiedad voraz que le acechaba sin respiro. Los sucesos de la mazmorra bullían dentro de él sin remisión ni posibilidad de retorno. Ocurre así en toda iniciación a la violencia: la ferocidad desatada llama a la ferocidad desatada, como si ésta entrañase un antídoto contra sí misma o fuese el único camino posible hacia la redención, anhelada a pesar de todo en algún recoveco del alma; durante nuestra guerra mundial pude observar este fenómeno en asesinos natos y ejecutores profesionales, pero también en maestros de escuela y pacíficos campesinos, en hombres buenos transformados por aquel torbellino insaciable en perros rabiosos… Igual que el buen Buck, Jeannot: una vez los colmillos han abierto la primera vena de la presa, nada puede separarlos de la carne, cuanto más si, como era el caso, el proceso es promocionado y alentado con mimo… Día a día, papi ilustraba al Niño sobre las esencias de la violencia y el odio, manteniéndolo apartado de todo contacto humano para limitar su mundo a tres elementos: yo, las mazmorras donde los alaridos de nuevos torturados forjaban su vocación de carnicerito y Dios, de quien me decidí a hablarle tan pronto observé que su espíritu y actos precisaban de fundamentos trascendentes para no desmoronarse: un Dios, claro está, hecho a mi imagen y semejanza, basado en el de los cristianos en cuanto a su ingenua división del mundo en Bien y Mal pero circunscribiendo ésta al mundo concreto y limitadísimo del Niño: de un lado, los buenos que representábamos yo, sus tres tíos coroneles y él mismo. Y de otro, los dañinos malos con los que era preciso ser encarnizadamente inmisericorde. El Niño crecía por y para la violencia -por y para mi servicio, por y para ensañarse con las víctimas contra las que lo azuzaba su amo paterno-, y su desvalida mente infantil se envilecía al ritmo con que los escasos adultos que constituíamos el único mundo que conocía aplaudían entusiastas su actuación: a los pocos meses estaba convertido ya en una suerte de mascota del regimiento destacado en las proximidades de la Montaña Profunda, disfrutando de la vida sana del campo: ejercicio, aire puro, hojas de cocaína que para castigar o recompensar sus actos le negaba o le daba a masticar y, por supuesto, ferocidad revitalizada cuando algún indio caía en manos del regimiento y el oficial al mando lo ponía en manos del insaciable torturadorcito. Yo, mientras tanto, observaba y anotaba, pues está claro que mi curiosidad iba mucho más allá de las risas con que la soldadesca celebraba las payasadas sangrientas y a veces inevitablemente pueriles del pequeño. Cuando resultó evidente que en la delicada balanza de su equilibrio pesaba por encima de cualquier otro instinto el de la violencia más pura, decidí llegada la hora de ampliar el experimento. Recluíamos a otros seis niños de otros tantos orígenes oscuros y los pusimos en manos de los celadores que en esos meses había entrenado. Y en manos, también, de sus madres, fuesen progenituras biológicas auténticas o infelices desclasadas a las que se engatusaba con promesas de todo tipo para que adoptasen sin dudarlo el rol de madres adoptivas (destinadas, ya lo imaginas, a morir brutalmente apaleadas, torturadas y violadas ante los ojos de sus respectivos pequeños cuando la iniciación de éstos reclamase el rito de «ferocidad cuanto más gratuita mejor»). Desde Manuelita, han sido muchas -lo siguen siendo: la rueda está viva- las que tan abnegadamente han entregado su calor de madre, y en homenaje a la primera de todas, con la que al fin y al cabo había compartido unos meses de mi vida, di en llamar «mamá-nuelitas» a todas estas comparsas pasadas, presentes y futuras que nos honran con su abnegación.
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