Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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– ¿Desacuerdos? -Ferrer encontró fuerzas para esbozar una sonrisa irónica-. ¿No te parece un término demasiado suave?

– Vale. Desacuerdos serios, si prefieres. Pero desde esta mañana podemos considerar que, técnicamente, hay guerra abierta. Está claro. Y eso, sin contar lo de esos cinco desgraciados, que echa más fuego al asunto.

Ferrer sintió otra vez la tentación de hacer partícipe a Soas del nuevo punto de vista que la narración de Lars arrojaba sobre el asalto al tren. Pero otra vez eligió callarse.

– Como periodista -insistía Soas-, y por mucho que tus simpatías estén con los indios, que sé que lo están, tienes que reconocer que han precipitado las cosas. Posiblemente hacia un punto sin retorno.

– Sí, no creo que esto puede resolverse por las buenas…

– No, yo tampoco… Aunque si llego a tiempo a la Montaña, tal vez pueda forzar una nueva negociación y evitar el desastre. Evitar la guerra. Lo deseo tanto como tú, te lo aseguro… -con la botella en la mano y la mirada perdida más allá de la piscina, Soas parecía reflexionar, hondamente sincero; de pronto, retomó la conversación en un incongruente tono cordial, casi alegre, y procedió a rellenar los vasos-. Por cierto, antes no me contestaste.

Ferrer lo miró sin comprender.

– Lo de Madrid -sonrió Soas-. Cuando veníamos en el barco me ibas a contar qué tal por allí.

Madrid otra vez. Ferrer se puso en guardia; ese interés iba hacia algún lugar que, según intuía, no iba a gustarle nada.

– ¿Madrid? -aparentó extrañeza para ganar tiempo.

– Madrid, tu vida anterior a este viaje… Todo eso, ya sabes.

Soas, aparentemente indeciso, tanteaba la aproximación al tema que le interesaba; Ferrer lo observaba, preguntándose cuándo se iba a decidir. De pronto, le vio vaciar su vasito de un trago, carraspear y mirarle a los ojos. Ahora, se dijo Ferrer; e instintivamente, como si desplegara así una especie de coraza, llevó su propio vaso a los labios.

– Con tanto lío, sólo hemos hablado de mí y de la Montaña… Quería que supieras que estoy al corriente de lo de tu hija.

Ferrer mantuvo el vaso sobre los labios, alargando el momento todo lo posible y reteniendo el licor en la boca. Soas quería hablar de Pilar. Tragó saliva y la garganta arrastró también, de golpe, todo el licor. Sintió el fuego bajándole hasta el estómago, y supo que había enrojecido. Soas hizo lo peor que podía haber hecho para acabar de perturbarle: fingir que no se había percatado de su embarazo.

– A veces -siguió como si tal cosa, mientras se acercaba para rellenar el vaso de Ferrer- nos volcamos en los asuntos de trabajo, y sin darnos cuenta olvidamos a los compañeros que tenemos cerca cada día. No, no tengas miedo, que no me voy a poner lacrimógeno. Es sólo que hemos pasado cosas muy intensas juntos y, no sé… -dudó, llenó de licor su vaso y lo vació de un trago; pareció encontrar fuerzas para resolver su discurso-. En fin: quería que sepas que sé lo de tu hija. Lo siento, lo siento de verdad. Y sé de lo que hablo, te lo aseguro.

Ferrer no sabía qué decir y agradeció que Soas continuase.

– Perdí a mi mujer. Igual que te pasó a ti también, hace tiempo… La mía murió hace menos de un año, no sé si estabas al corriente.

– Estaba en las notas que me prepararon en el periódico.

– De cáncer, como la tuya. Y también de golpe, de la noche a la mañana. Dos hijoputadas juntas.

Rellenó y vació el vasito de nuevo; el licor liberaba su locuacidad, y a Ferrer le extrañó: no encajaba con la fría efectividad de Soas la indefensión ante los efectos del alcohol. Tampoco la tendencia al ensimismamiento amargo en cuya melancolía parecía a punto de empezar a deslizarse.

– Hostia, si… ¿Sabes lo que habíamos estado haciendo dos horas antes de que nos diesen el diagnóstico? ¡Follar! ¡Follar de puta madre, como siempre! Y en la clínica fui yo el que se puso blanco y se desmayó. ¿Qué te parece? ¡Follando dos horas antes…! -repitió amargamente, con el deseo de autoflagelarse en apariencia todavía vivo- Y al rato… Fue la última vez que hicimos el amor, claro. Bueno, no. La penúltima… La última fue en nuestra casa de la playa, en Costa Rica, frente al Pacífico. Una especie de despedida que ella me quiso regalar. Cuando empezó a no estar bien lo dejé todo y nos fuimos allí hasta que murió. En los últimos tiempos sólo pensaba en acabar cuanto antes. Y acabó. Después de hacer el amor esa última vez salió en la barca, de noche, y se tiró al mar.

Ferrer hizo una pausa respetuosa y luego, sin saber por qué, se sinceró también:

– Mi mujer y yo íbamos a salir de viaje cuando lo supimos -dijo; sólo un instante antes, cuando Soas había derivado la conversación de Pilar hacia su propia tragedia, se había sentido agradecido por no tener que hablar de su hija ante ese hombre inteligente, respetable y ligeramente inquietante; ahora, sin embargo, la intimidad del otro le animaba a exponer la suya propia-. Es curioso, hace años que no hablaba de esto… Cuando nos dijeron lo de su enfermedad estábamos preparando el viaje…

Ahora fue Soas el que no hizo comentario alguno; se limitó a rellenar las copas. Los dos hombres bebieron a la vez.

– El primero solos desde que nació Pilar. La íbamos a dejar con sus abuelos… Hace ya cinco años que mi mujer murió… Cinco.

– ¿Y lo soportaste?

– Se soporta todo.

– Yo no -afirmó Soas.

– Tú también, ya lo verás…

– No, yo no -subrayó, de pronto, Soas. Y luego, transitando igual de repentino hacia la melancolía:

– Yo no, te lo aseguro.

Las últimas palabras sorprendieron e impresionaron a Ferrer. Sintió que era otro hombre quien las había pronunciado: uno profundamente sincero. Un hombre todavía enamorado. ¿Quién era el verdadero Roberto Soas? ¿El ejecutivo invicto que había conocido hasta ahora o el amante perpetuo de la esposa suicida?

Sin darle tiempo para más reflexiones, Soas, acaso súbitamente consciente de la rendija abierta por culpa del descuido en el hermetismo de su intimidad, se apresuró a replegarse tras su dura eficacia habitual. Brilló de nuevo su fría inteligencia -y a la vez supo Ferrer que toda la conversación, con la posible excepción del infinitesimal destello sentimental, había estado encaminada a propiciar ese instante- cuando dijo:

– ¿Te has dado cuenta de una cosa, Luis? ¿Una cosa que nos une?

Ferrer negó con la cabeza sin dejar de mirarle; ansioso por escuchar el resto, no apartó la vista de él para interesarse por el ruido que se produjo en el pasillo. Tampoco Soas se volvió. Miró a Ferrer muy al fondo de los ojos mientras pronunciaba despacio sus palabras:

– Estábamos solos en la casa de la playa. Se podría pensar que mi mujer no se suicidó. Que la maté yo.

Alguien entró en la habitación, pero lo que aceleró el corazón de Ferrer no fue eso, sino que supo lo que Soas iba a decir un segundo antes de que efectivamente lo dijera:

– Lo mismo que se podría pensar de ti y de tu hija. Que la mataste tú.

Ferrer se quedó helado. Ambos mantuvieron los ojos fijos en el otro hasta que Soas levantó la vista y habló por encima de la espalda de Ferrer, de nuevo campechano.

– Hombre, regresa el heroico Huertas -dijo en tono jocoso, como si pretendiese ahora restar importancia a la tormenta que había desencadenado en la mente de Ferrer-. ¿Qué tal las Cruzadas, capitán?

Huertas hizo caso omiso de la ironía de Soas.

– He encontrado linternas. Nos vendrán bien -dijo depositando sobre la mesa una roñosa bolsa de viaje con la cara de Mickey Mouse estampada en el lateral.

Soas se levantó para examinar las linternas. Ferrer se quedó en la tumbona, sosteniendo en el aire el vasito de licor ya vacío. Lo paralizaba el miedo por las palabras de Soas. Desde la muerte de Pilar nadie había puesto en duda su versión del suicidio. ¿Qué pretendía Soas con su morboso juego? Tal vez nada, pero Ferrer no pudo evitar que le ardiese en el estómago un cosquilleo de fuego que ni la amenaza de los indios había logrado desatar. Se puso en pie para aliviar el ardor pero no lo consiguió. Siguió latiendo dentro de él cuando, artificialmente simpático como antes, Soas adjudicó a Huertas la primera guardia y se fue a dormir.

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