No avanzó más en esa dirección. Volvió sobre sus pasos y traspasó la puerta de la izquierda; encontró lo mismo que en el primer lugar: nada. O todo: oscuridad, desasosiego, olores húmedos del abandono a los que su imaginación otorgó perversos orígenes. En tal tesitura de sensibilidad, no fue raro que el sonido levísimo le helase la sangre: algo o alguien se había movido a su espalda. Surgiendo repentinamente de su memoria, le escalofrió el recuerdo de su hermano, saltando sorpresivamente sobre él una lejana tarde de lluvia en que los dos niños jugaban al escondite.
No se atrevió a volverse, pero afiló el oído hasta detectar la respiración. Podía ser humana: ¿el penúltimo estertor de un agonizante o la respiración contenida de quien, de un momento a otro, iba a atacarle? Tal vez habría permanecido así, quieto y rivalizando con el otro en el intento de hacer inaudible su aliento, pero se sabía delatado por el haz de luz que había esgrimido, y eso le decidió a volverse despacio, iluminando la sala en busca del que acechaba en la oscuridad. ¿Por qué no había saltado aún sobre él? ¿Era un fantasma del pasado, carente de corporeidad física sobre la que sustentarse? No, al menos tenía ojos: la linterna los iluminó a unos metros de Ferrer. Dos ojos a ras de suelo, quietos, clavados sobre él. Un animal, pensó aterrado: una gran serpiente, alguno de los cocodrilos que flotaban, siniestros, en el canal; calmoso para no excitar al reptil, cambió la linterna de mano y deslizó la derecha hacia el bolsillo del pantalón, en busca de la pistola. Tal vez era un animal muerto, pensaba cuando, de repente, los ojos parpadearon con parsimonia inquietante y avanzaron hacia él. El escalofrío del miedo urgió a Ferrer a olvidar la cautela: lanzó la mano hacia el bolsillo y la cerró, aferrándola a la nada. Sólo entonces recordó que había entregado el arma a Huertas. Ahora se encontraba desarmado frente al peligro que daba la razón al paranoico capitán: los indios les habían seguido. Estaban allí. Frente a él, tal vez también a su alrededor, sonriendo en silencio. Los ojos reptaron unos centímetros más en su dirección, y entonces observó, arropando la mirada obstinada en no apartarse de él, los rasgos extrañamente ennegrecidos, como tiznados por alguna clase de camuflaje, de un ser humano. La terrorífica mirada fija fue lo que, paradójicamente, le dio valor para acercarse: cualquier cosa mejor que la sospecha, más verosímil a cada instante, de hallarse frente a quién sabe qué espíritu del pasado de ese lugar maldito.
El espectro, tirado en el suelo, estaba desnudo, tenía la piel del cuerpo negra como la de la cara y agonizaba: la parsimonia de su parpadeo se debía a la proximidad de la muerte o a la losa de semiinconsciencia provocada por el dolor: arrodillado junto a él, Ferrer comprobó que salpicaban su cuerpo quemaduras rosadas y frescas. Era un hombre joven, como los cinco cadáveres de la rotonda del vestíbulo. Como ellos, llevaba al cuello una chapa identificativa del ejército de Leonito y, como ellos, había sido sometido al tormento del fuego: el fantasma no venía del pasado, sino del presente más cercano y atroz. Era la sexta víctima de La Japonesa.
Ferrer extendió una mano hacia él y dijo absurdamente:
– Tranquilo. Soy yo. Soy amigo.
El soldado no alteró la alucinación de su mirada: el dolor de las quemaduras lo situaba más allá de cualquier posibilidad de tener amigos o de poder simplemente evocar ese concepto. Más allá de la capacidad de alterar la alucinación de su mirada. Ferrer imaginó que tras el juego macabro habría burlado a sus perseguidores, refugiándose en el viejo gimnasio en vez de internarse en la selva. Dependiendo de cuándo hubiera ocurrido eso volverían los indios a su guarida, pero el soldado no podía dar esa información ni ninguna otra: cuando Ferrer lo agarró para incorporarlo, el soldado emitió un suspiro infinito y dejó de respirar. Por fin había logrado abandonar el lugar espeluznante en que para él se había convertido la vida.
Ferrer lo devolvió con cuidado al suelo y se puso en pie: Soas y Huertas tenían que conocer su macabro hallazgo cuanto antes.
Avanzaba hacia la salida para informarles cuando vio, a través de uno de los ventanucos del semisótano, el haz de una linterna rasgando la oscuridad del exterior: ¿el capitán, impaciente, venía en su busca? Vio entonces un segundo haz, y la cautela le instó a apagar su propia linterna. Aguardó en la oscuridad quieto y callado, empapado en el sudor frío de una intuición.
Las siluetas adivinadas tras los haces penetraron en la sala: eran tres. Ferrer trató de no respirar y lo consiguió con ayuda del pánico. El líquido pegajoso que se deslizaba desde su frente le velaba la visión. Los recién llegados se encontraban en la sala contigua, a unos pocos metros de él, separados tan sólo por la plancha de la puerta.
– Deben de estar durmiendo en el edificio principal, Anselmo -susurró una voz de acento leonitense. Ferrer comprendió que hablaba de él y de sus compañeros.
– O no, el militar sospechaba que les seguíamos -dijo otra voz de idéntico acento refiriéndose a Huertas, cuya suspicacia se demostraba ahora, demasiado tarde, fundada y cabal. El corazón de Ferrer resonaba con tal fuerza que temió que los latidos le delataran. Se revolvió con silenciosa lentitud, buscando con la vista cualquier salida. Entonces estalló contra su cara la luz de una linterna.
– ¡Aquí está! -dijo una voz eufórica-. ¡Uno de ellos!
Ferrer cerró los ojos y tragó saliva.
– Luis Ferrer, el periodista -dijo una de las voces, tal vez la del tal Anselmo. Pero eso era ahora secundario: lo importante era que le habían reconocido. Y, según Soas, lo querían vivo. Esa mínima esperanza le permitió renovar el flujo de aire a los pulmones. Sintió una humedad obscena empapándole el pantalón desde los muslos hacia las rodillas. Optó por abrir los ojos. La luz seguía sobre él, cegándole.
– ¿Leónidas? -se atrevió a preguntar a pesar del miedo de saber que el indio era el responsable de muchas muertes: soldados que Ferrer había visto caer en el Desfiladero del Café, hombres quemados vivos en el Paraíso en la Tierra, probablemente, casi seguro, Arias y Bueyes Ferrer.
– ¿Luis Ferrer? -quiso verificar la voz sin responder a su pregunta.
– Soy yo. ¿Puede bajar esa luz? Si eres Leónidas…
– ¡Los otros dos han escapado por la selva! -irrumpió una voz nueva. Era la voz de una mujer.
– Pero tenemos al periodista -explicó Anselmo a la recién llegada, que se plantó frente a Ferrer sin decir nada. Todavía cegado por la luz, escuchó cómo la mujer comenzaba a respirar agitadamente, cada vez más deprisa, como si fuera presa de una repentina crisis nerviosa. Dio dos pasos atrás y se iluminó el rostro con la linterna. Era morena y hermosa, pero el odio rabioso convertía en demoníacos sus rasgos de india pura.
– Nos volvemos a ver -escupió a Ferrer-. ¿Ya no te acuerdas de mí?
Ferrer no supo qué contestar. Los demás indios permanecían inmóviles, atentos.
– ¡Pues yo sí, hijo de puta! -le gritó la india-. ¡Yo no te he olvidado!
Ferrer notó el impacto físico del odio. Iba a responder pero la mujer no le dio tiempo: desenfundó su revólver y disparó a quemarropa contra él. Ferrer nunca supo si fue el terror de la propia muerte o la fuerza del balazo en el pecho lo que lo lanzó por el aire como a un pelele.
– ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! -otro tiro a cada sílaba-. ¡Yo sí me acuerdo!
Fue lo último que Ferrer oyó. Cuando se hundió en la nada, la mujer seguía disparando contra él.
B-A-I-L-A-R-I-N-A
«Querida Marisol: si estás leyendo esta carta, yo habré muerto.
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