Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Ferrer estaba confuso: antes de que le hirieran, la situación en la Montaña era, según Roberto Soas y como también él mismo había podido analizar, una bomba a punto de explotar, especialmente tras los últimos ataques de los indios. ¿Estaba el ejército listo para intervenir? ¿Había intervenido ya? Y Soas, ¿logró huir de la ratonera del hotel? Muchas cuestiones cuya respuesta deseaba conocer, y sin embargo fue otra la pregunta que lanzó:

– Y la mujer… ¿Por qué me disparó?

Laventier hizo una nueva pausa. Su expresión se volvió sombría.

– Es obvio, ¿no le parece? -dijo por fin-. Disparó contra usted porque le reconoció.

– ¿Reconocerme? ¡Nunca nos hemos visto! -rechazó Ferrer con seguridad, pero la mirada de Laventier, fija sobre él, logró hacerle dudar. También sentir miedo.

– Usted a ella no -sentenció el francés misteriosamente-. Pero ella a usted sí. Por cierto, se llama María.

– ¿Usted cómo lo sabe?

El francés agitó el manuscrito en el aire significativamente.

– Aquí lo dice. Mientras estaba inconsciente me he permitido indagar sobre el punto al que había llegado en su lectura. Dígame, ¿puede leer por sí mismo?

– Estoy un poco mareado, pero…

– En ese caso, descanse. Leeré yo en voz alta.

Ferrer, aunque intrigado por la actitud de Laventier, se dejó caer sobre el camastro dispuesto a escuchar. María le disparó por una única razón posible: lo había confundido con el Niño de los coroneles. Ferrer se preguntó qué le habría hecho el monstruo creado por Victor Lars para que lo odiase de tal modo.

En la primavera de 1975 ocurrió un suceso extraordinario.

Eran días cruciales para mi actividad: en Chile y Uruguay se asentaba lo que estaba a punto de eclosionar también en Argentina, y Bolivia, Panamá o Guatemala se perfilaban como posibles clientes mientras representantes del sistema represivo paraguayo, de corte tan tradicional y autosuficiente, realizaban las primeras visitas de cortesía al Paraíso en la Tierra… Mi prestigio crecía, me veía imprescindible en el continente. Y en la evolución de todo el proceso, la ferocidad del Niño seguía resultando valiosísima como prólogo introductor a mis cursos, por eso me irritó tanto que le asaltara, en el momento más inoportuno, una de sus crisis depresivas, otra más, manifestada en este caso con un silencio sombrío e inescrutable. Apenas le excitaban las drogas, a cuyos efectos se había habituado, y el alcohol que tan efervescente lo había vuelto en otras ocasiones no era ya sino una adicción incurable que le mantenía permanentemente semianestesiado, le engordaba día a día y hacía En la primavera de 1975 ocurrió un suceso extraordinario.

Eran días cruciales para mi actividad: en Chile y Uruguay se asentaba lo que estaba a punto de eclosionar también en Argentina, y Bolivia, Panamá o Guatemala se perfilaban como posibles clientes mientras representantes del sistema represivo paraguayo, de corte tan tradicional y autosuficiente, realizaban las primeras visitas de cortesía al Paraíso en la Tierra… Mi prestigio crecía, me veía imprescindible en el continente. Y en la evolución de todo el proceso, la ferocidad del Niño seguía resultando valiosísima como prólogo introductor a mis cursos, por eso me irritó tanto que le asaltara, en el momento más inoportuno, una de sus crisis depresivas, otra más, manifestada en este caso con un silencio sombrío e inescrutable. Apenas le excitaban las drogas, a cuyos efectos se había habituado, y el alcohol que tan efervescente lo había vuelto en otras ocasiones no era ya sino una adicción incurable que le mantenía permanentemente semianestesiado, le engordaba día a día y hacía adiposos sus movimientos y rasposa su respiración. El minotauro languidecía en su peculiar laberinto, y ni siquiera sus animalizadas mascotas humanas le divertían ya.

Fue entonces cuando pasó, al regreso de uno de mis viajes a Santiago. Era, como he dicho, la primavera de 1975. Mi magnífico humor por los resultados obtenidos en la neutralización de elementos subversivos (resultados de los que obtenía doble rentabilidad, pues los exhibía orgulloso ante los amigos argentinos a los que ya asesoraba de cara a su inminente asalto al poder) se vio empañado por la noticia que, apenas descendí del coche, me espetó mi edecán: el Niño había sufrido la víspera una crisis terrible. Inicialmente no me preocupé, pues tales ataques -durante los cuales se diría que los gritos de dolor del Niño estuviesen originados en su espíritu, a la postre aún humano, o en su conciencia, que enfrentada en los flashes de clarividencia al destino en el que ya se sumía su vida pedía socorro a quién sabe qué imposible redentor – ocurrían con cierta frecuencia. Pero aquella vez la locura alcanzó límites insólitos, exteriorizándose en epiléptica ansiedad destructiva que tuvo graves consecuencias: fuera de sí, el Niño -en lo que, según algunos testigos, no fue afán premeditado, sino simple rabia desatada- destrozó las cerraduras y liberó a sus mascotitas, que, aunque aterradas al principio, se animaron pronto a seguirle en su huida hacia el exterior. La fuga fue posible porque los guardianes tenían la orden estricta, bajo amenaza de muerte, de proteger y cuidar a cualquier precio la valiosísima vida de mi creación, que gracias a ese reglamento pudo franquear la salida seguido de sus acólitos y perderse en la noche. Afortunadamente, fue recuperado poco después en una operación que no entrañó problemas -mi Niño dormía en el suelo la modorra de la misma euforia alcohólica que horas antes le había animado a la insurrección-, aunque no sería este saldo el más importante arrojado por la frustrada huida.

En cuanto a los ocho cuadrúpedos humanos que sí habían logrado escapar, yo los habría abandonado a su suerte de no ser porque un grupo de turistas europeos se topó con ellos y aireó de inmediato la noticia. «Hombres Perro» fue el apelativo que acuñó la prensa más sensacionalista de Leonito para avivar el interés de los lectores hacia estos fantasmales animales de aspecto humano que «vivían desnudos, se desplazaban a cuatro patas y emitían sonidos guturales e ininteligibles». Cuando algún imbécil ilustre anunció desde su cátedra universitaria que podíamos hallarnos ante una burbuja milagrosamente conservada de los primeros pasos del ser humano sobre la tierra, el interés por los «Hombres Perro» se disparó. Había llegado el momento de actuar: lo último que interesaba a mi academia era que rondasen sus proximidades turistas ansiosos de obtener el premio fotográfico del Reader's Digest. Por supuesto, la zona permanecía, como siempre, acotada; pero preferí no dejar cabos sueltos. Preparé una expedición de caza y captura que dirigí en persona: nunca me ha gustado dejar en manos ajenas la clausura de los asuntos en los que, en mayor o menor medida, me sentía emocionalmente implicado, y no cabía duda que los llamados «Hombres Perro» gozaban de cierto aprecio por mi parte; al fin y al cabo, eran muchos los años de convivencia compartida.

En apenas dos días, los batidores hallaron su rastro en las cercanías de la Montaña Profunda, situada algunos kilómetros al norte del lugar donde se había producido la evasión. Pronto los tuvimos a tiro. Cediendo a una tentadora excitación instintiva, ordené a mis hombres que me dejaran solo para la cacería.

Las presas se hallaban acorraladas en el fondo de un valle sin salida, a merced de la mira telescópica de mi rifle. De tres disparos abatí tres piezas; resuelto a añadir emoción al aburrido tiro al blanco, aguardé la proximidad del anochecer para descender hasta el fondo del refugio. Al valle se accedía por un pasillo angosto que clausuré, una vez franqueado, con teas encendidas: nada aterraba a mis víctimas más que el fuego que en tantas ocasiones había servido para castigarles, y gracias a este recurso fui acotando progresivamente la zona, despacio y con delectación en el juego, de forma que cada nueva antorcha restaba a las bestias espacio por el que desenvolverse. Por último, tuve a no más de veinte metros de mí a los cinco supervivientes ateridos de pánico. Salivando ante su desvalidez, renuncié a la ventaja del sofisticado rifle de mira infrarroja, desenfundé los dos revólveres que llevaba conmigo y arrojé lejos la canana con la munición de repuesto. Como precaución suplementaria, encajé el cuchillo de monte entre la camisa y el cinturón. Las bestias me miraban indecisas y expectantes, como si sopesaran qué posibilidades tendrían si osaban atacar al amo por primera vez alejado de su territorio. Yo, en cambio, no dudé. Amartillé los revólveres y comencé a disparar al dictado de las reglas del juego que me había sugerido la escena: los cinco primeros disparos serían para herir a cada uno de ellos, los cinco siguientes para rematarlos y aún me sobrarían dos balas. El éxtasis duró unos segundos. ¡Pero qué segundos! ¡El umbral de la juventud infinita, entrevisto por un instante! ¡El orgasmo de Dios, eyaculando eternidad en mi cabeza y en todo mi ser! Tal vez, sin darme cuenta, era yo quien gritaba en medio del estruendo de pólvora; aquellos alaridos, sumados al olor de la sangre que me salpicaba, bombeaban a mis venas una fuerza jamás conocida en mis sesenta años de existencia. Me bajó a la realidad el sonido insistente de los percutores golpeando sobre vacío. A mi alrededor, gemidos lastimeros evocaban los coletazos de una orgía que lamentablemente llegaba a su fin. ¡Ah, Jeannot, si la vida fuera eso…! Lo hubiera dado todo por poseer un revólver de fuego inacababable, por tener frente a mí mil, diez mil, un millón de Hombres Perro… Pero sólo uno, al que las balas no habían alcanzado, seguía vivo; al parecer, la excitación de la matanza me había hecho descuidar el cálculo inicial de fuego. Paralizado por el espanto y encogido hasta hacer aún más despreciable su humillada condición, la bestia me miraba con ojos tan abiertos y fijos sobre mí que parecían carecer de párpados. La luz de las antorchas hacía brillar su piel sudorosa allí donde ésta no quedaba cubierta por las greñas de la larga cabellera. ¿Era de sexo masculino o femenino? Su postura me impedía verificarlo, pero tal cuestión resultó nimia ante el deseo furibundo que me asaltó por encima de cualquier explicación racional: la Victoria Ancestral bombeaba sangre salvaje a mi miembro. Escuchando a la fuerza desconocida -¿la esencia del alma humana, que me era desvelada en esta infinitesimal concreción?-, me desnudé y, resuelto a seguir todas las órdenes que me fueran dictadas por el instinto, cumplí las que me recomendaron sostener con la mano izquierda el cuchillo y con la derecha el cinturón enrollado como un látigo letalmente culminado en la hebilla metálica. El pene brutalmente erecto abría la marcha hacia una cópula insólita, desconocida e irresistible, y avancé hacia aquel animal sin saber aún para qué: el Instinto de la Fiera, Jeannot, se había encarnado en mí como se encarnó Dios en su hijo según los argumentistas de la Biblia. Sumido en tal tesitura mística, lo último que podía esperar era que el Hombre Perro sacase fuerzas de flaqueza para adelantarse en el ataque. La sorpresa se alió con él: me derribó, me golpeó, me mordió, me arañó y, en medio del tornado de los cuerpos en lucha, logró arrebatarme el cuchillo y hundírmelo en la pantorrilla. El intensísimo dolor me dio energías para ponerme sobre él y estrangularlo con mis propias manos. Un minuto después, sobre el cadáver que con rabia estéril destrocé a cuchilladas, pugnaba por recuperar la respiración. Era el vencedor, como parecía proclamar mi semen derramado sobre la bestia durante la lucha. Pero estaba aterrado: la cuchillada sangraba con profusión y las antorchas que me salvaguardaban de la oscuridad absoluta parpadeaban agonizantes. La lucidez, imponiéndose sobre las últimas descargas de adrenalina, me ordenó improvisar con la camisa una venda que ajusté a la herida con el cinturón. La hemorragia, al menos, pareció detenerse; respiraba aliviado, dispuesto a meditar el siguiente paso, cuando se apagó la última antorcha. Casi a la vez, como si el fuego hubiese sido un interruptor eléctrico, la vitalidad engañosa se evaporó y me dejó solo ante mí mismo: un sexagenario desnudo, herido y patético en medio de una oscuridad que la ausencia de luna hacía más rigurosa. Desde algún lugar que podía no ser remoto, el aullido de un lobo matizó el miedo.

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