Fernando Marías - El Niño de los coroneles
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El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.
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A ti puedo confesarte que me arrastré indignamente sobre las irregularidades de aquel terreno ignoto que además no podía ver; pero la precaución fue inútil: no sé si cinco minutos o cinco horas después de mi lucha con el Hombre Perro, fui tragado por un desnivel arenoso del terreno y caí en un pozo negro infinito. Manoteé en el aire, desesperado. Las manos y pies se golpeaban y arañaban contra unas paredes cuya estrechez plagada de aristas afilaba el suplicio de la caída. Conseguí agarrarme a un saliente que se clavó en mi mano como una cuchilla; por un segundo pensé que tendría resistencia para sostenerme: ilusión vana, además de dolorosa; tras unos instantes atroces en los que el brazo se dislocaba por el peso de mi propio cuerpo, el frágil asidero se partió y seguí cayendo hasta estrellarme contra el suelo, unos metros más abajo. Me llevó unos minutos comprobar que no tenía nada roto, aparte de las magulladuras y de un calor intenso y lacerante que olía a sangre en la palma de la mano: una esquirla de piedra se había incrustado profundamente en ella, y en la oscuridad no tuve otro remedio que posponer cualquier amago de cura. Con el examen de la situación llegó el pavor: había caído a un pozo del que nunca podría salir por mis propios medios, y mis hombres, suponiendo que me buscasen, jamás darían conmigo. Estaba condenado a morir de hambre y sed en la oscuridad. A morir de angustia cuando apenas unas horas antes era el amo de un mundo que había logrado crear a mi imagen y semejanza… No es fácil que pueda expresarte los sentimientos de rabia e indefensión, la desesperación -más espeluznante porque la apoyaba cualquier análisis racional-, el Miedo…
Y fue entonces cuando comenzó la alucinación. Porque de eso pensé que se trataba… Muy despacio al principio, con cadencia tan imperceptible como innegable, la luz, mágicamente, eclosionaba a mi alrededor y me envolvía como si estuviese en una película de Hollywood o ante un milagro de Dios. Reconozco que la incredulidad y la sorpresa lograron imponerse sobre los temores: literalmente, estaba amaneciendo en mi pozo sin fondo. Y no era un espejismo: se trataba de luz, de luz solar asentándose, creciendo, avivando los matices grisáceos del lugar de piedra en el que me hallaba, y que al fin pude examinar.
Era, en efecto, una cueva. En su fondo desembocaba el hueco que me había engullido, y por cuya boca llegaban ahora hasta mí los rayos de sol. ¿Lógico, verosímil, posible…? Sí, excepto por un detalle: de la intensidad de la luz sólo podía deducirse que me hallaba muy cerca de la superficie, prácticamente junto a ella. Pero la caída, aun suponiendo que mis desconcertados sentidos hubiesen desorbitado su duración, había sido de al menos varios metros. Me puse en pie para buscar explicación a la imposible convivencia de los dos hechos aparentemente ciertos y, al apoyarme, el dolor dormido de la mano se reavivó en toda su intensidad. Miré la palma herida con intención de localizar y extraer la esquirla de piedra. Y entonces vi entre la sangre seca el objeto que me había herido. ¡Amigo mío! La gran sonrisa que la fortuna y el Azar tenían asignada a mi vida no era la que iluminó mi huida de París o la llegada a Leonito, tampoco la que había brillado durante mi imparable ascensión en el escalafón de poder liderado por los coroneles. La Sonrisa de mi Vida era la que veía ahora, bordeada por el carmín de la sangre seca de mi mano.
La casualidad me había llevado hasta las entrañas de la Montaña Profunda, y ahora me desvelaba su secreto: el legendario tesoro de los indios invisibles no era un mito.
Existía realmente. Lo tenía ante mí. Y lo iba a hacer mío.
La luz del sol, absurda pero real, me insufló seguridad y me sirvió de guía. Tras demorarme algunas horas en la contemplación del asombroso fenómeno que tenía ante mí, busqué y encontré una salida al aire libre. ¡Prodigiosa Montaña, hermética e inaccesible para el mundo exterior, pero simple y hermosa como una línea recta para los conocedores de su secreto, mágica en su deslumbrante nitidez! No diré que envidié a los salvajes que la habitaban, pero sí afirmo que entendí la furia bélica con la que protegían su regia intimidad, la ferocidad con que se afanaban en retenerla. En su lugar, yo hubiera actuado igual. Y ciertamente, me dispuse a hacerlo.
En trance similar al mío, muchos hombres habrían corrido, serviles o simplemente cobardes, a exhibir ante sus amos el descubrimiento; pero, consciente de que la paciencia es una virtud y el análisis frío de toda situación una condición sine qua non para el éxito, puse buen cuidado en ocultar con celo mi hallazgo, cuyas circunstancias auténticas eres tú el primero en conocer. Los demás, incluidos los coroneles, sólo accedieron a una versión que encontró en la lucha con los Hombres Perro, a la que añadí algún colorido, las justificaciones para mis heridas, mi desnudez y mis treinta y ocho grados de fiebre, que lejos de haberse originado en la prolongada exposición al sol durante el errático camino de regreso tenían su causa en la euforia que, por prudencia, me veía obligado a contener.
Y es que el tesoro era demasiado bello para compartirlo con los simiescos militares. Sí, bello es la palabra que he utilizado y que reivindico una y mil veces para la Montaña, pues si bien es cierto que lo que contiene puede despertar la ambición de todos los hombres, es aún más innegable que lo que ocurre dentro de ella -pues este espectáculo renovado cada día es el verdadero tesoro – constituye la mayor obra de arte que es posible contemplar en nuestro planeta. Pero no te engañes, Jeannot: una cosa es que yo apreciase esa belleza y otra muy distinta que, por darle romántica preponderancia, renunciase a la incalculable recompensa material que sólo era preciso recolectar de sus entrañas. Mi tesoro -o, si lo prefieres, el tesoro de mi Montaña- era un as en la manga que la cautela me recomendaba guardar hasta el momento apropiado, que no tardaría en producirse.
Lo causó ese devenir histórico que no es necesario detallarte porque lo puedes encontrar en los libros e incluso en tus recuerdos: ¿o acaso no fuiste tú, ridículo hombre bueno, uno de los primeros en dar a conocer al mundo las «atrocidades contra los derechos humanos -así llamabais a la efectividad profesional que yo inspiraba- en el Cono Sur»? Gracias a ti y a otros como tú las insignificantes vocecillas de protesta fueron cogiendo cuerpo, envalentonándose y haciéndose dañinas, y acabaron por aportar su peso a la inercia histórica. ¿Quién iba a augurarme, en estos tiempos de la victoria consolidada en Chile e inminente en Argentina, que los tiempos cambiarían con cadencia al principio imperceptible? ¿Cómo suponer que la década de los ochenta comenzaría con la resuelta campaña internacional de prensa contra el régimen chileno, continuaría con la contundente guerra anglo-argentina por las piedrecitas de las Malvinas -que tanta verborrea a favor de la vieja Europa y en contra de los fascismos latinoamericanos generó-, propiciaría en la Isla de Contadora la reunión de los países centroamericanos decididos a iniciar un futuro de prosperidad regido por el humanismo solidario de los nuevos tiempos y concluiría -¡escándalo y oprobio, insulto intolerablemente cínico!-con la invasión armada del hermano mayor americano para detener en Panamá, como si fuese el peor criminal, al intachable colaborador Noriega? ¿Quién podía calcular -y cuando se vislumbró, era ya tarde- que los intereses políticos recomendarían al mundo en general y en particular al gobierno norteamericano, impulsor en el pasado de tantas iniciativas gratas, aparentar un repentino ataque de democrática oposición a las dictaduras sudamericanas que ellos mismos habían alentado? Con estas premisas, ¿cómo no iba a avecinarse en Leonito la correspondiente revolución social, que a mediados de 1987 comenzó a propiciar violentas y constantes agitaciones callejeras y manifestaciones exigiendo las cabezas de los coroneles? ¿Cómo, si nos atenemos a esa lógica, no iban los disturbios a terminar por alumbrar un atentado mortal contra las fuerzas armadas, y luego otro, y luego otro y otros? ¿Y cómo no iba a resultarme obvio, en aquellas Navidades tristes, que los fantasmas de la huida de París -cuando todavía era joven para enfrentarme a la adversidad- planeaban de nuevo sobre mí? En la seguridad todavía inaccesible de mi mansión, comenzaba a notar el aliento sucio del fin, y meditaba gravemente sobre ello… En 1976 tenía sesenta y dos años. En 1987 cumplí -terrorífico, ¿verdad, amigo que compartes conmigo la progresiva humillación de la vejez?- ¡setenta y tres! Y frente a qué panorama: en 1976, los hombres a los que había instruido entraban a patadas en las casas de los sospechosos, impunemente les apaleaban para obtener agendas con más nombres e impunemente, si les apetecía explicitar así la inmisericordia que se avecinaba, orinaban en las caras de sus madres o eyaculaban en las de sus hijitas. Pero en 1989 estos mismos hombres ocultaban inquietos sus identidades y sus pasados, se revolvían ante la presencia de extraños y se sabían vulnerables. Tenían miedo. No es que me importasen lo más mínimo, pero su temor, simplemente lo constato, era tan lógico como legítima su rabia, pues se sabían abandonados por los superiores que habían alentado su regodeo obsceno en la ilegalidad, en la apropiación de bienes, cuentas corrientes y hasta tostadoras de los detenidos, en la violación de las detenidas, en la venta de los bebés que alumbraban entre insultos soeces en las mazmorras. Ya a mitad de la década, la actividad en mis centros había experimentado un retroceso; nada grave, sobre todo teniendo en cuenta que me seguían llegando a través de amigos de todo el mundo nuevos clientes de Beirut, Kinshasa o Madrid, donde, por cierto, el asesoramiento a un grupo golpista que finalmente no llegó a pronunciarse me retuvo en la ciudad durante tres días de 1984 que aproveché para visitar al jovenzuelo al que años atrás había donado mi sangre; conseguí su nueva dirección -se había casado y ya no vivía con sus padres- y una mañana le observé clandestinamente: salía de casa con una niñita en brazos, supuse que su hija; tal vez, pensé, alguna gota de mi sangre había aportado su granito de arena a la erección que, a su vez, posibilitó la eyaculación que fecundó a la yegüita del gemelo de mi Niño.
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