– ¿La última foto? ¿Qué se veía en ella?
Laventier inspiró profundamente.
– A mí, mirando con espanto el cadáver de Fiorino sobre la vía del metro de París. Con ese impacto visual Lars me demostraba que vigilaba mis pasos desde que envió su primera carta. Y si sabía eso, es obvio que sabía también dónde me encontraba en Leonito. ¡Como si las visitas del mensajero con los álbumes -soltó una risita- no hubieran sido suficientes para dejarlo claro!
– Bien, Lars le vigilaba, sabía que estaba ya aquí, controlaba cada uno de sus pasos… Supongo que, llegados a este punto, se pondría por fin en contacto con usted.
– No, todavía no. Pero con la siguiente carta, la que continúa la historia donde he insistido en interrumpírsela a usted, compareció con un nuevo regalo.
– ¿Otro muerto? -preguntó Ferrer sin ironía.
– No -respondió Laventier igualmente serio-. Esta vez se trataba de un objeto inocuo; al menos, en apariencia.
Sirviéndose de la linterna, buscó en el suelo, junto a la cama, y extrajo una antigua valija de médico, muy ajada, que Ferrer veía por primera vez. Laventier la colocó sobre sus rodillas.
– Me la regaló mi padre cuando viajé a París para estudiar Medicina -dijo acariciándola cariñosamente; trataba de sonreír pero un desánimo vital debilitaba las comisuras de sus labios-. Es para las visitas a domicilio. Un recuerdo muy especial, siempre lo he tenido apunto a lo largo de todas estas décadas. ¿Sabe que sólo la he utilizado dos veces en mi vida? Una ahora, curándole a usted. Y la otra hace cincuenta años, cuando salvé en mi consulta parisina a Jean Moulin. El principio del Médico de la Resistencia… y el fin de Jean Laventier… Ya nunca volveré a utilizarla -Ferrer vio cómo la mente de Laventier amenazaba con anclarse, meditabunda, en negros presagios, y resolvió evitarlo:
– Me hablaba del objeto inocuo de Lars -dijo con la mayor frialdad que pudo.
– Ah, sí. Disculpe…
Laventier abrió la valija, rebuscó en su interior y sacó de él un saquito de terciopelo granate. Tras cerrar la valija con cuidado, volvió a depositarla en el suelo.
– Esto es lo que Lars me envió -dijo luego, depositando en la palma de la mano de Ferrer el saquito de terciopelo. Era más pesado de lo que parecía a primera vista. Ferrer deshizo la cinta que cerraba la boca y extrajo del interior una joya del tamaño de una nuez. Aunque no era un experto, le pareció un diamante; más exactamente, una esquirla de diamante, pues se trataba de un fragmento de piedra preciosa sin forma que parecía arrancada groseramente de un cuerpo mayor. Brillaba a la luz de la linterna, y sobre su superficie resaltaban una manchas oscuras.
– Parecen manchas de sangre… -aventuró Ferrer.
– Lo son -asintió Laventier-. Sangre de Victor Lars.
Ferrer sintió una repugnancia instintiva.
– Extraño obsequio -dijo procurando no exteriorizarla-. ¿Qué significa?
– Lars, en su carta, acaba de referirse a un plan para hacerse con el tesoro de la Montaña Profunda, ¿recuerda? Pues bien -Laventier se puso trabajosamente en pie-, ha llegado el momento de que lo vea usted con sus propios ojos. Es la hora.
Dicho esto, apagó la linterna.
Entonces pudo Ferrer observar el anómalo fenómeno: la oscuridad había dejado de ser absoluta. Esforzando la vista, podía distinguir con cierta precisión la silueta, los rasgos y hasta la mirada de Laventier, que constataba entre complacido e impaciente su sorprendida reacción. Una leve claridad temblaba en el aire de la gruta. Luz natural, pensó Ferrer; concretamente, la luz que se despliega en los primeros instantes del amanecer. Algo así había dicho Lars… Tomó el manuscrito de manos de Laventier y lo abrió; ahora, el trazo de tinta resaltaba sin dificultad sobre el papel blanco: el asomo de visibilidad no era una ilusión sino una evidencia que se asentaba por segundos.
…literalmente, estaba amaneciendo en mi pozo sin fondo…
Confundido, Ferrer se volvió hacia Laventier. El francés, sin decir nada, le invitó a seguirlo tras recuperar el manuscrito. Sin que Ferrer se hubiera percatado, había vuelto a rescatar del suelo la vieja valija, y ahora, portándola mientras caminaba torpemente apoyado en el bastón, ofrecía la extraña, por inadecuada al entorno, estampa de un bondadoso médico de provincias camino de su ronda de visitas, cualquier soleado domingo por la mañana. «Soleado», se dijo Ferrer mirando atónito a un lado y a otro… «Soleado» era la palabra adecuada.
En la entrada de la gruta, aguardaba sentado en el suelo un guerrero indio armado con una bolsa de granadas, dos pistolas encajadas en la cintura y un fusil de asalto que Ferrer, a pesar de su inexperiencia, reconoció porque aparecía en todos los reportajes de conflictos bélicos, fuese cual fuese su localización sobre el planeta. Apenas los vio se puso en pie de un salto y se quedó ante ellos. Su rostro tenía algo de amenazador, pero la ausencia absoluta de miedo en el rostro de Laventier tranquilizó a Ferrer.
– Éste es Anselmo -dijo el francés-. Es el hombre que vino a buscarme al hotel y mi guardaespaldas dentro de la Montaña, podríamos decir. Ahora también es el suyo.
– ¿Anselmo? -miró Ferrer al indio-. ¿Tú impediste que María…?
Anselmo afirmó con un golpe seco de cabeza. Ferrer se limitó a asentir; el hierático rostro del indio le disuadió de pronunciar cualquier fórmula de agradecimiento.
– Anselmo -dijo Laventier-, quiero que Ferrer vea lo que pude ver yo ayer y anteayer.
El indio, sin decir nada, empezó a caminar un paso por delante de ellos, volviéndose cada poco por si el anciano francés pudiese necesitar su ayuda para desplazarse.
Accedieron así a un pasillo de piedra natural por el que avanzaron durante unos minutos sin hablar, mudo de perplejidad Ferrer y respetando el francés su fascinación, que sabía idéntica a la que él mismo había experimentado en el anterior amanecer. Tomaron dos curvas a la izquierda, una a la derecha y otra más a la izquierda. La claridad continuaba asentándose a su alrededor cuando desembocaron en otra gruta de dimensiones gigantescas.
De nuevo buscó a Laventier con la mirada. El francés, mientras él contemplaba extasiado la gran cueva, se había adentrado en ésta unos pasos, hasta ocupar un pequeño alto desde el que ahora reclamaba su presencia.
– Desde aquí -dijo-. Desde aquí lo verá mejor.
Ferrer avanzó hasta encontrarse situado en una especie de plataforma natural desde la que podía observar la gran sima, todavía negra, que se abría a sus pies. Aguardó. El hecho de que Laventier estuviese sustituyendo las gafas que llevaba puestas por otras, graduadas presumiblemente para ver de lejos, le sugirió que debía prepararse para alguna clase de espectáculo y, todavía desconcertado, abarcó con la vista la inmensa gruta de piedra. Entonces escuchó el rumor lejano, pero persistente y enérgico, de una corriente de agua que parecía torrencial, tal vez una gran cascada… Escrutó en su busca las ya dubitativas tinieblas, y tras algunos instantes descubrió el río: efectivamente caudaloso, discurría veinte o treinta metros por debajo de él, bordeando el terreno rocoso que parecía iniciarse desde su orilla hacia un horizonte que sólo pudo precisar cuando la luz de origen inexplicado comenzó a invadirlo todo y le reveló que se hallaba sobre un valle inverosímilmente verde cuya luminosidad se volvía por segundos más y más eufórica.
… la luz, mágicamente, eclosionaba a mi alrededor y me envolvía como si estuviese en una película de Hollywood o ante un milagro de Dios.
Ferrer hubo de admitir que la descripción de Lars era singularmente exacta, pues del insólito paisaje natural
… la luz, mágicamente, eclosionaba a mi alrededor y me envolvía como si estuviese en una película de Hollywood o ante un milagro de Dios.
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