Fernando Marías - El Niño de los coroneles
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El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.
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EL SOL DE LEONITO.- 10 de mayo de 1989. Ataque fatal de los insurgentes en la provincia de Guanoblanco. «Al menos veinte soldados han sido asesinados en el asalto al cuartel Libertador Andújar, de esta provincia del este. Los atacantes, una turba fuera de sí…»
EL SOL DE LEONITO.- 19 de julio de 1989.
\MUERTE EN LEONITO CAPITAL! ¡VEINTICUATRO HERIDOS EN ENFRENTAMIENTOS! «Las tropas, por orden directa del coronel Walter Menéndez, dispararon contra la multitud que pretendía asaltar el palacio presidencial. El vicepresidente Menéndez, contundente: No consentiremos acá como en Nicaragua en el setenta y nueve.»
EL SOL DE LEONITO.- 1 de enero de 1990.
LA REBELIÓN AMENAZA AL CAMPESINADO EN EL AÑO NUEVO. «La revolución popular, con el Ingeniero Jiménez a la cabeza, proclama la democracia en las tres provincias del sur, y el presidente Larriguera Hill advierte: Los comunistas buscan la guerra civil y pueden encontrarla».
DIARIO DE LEONITO LIBRE.- 6 de junio de 1990.
LOS DICTADORES, ACORRALADOS. LA MATANZA DE ZENCIJOS COLMA EL VASO. «Ciento diecisiete hombres, mujeres y niños de seis poblados de la provincia de Zencijos asesinados por el ejército, que justifica la acción por la búsqueda de rebeldes armados. El pueblo exige la cabeza de los coroneles mientras el presidente provisional de la democracia, Ingeniero Jiménez, pide calma a la población: Prefiero que se vayan sin más (los coroneles) antes que juzgarlos, si con eso vamos a evitar más derramamiento de sangre. ¡Que se larguen de una buena vez!».
El artículo del Diario de Leonito Libre era el primero de los incluidos que se mostraba abiertamente contrario a la dictadura. Ferrer se detuvo, atónito, sobre el nombre del periodista que lo firmaba: Casildo Bueyes. Por primera vez involucrado de forma explícita en la trama de Lars, el periodista degollado era también el autor del texto eufórico que festejaba la derrota de los coroneles, el histórico 10 de agosto de 1990.
DIARIO DE LEONITO LIBRE.- 10 de agosto de 1990.
EL VIENTO DE LA LIBERTAD SOPLA AL FIN EN LEONITO.
«Probablemente, ni Teté Larriguera Hill ni sus compinches Canchancha y Menéndez -asesinos que, cuando todo estaba ya perdido, aún intentaron la indignidad última de encender una guerra civil para prolongar su permanencia en el poder- pudieron llegar a imaginar que las revueltas populares iniciadas en Leonito en 1987 llegarían un día a colapsar su corrupto régimen de terror, que sin embargo, no fue capaz de contener la cólera de un pueblo ansioso de libertad. Los payasos sanguinarios escaparon ayer dejando en tierra a un grupo de la Guardia Pretoriana Presidencial, los siniestros Pumas Negros, para defender su cobarde huida cuando la enfurecida población civil, pobremente armada pero dispuesta a dar la vida para expulsarle a él y a su cuadrilla de sicarios, arremetía ya contra las puertas del lujoso palacio llamado -otra infame afrenta- de la Presidencia del Pueblo. Escapad, siniestros cobardes. Gastad el dinero que robasteis. Dilapidadlo y disfrutadlo… Pero sabed una cosa: si algún día volvéis, os esperará un juicio justo en el que el pueblo de Leonito, ahora sí soberano, os exigirá el pago de vuestros innumerables crímenes».
¡Qué bonito! ¿Verdad, Jeannot? Seguro que se te pone el vello de punta con este libelo de exaltación populista. A mí, aunque te cueste creerlo, también me emocionó ver publicado este artículo; en realidad, ver publicados todos los de esta pequeña selección que he realizado para ti, pues cada uno de ellos reflejaba -sin que el correspondiente medio informativo lo supiese- un nuevo logro de mi escalera hacia el éxito: la revolución popular, la caída y exilio de los coroneles y el advenimiento de la democracia en Leonito fueron, igual que el seguimiento informativo de todo ello, pasos del plan de apropiación de la Montaña Profunda. Cuando se lo expuse por primera vez, Teté y sus socios -también sus respectivos hijos, futuros presidenciables ya con voz y voto- se mostraron desasosegados e incluso hostiles:no les gustaba la idea de abandonar el país aparentando -ellos, tan machos- una huida deshonrosa. Pero los convencí con hechos: mientras todo el país seguía los sucesos de la capital y de las «tres provincias del sur», en las que en secreto consentí primero e impulsé después la eclosión revolucionaria precisamente para que la atención nacional se concentrase sobre ese punto, los Pumas Negros, libres así de miradas indiscretas, exterminaban a los habitantes de los poblachos próximos a la Montaña y realizaban en su interior incursiones de élite que, poco a poco, iban sumando cabezas cortadas de indios. De esa manera, cuando todo hubiese concluido -es decir, cuando la revolución en apariencia triunfante hubiese expulsado a los dictadores- la zona se encontraría limpia de moradores molestos, como de hecho se encontraba el 10 de agosto de 1990, cuando el avión de los tiranos en fuga se perdió en el cielo camino del exilio y las turbas febriles, demasiado ocupadas en intentar discernir si la democracia consiste en que mande todo el mundo a la vez o una persona distinta cada día, no repararon en que los alrededores de la Montaña Profunda habían amanecido ese día, por primera vez, desiertos y mudos, saneados de toda actividad humana.
Por supuesto, estaba previsto que las nuevas autoridades, al descubrir las matanzas de indígenas -los Pumas Negros habían recibido órdenes precisas de dejar bien a la vista los vestigios de sus atrocidades-, se mostraran escandalizadas y chillonas al acusar de genocidas a los coroneles, que desde el exilio proclamaron su inocencia mediante comunicados redactados por mí en persona, dada su extrema importancia: en ellos se afirmaba con arrogancia teñida de honorabilidad herida que los verdaderos responsables de las masacres habían sido los nuevos gobernantes, impulsados por «razones oscuras» que elegí definir así de inconcretamente para hacer más efectivo el calado de la duda. Eso -sembrar dudas y dejar que el tiempo, al transcurrir, les dé credibilidad- es la política, y la revolución de Leonito no tenía por qué ser una excepción. La democracia se consolidó y prueba de ello es que pronto surgió una oposición integrada por nostálgicos del viejo régimen. Pude observar todo el proceso en directo, pues mi fachada de respetable hombre de negocios apolítico aunque generoso con los menos favorecidos por la fortuna -que desde siempre, incluso en los momentos triunfales de la dictadura, me había esmerado en cultivar- era irreprochable hasta el punto de que el presidente de la nueva democracia me pidió que aceptase el cargo de senador -¡Yo, senador demócrata! Me he reído con ganas cuatro veces en mi vida, y ésa fue una de ellas-, que rehusé alegando problemas de salud… Qué lejos estaba de pensar que esas excusas frivolamente improvisadas se materializarían de verdad, presagiadas por el mareo repentino que una tarde, en el asiento trasero del coche, me vació la mente durante unas décimas de segundo aterradoras en las que no supe quién era ni por qué me encontraba allí, tranquilizando con gesto desfallecido las trémulas expresiones del chófer y del guardaespaldas. Rechacé su insistencia en llevarme de inmediato al médico, y fue un error que excuso a pesar de todo: no tenía tiempo que perder, pues mi plan entraba en su segunda fase… Ya había consolidado la democracia. Había llegado ahora el momento de estrangularla económicamente.
No creas que tal empeño es complicado. El grave humanismo crónico que padeces te ha llevado a desatender el conocimiento de disciplinas útiles como la economía. Por eso no voy a cansarte con clases teóricas. Basta que sepas que, dominando determinados resortes -y los coroneles y yo los dominábamos con la colaboración de grupos financieros interesados en el futuro de Leonito-, pudimos en unos meses consolidar la situación ruinosa del país. La incauta democracia, estrangulada además porque el oro del banco nacional había sido sustraído meticulosamente por los coroneles, se moría de hambre y sed. Y entonces -era diciembre de 1990- aparecí yo con panes y peces concretados en la deslumbrante oferta de un grupo internacional que pretendía adquirir los terrenos de la Montaña Profunda para edificar sobre ella un fabuloso centro de recreo que daría empleo a medio país. Dichos inversores, tal vez lo has adivinado ya, eran los propios coroneles disfrazados bajo la piel de oveja de una sociedad anónima con capital panameño, francés, español y venezolano; o, dicho de otro modo, el oro que permitió comer pastel de fiesta a los leonitenses aquel fin de año era el mismo que había sido expoliado de sus arcas unos meses antes. Ahora, además de carecer de él, lo debían. Sin invertir un solo dólar habíamos pasado a ser los propietarios legales de un trozo de piedra que contenía -aunque esto nadie lo imaginaba- una mina de diamantes que en su momento sacudiría a nuestro favor el mercado mundial. Claro está que el acuerdo, tan oportuno para los pobres leonitenses, les iba a exigir el esfuerzo extra de aportar braceros a bajo precio para la construcción del complejo hotelero, a la que, por cierto, también habían contribuido con generosas ayudas a fondo perdido todas las sociedades estatales relacionadas con los quinientos años del hermanamiento entre España y América. Pero no les importó: estaban felices porque su país había logrado liquidez para aguantar otros dos años -mi cálculo era forzar, e insisto en que tenía medios para ello, un nuevo crac económico en 1993- y el futuro les parecía suyo. ¿Por qué la exactitud de esta fecha? ¿Por qué 1993? Ante todo, porque para entonces se habrían apagado ya tiempo atrás los fuegos artificiales de los huecos eventos del 92, y con ellos la atención del mundo sobre los países del centro y sur del continente americano. El mundo olvida pronto, y para esa fecha, te lo aseguro, a nadie llamará la atención que en un diminuto lodazal llamado Leonito el descontento generalizado por la falta de pan alumbre nuevas revueltas que, oportunamente dirigidas por mí, harán tambalear a la democracia autodenominada legítima. Sobre ese escenario surgirán, en el momento adecuado, airadas voces reclamando el regreso de los coroneles, se amagarán un par de golpes de estado premeditadamente fallidos que derrumbarán la moral ciudadana y, merced al correcto salpicado de atentados, enfrentamientos y muertos inocentes, se alentará el fantasma de la guerra civil que acabará por propiciar el regreso de los coroneles, planeado desde el principio como colofón de todo el proceso. Pero esta vez no se ocultarán tras falsas sociedades anónimas: aterrizarán a cara descubierta, triunfalmente, reclamados por su pueblo, al que habrán contentado con dinero de refresco -otra parte, claro está, del oro robado- cuya donación exhibirán como prueba de sus buenas intenciones patrióticas. Adecuadamente asesorados por la mejor empresa de imagen, los nuevos coroneles parecerán políticos solventes, hombres capaces de enfrentar los problemas de una patria también nueva cuyo primer objetivo será aclarar responsabilidades en los sucesos de sangre previos a la revolución de 1990. Tras algún juicio falso, alguna condena a chivos expiatorios y alguna ley de amnistía que se considerará imprescindible para, hermanados en la patria común, «empezar de cero», todo volverá a ser lo que era. Todo, excepto una cosa: los diamantes de la Montaña Profunda serán de nuestra propiedad exclusiva. Entonces -¿verano de 1994? ¿Enero de 1995? ¿Tal vez la fecha de mi cumpleaños de alguno de esos años?- se hará público el descubrimiento «oficial» del fabuloso tesoro. ¿No es una lástima -pensarán, compungidos, mis compatriotas de a pie- que esas tierras de riqueza infinita pertenezcan a una sociedad anónima de capital panameño, francés, español y venezolano en vez de al pueblo de Leonito?
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