Ferrer hubo de admitir que la descripción de Lars era singularmente exacta, pues del insólito paisaje natural que se extendía ante él emanaba la seductora irrealidad de un decorado cinematográfico cuyas trampas de cartón sólo se pudiesen descubrir mirando hacia arriba: la bóveda de piedra negra que los cubría como una gran quesera negaba con su hermetismo la entrada teórica del sol, que sin embargo se colaba prodigiosamente, alumbrando de vida y color cada resquicio del imposible valle subterráneo que Ferrer tenía ante sus ojos.
Pasados unos segundos, comenzó a sentir un calorcilio tibio que le acariciaba a hurtadillas en la nuca, y sus músculos, alarmados, se tensaron. A sus pies se movió algo que no tardó en reconocer como su propia sombra: por la posición de su lánguido alargamiento, sólo podía entenderse lo imposible: que el sol se encontraba a su espalda. Notaba los latidos del corazón en las sienes, y un calor intenso le ardía en el puño derecho, que instintivamente había crispado a la defensiva.
Iba a girarse para identificar la fuente solar cuando algo le rozó el hombro. Se volvió. Laventier le ofrecía el manuscrito abierto, invitándole a leer por el punto que le señalaba con el dedo. Ferrer comprendió que la respuesta a sus preguntas sobre el insólito fenómeno solar estaba ahí, sobre el papel, y no a su espalda.
¡Diamantes, Jeannot!
Diamantes imposibles, diamantes inexistentes, diamantes inverosímiles… ¡Pero diamantes reales! Ya sé que no eres joyero ni gemólogo, y mis propios conocimientos sobre la materia no van más allá de los imprescindibles para atinar en las operaciones, casi nunca convencionales, que a lo largo de mi vida he supervisado. Gracias a esa experiencia supe que lo que había visto en la Montaña Profunda era un hecho acientífico. Y sin embargo, ahí estaba: un prodigioso capricho de la naturaleza, un engendro genético, si me permites el incorrecto pero didáctico símil. Algo que no podía ser… pero era. Un microclima subterráneo que se encontraría herméticamente cerrado de no ser por los centenares y puede que miles de chimeneas que atraviesan la corteza de piedra y conectan su espacio interior con la superficie. La mayoría de estas chimeneas, estrechísimas, no permiten el tránsito de seres humanos por su interior. Sin embargo, existen unas pocas bocas más anchas gracias a las cuales han podido los indios escabullirse durante tanto tiempo de toda persecución: estas entradas secretas les permitían replegarse tras sus incursiones. Explicado así el secreto de su invisibilidad, quedaba sólo el de la supervivencia. ¿Cómo -se han preguntado a lo largo de los siglos quienes por una u otra razón han acosado a los indios- sobrevivían en una zona de por sí yerma y hostil donde además, en los últimos tiempos, había el ejército sembrando de fuego y sal cada resquicio de tierra donde pudiese llegar a enraizar un cultivo? Gracias a las lluvias tropicales, podían obtener agua en abundancia. Pero, ¿y comida? ¿Tendría razón la tradición que les otorgaba la mágica capacidad de masticar y digerir piedras? ¿Cuál era la causa del aparente prodigio? Tu amigo Víctor lo ha resuelto para ti, introduciendo la respuesta en la bolsita granate que te he enviado. Deten la lectura y mira en su interior con el detenimiento y cariño que el objeto se merece.
– Hágalo -ordenó Laventier, que leía a la vez que Ferrer por encima de su hombro.
Ferrer no comprendió.
– Su mano derecha… -indicó entonces el francés.
Ferrer la abrió. En la palma estaba el diamante enviado por Víctor Lars. Impresionado por el espectáculo del amanecer bajo la bóveda de piedra, Ferrer había apretado con tanta fuerza involuntaria la tosca joya que sus aristas se habían grabado en la piel y su sudor había diluido en algunos puntos la sangre seca, mezclándose con ella. Levantó la joya hasta la altura de los ojos para examinarla.
– Esta piedra -dijo Laventier- llevaba en la Montaña Profunda un tiempo inmemorial. Desde que Lars la arrancó de la pared han transcurrido diecisiete ridículos años. Es la esquirla a la que se agarró en su caída, tras la persecución de los Hombres Perro, el objeto cortante que se desprendió por su peso. Un trozo de pared de la Montaña Profunda, uno de los diamantes que salpican sus paredes. Es uno, sólo uno de los millones de diamantes que cada mañana… Pero siga las instrucciones de Lars… Obsérvelo con detenimiento… Vuélvase y obsérvelo…
Laventier, suavemente, le hizo girarse, ahora sí, hacia la fuente de calor que le cosquilleaba en la espalda. Ferrer levantó la vista: le cegó la luz solar, y alzó el diamante hacia ella.
– Uno de los millones de diamantes -continuó La-ventier- que cada amanecer, desde las paredes de cada una de las centenares, ¿lo oye bien?, centenares de chimeneas naturales que comunican con el exterior, refleja sobre el diamante siguiente la luz que el anterior ha reflejado sobre él. Un conductor natural masivo de luz solar bajo tierra. Literalmente, un sol subterráneo.
Ferrer vio cómo el sol arrancaba destellos a la piedra que sostenía en la mano. Se giró: el gran valle amanecía a sus pies, y la acción de la luz parecía dar nuevos bríos al torrente del río a cuya orilla se levantaba lo que ahora, con la iluminación consolidada, se revelaba como un poblado de chozas de madera y barro rojizo. La Montaña Profunda y las infinitas leyendas que había generado: ninguna tan grandiosa como la realidad.
– Viven aquí -murmuró Ferrer, admirado, a pesar de que ninguna señal de vida o actividad se vislumbraba en el pueblo.
– Siempre -subrayó Laventier-. Siempre han vivido aquí.
A pesar de que había presenciado con anterioridad el fenómeno natural, seguía embrujado por él.
– Pero que yo sepa -objetó Ferrer-, los diamantes en bruto no transmiten la luz…
Laventier, por toda respuesta, le sugirió con un gesto que continuase leyendo. Ferrer lo hizo dubitativo, como si temiese que al bajar la vista el prodigioso espectáculo comenzara a desvanecerse. No había asimilado aún que tal cosa no podía ocurrir: en la Montaña Profunda, simplemente, acababa de comenzar el nuevo día.
Hermoso secreto, ¿verdad? ¡Y útil! Durante décadas -o durante siglos, si nos remontamos a las primeras leyendas sobre el tesoro mil veces buscado infructuosamente- los indios leonitenses pudieron con su ayuda burlar a sus enemigos y hacerlo además con tranquilidad, bañándose en su río privado mientras los otros se preguntaban, furibundos, dónde podían haberse ocultado o eligiendo verduras frescas de la huerta que el sol y el agua les permitía cultivar. Claro está que no me quejo: su secreto era mío y sólo mío, igual que iba a serlo -aunque lamentable pero imprescindiblemente compartido con los coroneles- su fabuloso tesoro de diamantes.
Por supuesto, había tasado en su momento las muestras -tu regalo es sólo una de ellas- que, una vez recuperado de la impresión, extraje de la gruta por la que me precipité años atrás: si las pruebas hubiesen indicado que se trataba de piedras malas me habría entretenido en investigar su inaudita capacidad de conducir la luz sin haber sido previamente pulidos, pero resultaron ser de calidad excepcional, así que ¿a quién le importaban las razones científicas del prodigio? El botín estaba ahí, y sólo había que tomarlo. Hasta aquí, un razonamiento bien sencillo. Hasta aquí, la parte fácil.
Y desde este punto, los problemas.
Pronto resultó evidente que la explotación del yacimiento implicaba la eliminación rigurosa de los indios que habitaban la Montaña, pues si habían demostrado su fiereza en anteriores ocasiones, no hace falta decir con qué tesón se revolvieron ahora contra los primeros grupos de especializadísimos mineros que puse a trabajar. La aventura adquirió, además, auténticos matices épicos ya que, aunque conocía y tenía bien señalizada en mi mapa secreto una de las entradas ocultas de la Montaña, no podía arriesgarme a una invasión militar: nada me interesaba menos que la publicidad involuntaria que habrían dado al asunto los reclutas encargados del asalto, boquiabiertos ante la grandeza del fabuloso prodigio. En los momentos de prerrevolución que vivíamos, esa información podía haber estimulado la presencia de indeseables tiburones financieros o, peor aún, el deseo de engrosar las arcas por parte del patanesco gobierno de inspiración socialista cuya llegada parecía probable. No, en una primera fase del plan, el exterminio debía ser tan clandestino como la existencia del propio tesoro. Los habitantes de la Montaña debían «dejar de existir» ante los ojos del mundo -tan atento, en el momento que nos ocupaba, a las vicisitudes de nuestro continente gracias a los ridículos mensajes de democracia y fraternidad transoceánica preconizados por la proximidad del obsceno Quinto Centenario y sus ramificaciones-, y la prensa, enfermizamente comprometida con esos afanes de paz y libertad que estaban de moda, fue el mejor colaborador de mis planes; también, todo hay que decirlo, el más involuntario.Tal vez recuerdes algunos de estos titulares que ahora he recortado para ti:
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