Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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El Niño de los coroneles: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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– Pero estaba… Y ya sabes, Luis, lo convincente que soy cuando quiero.

Ahora era Aurelio quien aligeraba la situación con un toque irónico, y Luis, correspondiendo con una sonrisa desganada, dio por concluida su curiosidad: decidió que nunca trataría de conocer aquellas palabras de consuelo, ni de imaginar en qué momento decidió su madre aceptar la propuesta matrimonial del diplomático español que -como ella para él, por otra parte- había caído milagrosamente del cielo para salvarle la vida, enamorarse de ella y amarla para siempre. Conocía ahora el principio y el fin de la historia y era suficiente.

Entonces, como si hubiera sido largamente ensayado, la enfermera del turno de mañana de la clínica irrumpió en la habitación como un inesperado tornadode salud que abrió de par en par las ventanas, se horrorizó ante la caja de bombones colmada de colillas, sermoneó sobre los males del tabaco mientras acompañaba a Aurelio hasta el sofá, deshizo la cama en unos instantes para volver a hacerla en un tiempo aún menor y expulsó a Cristina y a Luis de la habitación mientras disponía sobre la mesa un medidor de tensión, un termómetro y un surtido de pastillas. El momento mágico de Luis con sus padres se había disuelto, pero un rato después, ya en casa, apenas abrieron la puerta y pisaron el vestíbulo, Cristina entró en la habitación matrimonial y regresó de inmediato con un sobre que tendió hacia su hijo. Luis lo tomó por un extremo, pero Cristina no lo soltó aún. Miró a su hijo fijamente a los ojos:

– Antes te lo hemos contado quitándole importancia, como siempre nos habíamos prometido que lo haríamos llegado el día. Pero la violación de Larriguera no fue una broma. En realidad, me hizo daño. Con el tiempo, pude llevar una vida sexual normal. Pero enseguida supimos que nunca podría tener hijos. Nuestra felicidad estaba a medias por su culpa. Toma, la única foto que guardamos de nuestro noviazgo -Cristina dejó el sobre en manos de su hijo y salió; pero a los pocos pasos se detuvo y se volvió.

– Tú fuiste nuestra victoria sobre él -dijo señalando hacia el sobre-. Cuando llegaste, volví a sentirme entera.

Y se fue. Luis tardó unos segundos en reaccionar. Luego abrió y extrajo la fotografía que a lo largo de los años miraría multitud de veces con orgullo, inquietud o rabia; pero en aquella primera ocasión -el día siguiente del 11 de septiembre de 1973: la coincidencia temporal con el golpe de estado en Chile le había permitido precisar siempre la fecha, que adquirió así brillo épico en el calendario de su vida-, la foto despertó en él una súbita y aplastante ola de amor hacia sus padres. Como homenaje a ellos, se propuso entonces que algún día la contemplaría en el lugar desde el que fue disparada.

Y ahora, casi veinte años después, se disponía por fin a cumplir su promesa.

Antes de abandonar el despacho de la embajada, echó un último vistazo a la estancia; luego cerró la puerta silenciosamente, en íntimo respeto hacia los espíritus de quienes, a pesar de las dramáticas circunstancias, fueron allí felices durante dieciocho días de 1947, y se dirigió hacia la escalera con la fotografía en la mano.

Ya en el jardín, ubicó el emplazamiento aproximado desde el que había sido disparada gracias al árbol de tronco retorcido que aparecía en el extremo derecho de la imagen; cerró los ojos, extendió y levantó el brazo hasta la altura de la vista y abrió los párpados lo más despacio que pudo; los excitados latidos del corazón le confirmaron que había sabido adornar el homenaje a sus fallecidos padres con toda la ingenua solemnidad que siempre se había propuesto.

El árbol de tronco retorcido, ajeno al paso del tiempo, era idéntico en la realidad y en la fotografía. Bajo sus ramas, se enfrentaban en la imagen de papel dos hombres jóvenes y altivos; también muy distintos entre sí: Larriguera, en uniforme militar y con expresión furiosa, sostenía la pistola a unos centímetros del rostro de Aurelio, que en mangas de camisa y con la pajarita anudada al cuello irradiaba, a pesar de la imprecisa nitidez nocturna de la fotografía en blanco y negro, la firme resolución de quien no va a renunciar a su dignidad aunque le vaya la vida en ello. El fogonazo del flash teñía la imagen con un fantasmagórico velo teatral que, paradójicamente, le daba su escalofriante autenticidad. Ferrer siempre había jugado a creer que, cuando por fin la contemplase en el jardín de la embajada de Leonito, le sería revelado algún mensaje extraordinario que los rescoldos de los espíritus de Aurelio y Cristina habrían mantenido vivo para él. Pero -como no podía ser de otra manera- el fetiche fotográfico permaneció mudo… La verdadera fotografía, Ferrer lo comprendió de repente, no era la que él sostenía, sino otra que podía captarse en ese preciso instante y en la cual un hombre patéticamente perdido en un jardín desierto buscaba en un trozo de papel inconcretas retribuciones sentimentales que él mismo era incapaz de imaginar. Pero aun así, tuvo su revelación. Dura. Seca. Veraz: «Tu padre está muerto. Tu madre está muerta. Tu mujer está muerta. Y tu hija está muerta: la has matado tú». Angustiado por la contundencia de la voz interior, comprendió que había ido a Leonito en busca de su propia muerte. Y supo que iba a encontrarla. Se apoyó en el tronco del árbol retorcido y palpó en el bolsillo la carta destinada a Marisol, tranquilizándose por el contacto con el sobre: no le importaba morir si, a cambio, se conocía la verdad que había destruido su vida. Es más, deseaba morir para que esa verdad se conociese. El deseo de morir era el único patrimonio legítimo que le quedaba, y retrasar su resolución final era una traición al recuerdo de Pilar y un sufrimiento innecesario.

De pronto, le urgió la necesidad de acelerar su entrevista con el misterioso líder indio. Tal vez ése era el camino que había elegido la muerte para esperarle.Subió al coche y arrancó, satisfecho de comprobar por el retrovisor que el coche negro iba tras él; no intentó aproximarse ni adelantarlo, pero tampoco disimular que le seguía.

Atravesó la verja de entrada y la explanada frontal del hotel, y aparcó frente a la puerta; el coche negro se detuvo junto a la verja, tras cruzarla, y pareció dispuesto a esperar. Ferrer sopesó la posibilidad de aproximarse para precipitar los acontecimientos, pero la norma elemental de no mostrar impaciencia al contrincante se impuso sobre su impaciencia. Tranquilamente, entró al hotel y se dirigió hacia el bar del otro extremo del vestíbulo; a esa hora estaba desierto y silencioso, impregnado de serenidad por la luz caribeña del mediodía: un buen lugar para ser disfrutado por alguien despreocupado y feliz, pensó mientras ocupaba una mesa junto al gran ventanal, desde donde podía observar al coche negro. En ese momento, el director del hotel, reclinado junto a una de sus ventanillas laterales, hablaba con sus ocupantes.

– Señor… Eh, señor Ferrer. ¿Le importa?

Ferrer volvió la vista; una mulata joven y guapa, muy sonriente, con un sencillo vestido blanco con el nombre del hotel bordado sobre el bolsillo a la altura del pecho, sostenía ante él una cámara polaroid. Ferrer se encogió de hombros y la joven lo interpretó como una autorización. Disparó la cámara. Ferrer parpadeó, sobresaltado por el flash.

– Gracias, señor. Es para mi colección de famosos y famosas -comenzó a explicar la mulata-. La quiero completar antes de irme para el norte. Me voy a casar muy prontito, la semana que viene viajo para conocer a mi novio. Supo de mí por agencia, ¿sabe? Vio mi foto y se enamoró. Vive en el norte, no sé si lo dije. Con un bebito. Divorciado, el pobre. ¿Y sabe qué? Muy muy rico, de lo más millonario que hay por acá… ¿Quiere tomar algo? Mi nombre es Lili, soy la encargada del bar.

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