Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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El Niño de los coroneles: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Aurelio recurrió de nuevo al paquete de tabaco; se movía con dolorosa torpeza, y Luis reparó en que su mirada profunda, iluminada brevemente por la llamarada del encendedor, estaba anclada en algún inconcreto punto de la penumbra que envolvía la habitación, como si a pesar del proclamado optimismo sobre su operación hubiera entrevisto el fantasma de la fatalidad en algún momento de las largas horas consumidas en el hospital. La expulsión del humo pareció facilitar la afloración de sus recuerdos.Tras servirse una copa, Larriguera se había sentado frente a él: una vez solventado el encargo puramente diplomático, llegaba el turno de la viril confidencia entre amigotes. El intento de magnicidio y la posterior represalia se convirtieron en su boca en la narración arrogante de una jornada de caza o de un audaz lance amoroso. Aurelio había escuchado en silencio, asqueado por lo que no era sino una confesión de asesinato alegremente proclamada por su orgulloso autor, que se sabía intocable.

– Habría que borrar del mapa Guanoblanco, machacarlo con todos los indios que viven allí. Tener cerca su Montaña Profunda les hace muy valientes, y fue mala idea, muy mala idea llevar allí a los comandantes españoles. Entramos a primera hora de la mañana en el poblacho, unos cien braceros de mierda con sus familias, íbamos en los seis coches de la comitiva cuando se nos pone enfrente un cabrón con un fusil. Ni tiempo de verlo tuvimos, tan rápido fue en echárselo a la cara y dispararle a mi padre. No estaba ni a dos metros, tuvo que ser la pura suerte de los Larriguera que al hijo de puta le estallara la escopeta y lo dejara gritando sin cara en el suelo. El caso es que papá salió ileso y continuó camino con los españoles. Yo me quedé para encargarme de todo. Ordené formar en la plaza a todo el pueblo, estaban blancos de miedo hasta los negros, todos mudos menos el cabrón de la escopeta, que seguía con sus berridos en el suelo. Iba a soltarles un discurso antes de ahorcarlo cuando la vi entre la gente. Qué yegüita, Aurelio, que me muera ahora mismo si no se me puso allí mismo el rabo tieso. Durante todo el tiempo, mientras ahorcaban al cabrón y todos miraban, yo no le quitaba ojo. Tenías que haber visto qué piel dorada, qué carnecita más prieta… Qué digo tenías, si ahora enseguida la verás… Es mi invitada de esta noche. Porque me la he traído conmigo, ya ves si me ha gustado. Veníamos en la parte trasera del camión, ella desnuda, toda sudada, atada en aspa, bien abiertita, furiosa como una leona, y yo dudando si joderla o no joderla. No sabía si me apetecía más desfogarme o esperar para hacerlo como Dios manda. Hasta se lo preguntaba a ella, ¿te jodo o no te jodo? Al final, decidí joderla y no joderla, las dos cosas a la vez. Se puede hacer, ¿crees que no? Pues levanta, vente conmigo.

Larriguera apuró la copa, se levantó y se dirigió hacia la ventana, invitando a su amigo a seguirle; Aurelio lo hizo.

Y Luis Ferrer también: se aproximó a la ventana y la abrió, igual que cuarenta y cinco años antes había hecho Larriguera, y como él se asomó a la calle. Continuaba desierta y tranquila, aunque el sospechoso coche negro que le había seguido desde el hotel continuaba esperándole aparcado a unos metros de la entrada principal, alterando la serenidad del entorno como una cucaracha sobre el vientre de un recién nacido. Sin duda, se había dicho mientras conducía hacia la embajada el coche suministrado por el hotel, los hombres de Leónidas conocían ya las noticias sobre su llegada y le acechaban a la espera del mejor momento para llevarlo a presencia del caudillo indio. Haciendo caso omiso de su presencia, Ferrer se esforzó por visualizar lo que Larriguera había mostrado a Aurelio desde la posición en la que él se encontraba ahora: el camión militar aparcado frente a la embajada donde aguardaba la secuestrada desnuda. Se estremeció al aferrar con los dedos el alféizar de la ventana: tal vez su indignado padre había realizado idéntico gesto instintivo mientras escuchaba al exultante Larriguera.

– ¿Te la imaginas, ahí en el camión, debajo de la lona, esperando a que me decida? ¿Te jodo o no te jodo? ¿Sabes cómo hice las dos cosas? Fácil: se la metía y la cabalgaba con cuidado; no veas qué estrecha, qué virgencita era. La cabalgaba y me salía en el último segundo, justo cuando notaba que iba a descargar, y para no hacerlo me ponía a pensar en la cosa más imbécil, qué sé yo, mi madre haciendo los postres o escucharle misa al obispo. Y al poco otra vez dentro y así hasta varias veces. La última no hará ni media hora, justo cuando aparcábamos ahí abajo… Ahora, en cuanto baje, lo primero que voy a hacer es repetir. Así jugando hasta esta tarde. Pienso hacer que me la vistan de reina y traerla a tu fiesta. Será mi princesa. Si ves que en algún momento nos ausentamos, como dicen ustedes los diplomáticos, ya sabes por qué… para joderla en cualquier esquina y ponerme a pensar en mi mamá haciendo postres en cuanto no pueda más. Cuando esta noche por fin la ate a la cama… ¡Ay, amigo!

– Anda, Luis, dame otro paquete de tabaco; están ahí, escondidos en el doble fondo de la caja de bombones… Antes de montarse en la parte trasera del camión, Larriguera me miró y se frotó las manos como un niño goloso. -Aurelio tomó el paquete que le tendía su hijo y encendió un cigarrillo, el enésimo de la noche; el humo se había ido acumulando en la habitación de la clínica y Luis abrió la ventana para que el aire tibio del exterior la ventilase-. Recuerdo que también encendí un cigarrillo entonces; encendí un cigarrillo y me quedé en la ventana quieto, sin hacer nada, odiándome por no haberle dicho a Larriguera lo que pensaba de él, mirando como hipnotizado el camión alejarse y preguntándome cuántas veces habría soportado la prisionera la tortura del «te jodo o no te jodo».

– Once. Once veces -dijo sorpresivamente una voz femenina. Luis y Aurelio se volvieron hacia la entrada de la habitación. Cristina Ferrer los miraba desde el quicio de la puerta con expresión inusualmente severa. Debía de llevar un rato escuchando; luego les explicaría que el acto de solidaridad con el pueblo chileno había sido prohibido y por eso había regresado a la clínica-. Las conté muy bien. Siete veces cuando me tenía atada en el camión y otras cuatro después, en el palacio presidencial, mientras una sirvienta me bañaba y me vestía para la fiesta de la tarde.

Luis tardó unos segundos en comprender la magnitud exacta de las palabras de su madre y, cuando lo hubo hecho, permaneció expectante.y callado: sabía que no era él a quien correspondía continuar hablando. Cristina se sentó en la cama junto a su marido y encendió un cigarrillo con naturalidad que contradecía sus prohibiciones previas de introducir tabaco en la habitación del convaleciente; de ese detalle insignificante, y de la gravedad nerviosa con que sus padres le miraron desde la cama en ese instante, dedujo Luis que llevaban años, probablemente los transcurridos desde que alcanzó él la adolescencia, buscando el momento idóneo de revelarle determinadas intimidades de su pasado de pareja, habiendo optado al final por aquel en el que la conversación surgiese de forma espontánea, tal y como acababa de ocurrir ahora.

– Después, dos soldados me llevaron en coche hasta otro edificio y me encerraron en una habitación. Uno se fue mientras el otro se quedaba vigilándome. Pero conseguí huir. -Cristina dio una calada larga al cigarrillo; la premeditada pausa pretendía obviar los detalles de la fuga, y así lo entendió y aceptó Luis, aunque desde entonces no había podido evitar preguntarse en ocasiones si su madre habría tenido que matar al soldado para escapar-. Salí de la habitación, cerré la puerta por fuera, me quité los tacones que me habían obligado a calzarme y busqué una salida. La casa era enorme, un auténtico palacio, y me perdí. Vi de pronto al segundo soldado, seguramente me buscaba ya. Para eludirlo subí unas escaleras, entré en una habitación y cerré la puerta. Enseguida oí ruido, alguien se acercaba, tal vez el soldado me había seguido. Así que me escondí en el único lugar posible: el armario.

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