– Era un abrecartas antiguo que apenas tenía filo. Menos mal; si llega a tenerlo, tu madre me habría matado allí mismo.
– ¿Eras tú? ¿Y el disparo en la cara? -urgió Luis.
– Con la ventana cerrada, tu madre no lo oyó. Sólo vio el fogonazo. Pero no era un disparo, sino el flash de una cámara de fotos.
– ¿Una cámara?
– Verás -continuó Aurelio-: yo estaba aterrado, tenía a Larriguera delante, furioso como nunca le había visto antes. Estaba convencido de que escondía a la prisionera y por eso no le daba permiso para soltar a sus perros en el edificio. Me habría disparado de verdad, seguro; pero el fogonazo lo sacó de la locura.
Imagino que valoró la bronca que le iba a caer si mataba al embajador de España, y echó marcha atrás. Aquel fotógrafo me salvó la vida -concluyó Aurelio con gravedad, como si íntimamente estuviese dedicando un agradecimiento a su benefactor; luego, dedicando una mirada cariñosa a Cristina, adoptó un tono irónico-. Aunque de poco hubiera servido si dos horas después no le quito el abrecartas a cierta psicópata… Luchamos hasta que logré arrebatárselo, y luego me pasé toda la noche convenciéndola de que conmigo se encontraba a salvo. Menos mal, porque lo peor estaba por llegar.
– O lo mejor… -añadió Cristina con satisfacción que casi sonrojó de nuevo a Luis. Para sortear el acceso, apremió a sus padres para que le narraran los hechos posteriores.
– Esa hija de puta se va a acordar de mí en cuanto la pille -había amenazado Larriguera durante la visita que realizó a Aurelio a la mañana siguiente; no podía sospechar que Cristina le espiaba acuclillada tras la mirilla del armario-. La muy hijaputa… ¿Dónde habrá podido meterse?
– Ya estará lejos. Después de querer acuchillarme, salió corriendo -había respondido Aurelio, quitándole importancia a la supuesta fuga; y lanzó luego una deliberada socarronería-. Ayer a todo el mundo le dio por intentar liquidarme. Tu guerrillera con un abrecartas, tú a tiros…
– Venga, viejo, eso fue un mal pronto, ya conoces mi carácter -dijo Larriguera apelando de nuevo a la viril camaradería. Aurelio imaginaba que, tras reprenderle por amenazar en público al embajador español, su padre le había ordenado pedir disculpas, y a él le convenía ahora aceptarlas: amigarse con Larriguera podíaser útil para sacar a Cristina del edificio. Con una mueca cómplice, exhibió ante él un rollo de película fotográfica y mintió cínicamente:
– Claro que lo sé. Por eso he recuperado el negativo de la foto familiar que nos sacaron ayer a ti y a mí. Es mejor que no circule por ahí… Toma, agarra.
Aurelio puso en manos de Larriguera un extremo del carrete fotográfico que sacó de su bolsillo y tiró del otro con suavidad. Expuesto a la luz, el negativo fue velándose hasta convertirse en una inofensiva tira ondulada a la que Larriguera prendió fuego con el encendedor.
– Bien pensado, amigo, bien pensado… -susurró satisfecho, depositando sobre un cenicero el amasijo resultante; después caminó hacia la puerta, en posesión de nuevo de su campechana arrogancia-. Ah, y por la hijaputa no te preocupes. Para mí que está todavía dentro de la embajada, en alguna parte.? Mis hombres rodean el edificio. Nadie puede salir ni entrar sin que me entere. Tarde o temprano la pillaré. Te lo jura tu amigo Teté.
– Y, en efecto, «mi amigo Teté» cumplió su promesa. Desde ese mismo momento, un camión militar se situó frente a la puerta de la embajada. Tu madre y yo sentimos terror. Ella porque, al ver a los soldados, entendió que Larriguera conocía su paradero y se proponía iniciar un sádico juego del ratón y el gato; y yo, porque tu madre decidió de inmediato intentar la fuga que, tanto si fracasaba como si no, suponía que no volvería a verla. Y ya estaba enamorado. Así de sencillo, sin remisión: había ocurrido a lo largo de la noche, a pesar de que la situación no era la más óptima. Pero su proximidad física quitaba importancia a todo lo demás. La idea de perderla me resultaba intolerable, y debió de ser esa angustia la que me dio locuacidad para convencerla de esperar hasta que los soldados descuidaran la vigilancia. Lo logré, y cada mañana lo primero que hacíamos era mirar por la ventana, suplicando con todas nuestras fuerzas una cosa.
– Pero una distinta cada uno. Yo, que los soldados hubiesen desaparecido para poder marcharme. Él, que continuasen allí para que no me pudiese ir. -Cristina miró a Aurelio; se sonrieron de una forma especial, plena, que culminaba los callados piropos mutuos previos. Luis intuyó que el propósito inicial de hacerle partícipe de los hechos había ido derivando, casi imperceptiblemente, hacia una rememoración privada y cómplice tras la que latían, en clave indescifrable para terceros, los matices de un pacto de amor que se mostraba vivo como el primer día. Les envidió, y deseó que alguien a quien pudiese corresponder le dedicase algún día a él una sonrisa similar.
– Tardaron en largarse dieciocho días, que vivimos encerrados en el despacho. En realidad, aquella convivencia tuvo cosas de película cómica, muchas veces nos hemos reído después: tras comprobar que nuestros guardianes seguían ahí, yo me encerraba en el armario, tensa y muerta de miedo. Era como mi lugar de trabajo, y en cuanto controlamos un poco la situación tu padre me fue llevando cosas: un pequeño sofá que sacó de otro despacho, un orinal, refrescos y comida… Y desde allí, para matar el tiempo, espiaba todo lo que pasaba en la sala, que era mucho porque Aurelio, para no dejarme sola, comenzó a despachar en ella. Incluso trasladó allí la celebración de dos recepciones, con su orquestina y su grupo de camareros: al son del vals,incluso descubrí algún amorío ilícito, señoras que pasaban notitas a militares vestidos de opereta, y cosas así.
– Ya te decimos, de comedia de Hollywood. Sólo faltaba por allí Cary Grant -bromeó Aurelio.
Luis comprendió que tras esa postiza referencia a detalles vistosos pero nimios se hallaba el deseo de no explicitar el momento concreto en que la relación se hizo adulta, sexual y eterna, y cooperó con sus padres cambiando de tema.
– La pena es que velarais la famosa foto… -dejó caer en tono ingenuo, a sabiendas de que la foto existía: no podía ser otra que aquella a la que su padre se había referido misteriosamente en alguna ocasión.
– ¿Velarla? Parece que no conoces a tu padre… Veló otro carrete, para que Larriguera se quedara tranquilo. Quería la foto a toda costa, y buscó al fotógrafo que le había salvado. Trabajaba para una revista de sociedad y le dio el carrete muerto de miedo, no quería saber nada del asunto. Insistió en que ni siquiera era él quien había disparado la cámara. Por lo visto, en el momento álgido de la disputa un invitado le quitó la cámara y disparó el flash. Nunca averiguamos quién era, pero fuese quien fuese salvó la vida de tu padre. Y la mía. Y puestos así, también la tuya…
Cristina calló, alargó una pausa y adoptó un tono doloroso; Luis comprendió que no deseaba que la historia quedase a medias.
– Cuando Larriguera se hartó y levantó la vigilancia, lo primero que hice fue volver a mi pueblo. Aurelio me acompañó. Durante los dieciocho días de encierro lo que más me había obsesionado, lo peor de todo, había sido pensar en mis padres. Habían visto cómo los soldados me secuestraban, no sabían si estaba muerta o seguía viva, ni dónde y cómo estaría de seguir viva, que puede que fuera lo peor. Imaginarlos en esa angustia es algo que no se me ha olvidado nunca. Pero mi preocupación estaba infundada. Mis padres no habían experimentado la menor preocupación durante mi secuestro. No podían. Estaban muertos -añadió con la naturalidad casi frivola de quien al portar durante mucho tiempo un hecho monstruoso ha terminado por aprender a convivir con él-. Antes de irse del pueblo, los soldados lo habían arrasado completamente. Sólo quedaban ruinas y cadáveres abrasados. Supuse que los dos cuerpos negros y retorcidos que encontré junto a lo que había sido mi casa eran los de mis padres. Pero nunca lo he sabido con seguridad. Sólo pude suponerlo… Me vi perdida y sola, y creo que si tu padre no hubiera estado allí habría muerto. Así de sencillo.
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