– Ahora no, gracias -respondió Ferrer, aturdido por la masiva información; Lili regresó discretamente tras la barra. El director del hotel entró al vestíbulo y se dirigió hacia él.
– Señor Ferrer -dijo-. El ocupante del coche negro que aguarda ahí afuera me comenta que desea entrevistarse con usted.
– ¿Se lo ha dicho así, por las buenas? ¿Entrevistarse conmigo? ¿Ahora mismo? Bueno, pues perfecto, cuanto antes mejor.
– ¿Le digo entonces que venga?
– Si hace el favor…
El director asintió y fue de nuevo hacia la salida. Una vez la hubo franqueado, Ferrer clavó la mirada en la puerta del vestíbulo, que desde su posición sólo podía ver de lado. ¿Qué aspecto tendría el Enemigo Público Número Uno de Leonito? O más lógicamente, y considerando el celo lógico que observaría respecto a su seguridad, ¿a quién habría mandado en su nombre? Ferrer se revolvió nervioso cuando vio asomar de nuevo al director del hotel; extrañamente, se demoraba en mantener la puerta abierta para alguien que, por su tardanza en aparecer, debía moverse con torpeza. Todas sus expectativas se desbarataron al ver por fin el aspecto del visitante, un anciano europeo de aspecto venerable en el que creyó reconocer algunos de los rasgos del Marlon Brando gordo y envejecido al que unas semanas atrás había podido ver de cerca, entre focos y técnicos, en su visita al plato de la película sobre Cristóbal Colón que se rodaba por esas fechas. El anciano era igual de lento en sus movimientos, pero también igual de solemne e impresionante en la seguridad que lo animaba. Vestía pantalón ancho de lino blanco y alegre camisa floreada que chocaba abiertamente con su grave mirada de ojos indagadores y francos. Fue esa mirada la que permitió a Ferrer reconocer al hombre; se puso en pie, repitiéndose que lo que estaba viendo era imposible.
El anciano avanzó ayudándose de un bastón; en la otra mano portaba una carpeta. El director del hotel caminaba acompasando su paso al de él, y se encargó de hacer las presentaciones cuando llegaron junto a Ferrer.
– Caballeros, permítanme… Luis Ferrer… Jean Laventier.
Ferrer permaneció callado y boquiabierto, pasmado como un niño tímido ante su ídolo deportivo. La primera impresión no le había engañado: ¡el anciano era efectivamente Jean Laventier!
– ¿Jean Laventier? ¿El… el verdadero? -preguntó con imprevista torpeza.
– No es un nombre tan raro -sonrió el francés, hablando español con suave acento francés-, imagino que habrá muchos otros. Depende de a quién se refiera con eso de el «verdadero».
– Me refiero al psiquiatra y humanista, al investigador de la mente humana y sus mecanismos, al candidato permanente al premio Nobel de la Paz… Mejor dicho, al hombre que ha hecho presión para que se rechace su propia candidatura al Nobel.
La referencia a la distinción sueca agrió casi imperceptiblemente el fondo de la mirada de Laventier. Conuna señal amable, pidió al director del hotel que los dejara solos y ocupó un asiento ante la mesa de Ferrer, que se sentó frente a él.
– Dígame -quiso saber Laventier-, ¿habla usted francés?
– Sí… -acertó a contestar Ferrer; acrecentó su confusión el inesperado fogonazo del flash de Lili, que informada por el director de la personalidad del recién llegado acababa de incrementar su colección de fotografías de famosos-. Pero…
– ¿ Correctamente?
– Tout ce que vous pouvez imaginer. Mon pére était bilingüe, et il voulait que moi aussi je le fuisse. Done, si vous le voulez bien nous pouvons continuer en français…
– No -rechazó Laventier con un gesto-. Nada de hablar francés. Necesito expresarme en español con precisión, y utilizar mi idioma me desconcentraría. Se lo agradezco, pero no. ¿Y leer? ¿Lee francés?
– Ya le digo, como el español.
Laventier suspiró aliviado.
– ¡Gracias a Dios! Por supuesto, es lo que imaginaba. Siendo hijo de diplomático… Pero de pronto, antes, en el coche, he caído en la cuenta de que no estaba seguro… Habría sido un error imperdonable por mi parte. Nos hubiera hecho perder mucho tiempo.
– ¿Tiempo? -aproximó Ferrer su cabeza a la del francés e, instintivamente, bajó la voz-. ¿Para qué?
Como si el tono confidencial hiciera innecesarios otros protocolos, Laventier abrió la carpeta que traía consigo y extrajo de ella un manuscrito.
– Para que lea usted esto. Está en francés, y de ahí mi inquietud ante su posible desconocimiento del idioma.
Ferrer alargó la mano, pero Laventier, con un gesto, le pidió paciencia. La inesperada situación trastocaba el esquema: era Laventier, y no Leónidas, quien le había seguido. Pero ¿para qué? No sabía si sentirse contento o contrariado, inquieto o relajado. Era una de esas veces en que ni siquiera a través de su desenvoltura profesional vislumbró un natural encauzamiento de la conversación. Literalmente, no sabía qué palabra debía decir a continuación. Pero Laventier lo hizo por él. Sin concesiones y directo al grano.
– Me precio de conocer bien a las personas, y con usted me he llevado una decepción, créame. Esperaba, a lo largo de esta mañana, haberle visto encaminarse hacia el hospicio. Dígame, ¿por qué no ha ido?
Ferrer lo miró perplejo.
– ¿Perdone? -acertó a decir.
– El hospicio donde usted y su hermano crecieron… Discúlpeme, comprendo que mis palabras le resulten entrometidas. Pero insisto en que no tenemos tiempo, y eso me obliga a eludir determinados protocolos que, en otra situación, asumiría complacido. Permita que me explique. Hace ya dos años acometí una tarea que ha acabado por traerme hasta la circunstancia presente: estar sentado en este momento y en este lugar frente a usted. Debe saber que conozco su biografía, y por eso di por supuesto que iba a dedicar unos momentos a visitar el lugar del cual salió a la vida hace tantos años…
– ¿Quiere decir que me ha seguido?
– No, no imagine nada parecido. Tan sólo leí en la prensa las notas que se le dedicaban con motivo de su visita a Leonito. Me interesaron e indagué un poco más, eso es todo. Amigo mío, debo reconocerlo: pensé que alguna clase de providencia le traía hasta mí. Una providencia de la que aún ignoro, dicho sea de paso, si es divina o diabólica… Pero permita que no adelante acontecimientos… Podría contarle mi historia desde el principio, pero es más justo y preciso, más riguroso, pedirle a usted que haga el esfuerzo de leerla.
Laventier dio dos golpecitos con la palma de la mano derecha sobre el manuscrito y lo depositó sobre la mesita situada entre ambos, acercándola con sus dedos hacia Ferrer, que no lo recogió ni lo giró hacia sí, prefiriendo exteriorizar cautelosa indiferencia en vez de la curiosidad que comenzaba a sentir.
– Le suplico que lo haga con toda la atención de que sea capaz, aunque me consta que muy pronto su interés estará enteramente captado. Por desgracia será así, se lo aseguro.
Ferrer giró el cuaderno. En la portada sólo había cinco palabras mecanografiadas en la esquina inferior derecha: El Niño de los coroneles.
– Naturalmente -prosiguió el francés-, no es un texto que haya escrito a la ligera, llevo mucho tiempo preparándolo. En realidad, pensaba dar a conocer su contenido de otra manera, públicamente, después de solucionar ciertas… formalidades. Pero su llegada, que más que una asombrosa casualidad ha sido una revelación, me indicó que debo entregarle a usted y sólo a usted este… tal vez legado sea la palabra adecuada. Así que en estos días me he dedicado a retocar el texto sabiendo que lo iba a leer y… Sí, ya sé que no es el mejor momento para pedírselo, conozco los asuntos que ocupan su tiempo. Pero debe prometerme que lo leerá… Le aseguro que esto es infinitamente más importante que la entrevista a cualquier caudillo indio, por muy difícil de encontrar que éste sea…-No sé, comprenderá que me sienta… extrañado.
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