Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Y así, tras una pugna entre su obsesión por obligarme a perpetuar el negocio familiar y mi firme resolución, llegué a París al amanecer del 9 de julio de 1932. De las ciudades hermosas, como de las personas amadas, albergamos siempre la osada convicción de que tan sólo nosotros conocemos determinado aspecto de su personalidad, como si ese secreto tesoro hubiera estado aguardando nuestra llegada para revelarse. Esa mañana, apenas deposité el equipaje en la pensión elegida al azar como residencia, corrí literalmente por París, aunque debería decir mejor que volé, si atiendo a la vertiginosa euforia de mis recuerdos. La ciudad era mía, y me entregaba el regalo de bienvenida de la inmortalidad, que sentí de pronto galopar por mis venas. Puede parecerle ridículo, pero sigo creyendo hoy que la soleada luz de aquella mañana estuvo reservada en exclusiva para mí por alguna suerte de dioses. ¡Tal era el color dorado del aire, tal la vibrante belleza de cada rincón, de cada sonido y cada silencio, de cada mujer, de cada olor y cada color, tal la violencia con que latía mi corazón y el torrente de vida con que el aire inundaba mis pulmones! ¡Tal mi ilusión juvenil de adentrarme por fin en el mundo tantas veces soñado! Sí, el momento más hermoso de mi vida… así lo decidí solemnemente cuando, saciado de felicidad, me detuve a recuperar el aliento en uno de los puentes sobre el Sena. Instantes antes, me había extasiado ante la fachada de Notre-Dame, más impresionante aún por la ausencia de visitantes a tan temprana hora, y luego la había rebasado, avanzando por la orilla del río sin volver la vista atrás, retrasando a propósito el momento, elogiado por mi difunta madre hasta la mitificación, de situarme en el centro de alguno de los puentes, girarme y disfrutar del hermoso espectáculo que desde ese punto ofrecía la parte trasera de la catedral. Por fin, cuando supuse que había avanzado bastante, me adentré en el puente que allí cruzaba el río y, situado en su centro, me dispuse a volver la vista atrás. Una emoción profunda me invadió al dedicar a mi madre aquel instante.

Ferrer abandonó por un momento la lectura. La imagen del joven Laventier ingenuamente eufórico frente a Notre-Dame le simpatizó y le llevó a evocar su propia primera visita a la catedral del Sena.

En la primavera de 1975, Bego y él decidieron invertir una inesperada entrada de dinero viajando durante tres días a París, ciudad que ninguno de los dos conocía aún. Decidida a demostrar a sus amigos y al resto del mundo que la ciudad puede conocerse en su totalidad en ese corto tiempo, Bego elaboró un completísimo recorrido turístico que ejecutaron con tesón maratoniano. Al amanecer del tercer día, tras apenas cuatro horas de sueño, el despertador les recordó que había llegado el turno de Notre-Dame, que según Bego era preciso visitar antes de la irrupción del habitual aluvión de turistas. Somnolientos como quien se dispone a emprender un penoso deber, él sugirió rifar quién abandonaba primero la sensual tibieza de las sábanas, y en la improvisada elaboración de las reglas del juego hallaron alicientes eróticos que resultaron inaplazables. Cuando llegaron a Notre-Dame, la plaza de la catedral estaba ya atestada de visitantes, y renunciaron a la visita. Poco después, en Madrid, supieron que Bego estaba embarazada. En tono jocoso,.-ambos alimentaron durante mucho tiempo la leyenda familiar de que Pilar fue concebida en París, durante aquel momento del amanecer en que ellos debían de haber visitado el entorno desierto de la catedral… Ferrer se inquietó: el discurso del francés le había llevado por segunda vez a pensar en su hija.

¿He dicho ya que era una temprana hora de un día de verano? Sí, recuerdo como si fuera ahora que la placidez era absoluta: costaba descubrir un atisbo de movimiento en el agua del Sena, y en las calles no se veía un alma. ¿Se trataba de un momento mágico, creado efectivamente para mí por París? Excitado, me atreví a creerlo así cuando comprobé que tampoco en las ventanas se apreciaban signos humanos; traté de captar algún ruido, pero el silencio seguía siendo absoluto. Temeroso de romper el hechizo, no me moví, no respiré; comencé a girarme muy despacio, consciente de la presencia de la catedral a mi espalda y con el recuerdo de mi madre en el corazón. Sin embargo, un inesperado intruso irrumpió en mi sencilla puesta en escena, desbaratándola: adosada a una de las columnas centrales de piedra del Puente de la Tournelle -pues de él se trataba-, una placa conmemoraba el día en que fue abierto a la circulación: el 9 de julio de 1928. Me estremecí: ¡también nueve de julio! ¿Qué extraño mensaje entrañaba la coincidencia de fecha entre la inauguración del puente, cuatro años antes, y mi llegada a París? No hace falta decir que mi entusiasmo juvenil adjudicó a tal casualidad tintes místicos o legendarios: ahora se evidenciaba que era yo alguna clase de elegido. Fascinado y orgulloso, eufórico y feliz, imaginándome el centro del mundo, sentí que debía agradecer tan alto honor formulando algún juramento cuando menos homérico: no podía corresponder a París con una medianía. Y entonces, al girarme por fin, vi la catedral: un impacto de emoción me embargó. Sobrecogido, interpreté que Notre-Dame, con sus mil años de grandiosidad, se ofrecía como testigo de mi solemne promesa, fuese cual fuese ésta. Sabiendo que no podía defraudarla, juré que no tendría que arrepentirse de la confianza depositada en mí: algún día, mi trabajo y mi decisión me llevarían a culminar una tarea digna de la catedral que me apadrinaba. Algún día, juré con el corazón en la mano, haría algo realmente importante por el ser humano. Sentí que el espíritu de mi madre se conmovía en alguna parte, y casi lloré de felicidad por la épica de mi decisión… ¡Qué recuerdos despierta en mí la ingenuidad de aquellos sentimientos! Sé que su exposición ante un adulto puede resultar ridicula, pero deseo ser sincero -o tal vez lo necesito-, y sólo pido a quien esto lea que, antes de emitir cualquier juicio negativo, rastree en la huella que hayan dejado en él los primeros sueños juveniles… Notre-Dame me miraba, pensé ingenuamente entonces. Notre Dame me miraba, quiero pensar a pesar de todo ahora, cuando no soy sino un viejo envidioso de aquel joven lleno de ilusión que hace sesenta años abandonó la orilla del Sena dispuesto a ganar todas las guerras contra el mundo, íntimamente convencido de portar un honor depositado por los dioses sobre sus hombros. ¡Qué larga e inabarcable, qué eterna, le pareció en ese instante la vida! ¡Y qué ridiculamente corta me resulta ahora, al volver la vista atrás!

Sí, siempre he considerado aquel momento el supremo, el más feliz de mi existencia, aunque desde los últimos acontecimientos ensombrece su recuerdo la circunstancia de que allí, en mi puente -siempre lo llamé así, osadamente ajeno al hecho de que su construcción esté dedicada nada menos que a la patrona de París-, al que muchos domingos a primerísima hora acudía con la esperanza de disfrutar de nuevo del silencio mágico que también imaginaba sólo mío, conocí a otro joven visitante habitual del lugar, fascinado como yo por él, que resultaría haber elegido también -¡en los meses siguientes, cuántos indicios de predestinación a la amistad eterna hallaríamos en esa casualidad!- la rama de Psiquiatría. Era Victor Lars.

Mi introvertido carácter se sintió de inmediato fascinado por él. ¿Qué decir sin correr el riesgo de parecer un sumiso e incluso ridículo enamorado? Tanto tiempo soñando con mi primera aproximación al estudio de la mente humana y él parecía saberlo o intuirlo todo sobre la materia, hasta ese punto era atrevida la apasionada y apasionante exposición de sus teorías. Aunque de escasa estatura, era apuesto y yo diría que verdaderamente guapo, matizado su atractivo por la profundidad e inteligencia de unos ojos negros que te atravesaban. No era rico, aunque sí ambicioso en extremo, y nuestra relación se basó al principio en el hecho de que la generosa asignación mensual de mi padre podía costear aventuras que mi amigo no podía permitirse pero sí proponer y dirigir. Con él vomité mi primera borrachera y besé a la primera mujer; con él, así lo pensé entonces, conocí el júbilo de la verdadera amistad. Compartíamos casi todo nuestro tiempo y, excepción hecha de los momentos dedicados a las juergas que yo pagaba, hablábamos continuamente de nuestra pasión común por la mente humana. Pero mientras a mí me excitaba profundizar con gravedad en el bien que la Psiquiatría podría hacer a personas enfermas, él se mostraba perplejo y divertido ante las inimaginables imbecilidades, éstas eran sus palabras, que un idiota adecuadamente engañado era capaz de cometer. Tal diferencia de percepción era la causa de nuestras únicas discusiones, siempre intrascendentes porque enseguida las disolvía alguna perspectiva lúdica que compartir. Ambos volvíamos entonces a ser los de siempre: Lars, inmune a los desánimos, líder de las iniciativas y poseedor de todos los secretos; yo, su hechizado y fiel escudero.

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